–Aquí viven –dijo Sam Rib– las bestias de dos espaldas.
Señaló su mapa del Amor, cuadrátula de mares, islas y
continentes extraños con una selva obscura en cada extremo. La isla de las dos
espaldas, en la línea del ecuador, se encogía a su tacto como piel afectada de
lupus y el mar de sangre que la rodeaba encontraba un nuevo movimiento en sus
aguas. El semen, cuando subía la marea, rompía contra las bullentes costas; los
granos de arena se multiplicaban; las estaciones se sucedían; el verano, con
ardor paterno, daba paso al otoño y a los primeros aguijones del invierno,
dejando que la isla conformase en sus recodos los cuatro vientos contrarios.
–Aquí –dijo Sam Rib, poniendo los dedos en las
montañas de un islote– viven las primeras bestias del amor.
Y también la progenie de los primeros amores mezclados,
como no ignoraba, con las matas que barnizaban sus verdes elevaciones, con su
propio viento y la savia que nutría el primer chirrido de un amor que nunca,
mientras no llegara la primavera, encontraba la respuesta nerviosa en las hojas
correspondientes.
Beth Rib y Reuben señalaron el mar verde que rodeaba la
isla. Este corría por entre las quebrazas como niño por sus primeras grutas.
Marcaron los canales bajo el mar, dibujados esquemáticamente, que engarzaban la
isla de las primeras bestias con las tierras palustres. Avergonzados de las plantas
semilíquidas que brotaban del pantano, los venenos trazados a pluma que se
cocían en las matas y la copulación en el barro secundario, los niños se ruborizaron.
–Aquí –dijo Sam Rib– hay dos meteoros que se mueven.
Siguió con el dedo los triángulos finamente dibujados
de dos vientos y la boca de dos querubines arrinconados. Los meteoros se
movían en un solo sentido. Se arrastraban individualmente por sobre las abominaciones
de la ciénaga, gozosos del amor de sus propias lluvias y nevadas, del amor del
ruido de sus propios suspiros y los placeres de sus propios padecimientos
verdes. Los meteoros, garzón y doncella, se desplazaban en medio de aquel
mundo agitado, tronando la tempestad marina bajo ellos, divididas las nubes en
innúmeros anhelos de movimiento mientras ellos se limitaban a observar con
descaro el descarnado muro de viento.
–Volved, oh pródigos sintéticos, al laboratorio de
vuestro padre –declamó Sam Rib– y al cebado becerro del tubo de ensayo.
Señaló los cambios de dirección, en que las líneas
dibujadas a pluma de los temporales ya separados sobrevolaban la profundidad
del mar y la segunda fisura entre los dos mundos de amantes. Los querubes
soplaron más fuerte; el viento de los dos meteoros trastocadores y las espumas
del mar unificados continuaron su empuje; los temporales se detuvieron frente a
la costa única de dos países acoplados. Dos torres desnudas sobre los dos-amores-en-un-grano
de los millones de la arena combinaban aquéllos, según informaban las flechas
del mapa, en un solo ímpetu. Pero las flechas de tinta los hacían retroceder;
dos torres agostadas, húmedas de pasión, temblaban de terror a la vista de su
primera cópula y dos sombras pálidas arrollaron la Tierra.
Beth Rib y Reuben escalaron la colina que proyectaba un
ojo de piedra sobre el valle desguarnecido; corrieron colina abajo cogidos de
la mano, cantando mientras lo hacían, y dejaron sus botitas en la hierba
húmeda del primero de los veinte campos. En el valle había un espíritu que
campearía cuando todas las colinas y árboles, todas las rocas y arroyos hubieran
quedado enterrados bajo la muerte del Occidente. Y allí se alzaba el primer
campo, donde el loco Jarvis, cien años atrás, había derramado su simiente en la
entraña de una muchacha calva que había vagado desde su lejano país y yacido
con él en los ayes del amor.
Y el cuarto campo, un lugar de maravillas, donde los
muertos pueden retorcer las piernas de todos los borrachos desde sus tumbas marchitas
y los ángeles caídos guerrean por sobre las aguas de los ríos. Plantado en el
suelo del valle a una profundidad mayor de la que las ciegas raíces pudieran
abrir tras sus compañeras, el espíritu del cuarto campo emergía de las
tinieblas arrancando lo profundo y tenebroso de los corazones de todos los que
bollan el valle a una treintena de kilómetros o más de las lindes del condado
montañoso.
En el campo décimo y central, Beth Rib y Reuben
llamaron a la puerta de los cortijos para preguntar por el enclave de la
primera isla rodeada de colinas amantes. Llamaron a la puerta trasera y les
espetaron un reproche fantasmal.
Descalzos y cogidos de la mano corrieron por los diez
campos restantes hasta la orilla del Idris, donde el viento olía a algas
marinas y el espíritu del valle estaba engarzado con la lluvia del mar. Pero
llegó la noche, mano sobre muslo, y las figuraciones de las dilataciones
sucesivas del río por entonces anieblado arrojó a su lado una nueva forma. Una
forma isleña, amurallada de obscuridad, a un kilómetro río arriba.
Furtivamente, Beth Rib y Reuben caminaron de puntillas hasta el agua murmurante.
Vieron que la forma crecía, desenlazaron sus dedos, se quitaron las ropas
estivales y, desnudos, se precipitaron al río.
–Río arriba, río arriba –susurró ella.
–Río arriba –dijo él.
Flotaron río abajo cuando una corriente tiró con
fuerzas de sus piernas, pero salvaron ésta y nadaron hacia la isla todavía en
crecimiento. Brotó el barro del lecho del río y libó de los pies de Beth.
–Río abajo, río abajo –dijo ella y ambos forcejearon
con el barro.
Reuben, rodeado de algas, luchó con las cabezas grises
que pugnaban con sus manos y siguió a la muchacha hasta la orilla del valle de
altura.
Sin embargo, mientras Beth seguía nadando, el agua le
hizo cosquillas; el agua le presionaba su costado.
–Amor mío –exclamó Reuben, excitado por el cosquilleo
de las aguas y las manos de las algas.
Y, al detenerse desnudos en el campo vigésimo, susurró
ella:
–Amor mío.
Al principio, el miedo les hizo retroceder. Mojados
como estaban, tiraron de las ropas hacia sí.
–Al otro lado de los campos –dijo ella.
Al otro lado de los campos, en la dirección de las
colinas y la morada de montaña de Sam Rib, los niños corrieron como torres
agostadas, abandonado su lazo, aturdidos por el barro y sufriendo el sonrojo
producido por el primer cosquilleo del agua de la isla neblinosa.
–Aquí viven –dijo Sam Rib– las primeras bestias del
amor.
Los niños escuchaban en el frescor de la mañana
siguiente, demasiado asustados para rozarse las manos. Volvió a señalar la
combada colina que daba a la isla e indicó el curso de los canales delineados
que casaban barro con barro, verde marino con un verde más profundo y todas las
montañas del amor y las islas en un solo territorio.
–He aquí los consortes vegetales, los consortes verdes,
los granos –dijo Sam Rib– y las aguas divisorias que emparejan y se emparejan.
El Sol con la hierba y la lozanía, la arena con el agua y el agua con la hierba
perenne emparejan y se emparejan para gestación y fomento del globo.
Sam Rib se había casado con una mujer verde, al igual
que el tío abuelo Jarvis lo había hecho con su muchacha calva; se había casado
con una acuosidad femenina para gestación y fomento de los niños que se ruborizaban
junto a él. Observó cómo las tierras pantanosas estaban tan cerca de la primera
bestia que doblara la espalda, una colina el orbe de las bestias dobladas de
abajo tan alta como la colina del tío abuelo que la noche pasada había enarcado
el entrecejo y envuelto en cuescos. La colina del tío abuelo había herido los
pies de los niños, pues los cebos y las botitas se habían perdido para siempre
entre las matas del primer campo.
Al pensar en la colina, Beth Rib y Reuben se quedaron
quietos. Oyeron decir a Sam que la colina de la primera isla era de descenso
tan suave como la lana, tan lisa como el hielo para deslizarse. Recordaron el
dócil descenso de la noche anterior.
–Colina mansa –dijo Sam Rib–, de subida trabajosa.
Lindando con la colina de los adolescentes había una
blanca carretera de piedra y hielo señalada por los pies deslizantes o el
trineo de los niños que bajaran; otra carretera, al pie, ascendía en un reguero
de sangre y piedra roja señalado por las huellas vacilantes de los niños que
subieran. El descenso era suave como lana. Un fallo en la primera isla y la
colina ascendente se rodearía de una punzante masa de cuescos.
Beth Rib y Reuben, que nunca olvidarían los encorvados
peñascos y los pedernales entre la hierba, se miraron por primera vez en aquel
día. Sam Rib le había hecho a ella y lo moldearía a él, haría y moldearía al
muchacho y a la joven conjuntamente hasta conformar un escalador doble que
suspirase por la isla y se fundiera allí en un esfuerzo singular. Volvió a
hablarles del barro, pero no quiso que se asustaran. Y que las grises cabezas
de las algas estaban rotas y que nunca volverían a hincharse en las manos del
nadador. El día del ascenso había transcurrido; restaba el primer descenso,
colina en el mapa del amor, dos ramas de hueso y olivo en las manos infantiles.
Los pródigos sintéticos volvieron aquella noche a la
estancia de la colina, a través de grutas y cámaras que corrían hasta el techo,
distinguiendo el techo de estrellas y con la felicidad en sus manos cerradas.
Ante ellos estaba el valle roturado y el pasto de los veinte campos nutría al
ganado; el ganado de la noche se rebullía junto a las cercas o saltaba a las
cálidas aguas del Idris. Beth Rib y Reuben corrieron colina abajo, aún bajo
sus pies la ternura de las piedras; acelerando la marcha, descendieron el ijar
de Jarvis, el viento en el cabello, azotando sus aletas palpitantes aromas marinos
que soplaban del norte y del sur, donde no había ningún mar; y, reduciendo la
velocidad, llegaron al primer campo y la linde del valle para encontrar sus
botines venustamente dispuestos en un lugar hollado por alguna pezuña, en la
hierba.
Se calzaron las botitas y corrieron por entre las
hojas que caían.
–He aquí el primer campo –dijo Beth Rib a Reuben.
Los niños se detuvieron, la noche iluminada por la Luna
siguiendo su curso, una voz surgiendo al filo de la obscuridad.
Dijo la voz:
–Vosotros sois los niños del amor.
–Y tú, ¿dónde estás?
–Soy Jarvis.
–¿Y quién eres?
–Aquí, queridos míos, aquí en la cerca, con una mujer
sabia.
Pero los niños se alejaron corriendo de la voz que
surgía del cercado.
–Aquí, en el segundo campo.
Se detuvieron para recuperar el aliento y una
comadreja, produciendo su ruidito, pasó corriendo por sus pies.
–Cógete más fuerte.
–Yo te cogeré más fuerte.
Dijo una voz:
–Sujetaos más fuerte, niños del amor.
–¿Dónde estás?
–Soy Jarvis.
–¿Quién eres?
–Estoy aquí, aquí, yaciendo con una virgen de
Dolgelley.
En el tercer campo, el hombre que correspondía a
Jarvis penetraba a una muchacha verde y, mientras les llamaba niños del amor,
penetraba al espectro de la joven y el aroma de suero de mantequilla de su
aliento. Penetraba a una tullida en el cuarto campo, pues la torsión de los
miembros femeninos prolongaban el amor, y maldijo a los niños indiscretos que
le habían sorprendido con una amante de miembros tiesos en el quinto campo,
delimitando las divisiones.
Una muchacha de la Cuenca del Tigre sujetaba con fuerza
a Jarvis, y sus labios formaban sobre el cuello del hombre un corazón rojo y
partido; allí estaba el campo sexto y rizado por los temporales, donde,
apartándose del peso de las manos femeninas, vio el hombre la inocencia de
ambos, dos flores que sacudían la oreja de un cerdo.
–Rosa mía –dijo Jarvis, pero el séptimo amor perfumaba
sus manos, sus manos pulsadoras que sostenían el cancro de Glamorgan bajo la
octava cerca. Del Corazón del Monasterio de Bethel, una mujer santa le sirvió
por novena vez.
Y los niños, en el campo central, gritaron mientras
diez voces subían, subían, bajaban de los diez espacios de la medianoche y el
mundo cercado.
Era noche cerrada cuando respondieron, cuando los
gritos de una voz respondieron compasivamente a la pregunta a dos voces que
trinó en las rayas del aire que subía, subía y bajaba.
–Nosotros –dijeron– somos Jarvis, Jarvis bajo la cerca,
en los brazos de una mujer, una mujer verde, una mujer calva como tejón, sobre
una pata de paloma.
Contaron el número de sus amores ante los oídos de los
niños. Beth Rib y Reuben oyeron los diez oráculos y se rindieron con timidez.
Más allá de los campos restantes, entre los susurros de las diez últimas
amantes, ante la voz del avejentado Jarvis, grisáceo su pelo en las últimas
sombras, se precipitaron al Idris. La isla relucía, el agua parloteaba, había
un ademán de miembros en cada caricia del viento que mellaba el río sereno. El
se quitó las ropas estivales y ella dispuso los brazos como un cisne. El
muchacho desnudo estaba a su espalda; y ella se volvió y lo vio zambullirse en
los escarceos de su aguja. Tras ellos, morían las voces de los padres de ella.
–Río arriba –exclamó Beth–, río arriba.
–Río arriba –replicó él.
Sólo las cálidas aguas cartografiadas corrieron
aquella noche sobre las playas de la isla de las primeras bestias, blanca bajo
la Luna nueva.
1937
en El visitante y otros relatos, 1981
No hay comentarios.:
Publicar un comentario