miércoles, enero 02, 2013

“El mapa del amor”, de Dylan Thomas







Aquí viven –dijo Sam Rib– las bestias de dos espaldas.

Señaló su mapa del Amor, cuadrátula de mares, islas y continentes extra­ños con una selva obscura en cada extremo. La isla de las dos espaldas, en la línea del ecuador, se encogía a su tacto como piel afectada de lu­pus y el mar de sangre que la rodeaba encon­traba un nuevo movimiento en sus aguas. El semen, cuando subía la marea, rompía contra las bullentes costas; los granos de arena se multiplicaban; las estaciones se sucedían; el verano, con ardor paterno, daba paso al otoño y a los primeros aguijones del invierno, dejan­do que la isla conformase en sus recodos los cuatro vientos contrarios.

–Aquí –dijo Sam Rib, poniendo los de­dos en las montañas de un islote– viven las primeras bestias del amor.

Y también la progenie de los primeros amores mezclados, como no ignoraba, con las matas que barniza­ban sus verdes elevaciones, con su propio viento y la savia que nutría el primer chirrido de un amor que nunca, mientras no llegara la primavera, encontraba la respuesta nerviosa en las hojas correspondientes.

Beth Rib y Reuben señalaron el mar verde que rodeaba la isla. Este corría por entre las quebrazas como niño por sus primeras grutas. Marcaron los canales bajo el mar, dibujados esquemáticamente, que engarzaban la isla de las primeras bestias con las tierras palustres. Avergonzados de las plantas semilíquidas que brotaban del pantano, los venenos trazados a pluma que se cocían en las matas y la copu­lación en el barro secundario, los niños se ru­borizaron.

–Aquí –dijo Sam Rib– hay dos meteoros que se mueven.

Siguió con el dedo los trián­gulos finamente dibujados de dos vientos y la boca de dos querubines arrinconados. Los me­teoros se movían en un solo sentido. Se arrastraban individualmente por sobre las abomi­naciones de la ciénaga, gozosos del amor de sus propias lluvias y nevadas, del amor del ruido de sus propios suspiros y los placeres de sus propios padecimientos verdes. Los me­teoros, garzón y doncella, se desplazaban en medio de aquel mundo agitado, tronando la tempestad marina bajo ellos, divididas las nu­bes en innúmeros anhelos de movimiento mien­tras ellos se limitaban a observar con descaro el descarnado muro de viento.

–Volved, oh pródigos sintéticos, al labo­ratorio de vuestro padre –declamó Sam Rib– y al cebado becerro del tubo de ensayo.

Se­ñaló los cambios de dirección, en que las líneas dibujadas a pluma de los temporales ya sepa­rados sobrevolaban la profundidad del mar y la segunda fisura entre los dos mundos de amantes. Los querubes soplaron más fuerte; el viento de los dos meteoros trastocadores y las espumas del mar unificados continuaron su empuje; los temporales se detuvieron frente a la costa única de dos países acoplados. Dos torres desnudas sobre los dos-amores-en-un-grano de los millones de la arena combinaban aquéllos, según informaban las flechas del ma­pa, en un solo ímpetu. Pero las flechas de tinta los hacían retroceder; dos torres agostadas, húmedas de pasión, temblaban de terror a la vista de su primera cópula y dos sombras pá­lidas arrollaron la Tierra.

Beth Rib y Reuben escalaron la colina que proyectaba un ojo de piedra sobre el valle des­guarnecido; corrieron colina abajo cogidos de la mano, cantando mientras lo hacían, y de­jaron sus botitas en la hierba húmeda del pri­mero de los veinte campos. En el valle había un espíritu que campearía cuando todas las colinas y árboles, todas las rocas y arroyos hu­bieran quedado enterrados bajo la muerte del Occidente. Y allí se alzaba el primer campo, donde el loco Jarvis, cien años atrás, había derramado su simiente en la entraña de una muchacha calva que había vagado desde su lejano país y yacido con él en los ayes del amor.

Y el cuarto campo, un lugar de maravillas, donde los muertos pueden retorcer las piernas de todos los borrachos desde sus tumbas mar­chitas y los ángeles caídos guerrean por sobre las aguas de los ríos. Plantado en el suelo del valle a una profundidad mayor de la que las ciegas raíces pudieran abrir tras sus compa­ñeras, el espíritu del cuarto campo emergía de las tinieblas arrancando lo profundo y tenebroso de los corazones de todos los que bollan el valle a una treintena de kilómetros o más de las lindes del condado montañoso.

En el campo décimo y central, Beth Rib y Reuben llamaron a la puerta de los cortijos para preguntar por el enclave de la primera isla rodeada de colinas amantes. Llamaron a la puerta trasera y les espetaron un reproche fantasmal.

Descalzos y cogidos de la mano corrieron por los diez campos restantes hasta la orilla del Idris, donde el viento olía a algas marinas y el espíritu del valle estaba engarzado con la lluvia del mar. Pero llegó la noche, mano so­bre muslo, y las figuraciones de las dilatacio­nes sucesivas del río por entonces anieblado arrojó a su lado una nueva forma. Una forma isleña, amurallada de obscuridad, a un kilómetro río arriba. Furtivamente, Beth Rib y Reuben caminaron de puntillas hasta el agua murmurante. Vieron que la forma crecía, desenlaza­ron sus dedos, se quitaron las ropas estivales y, desnudos, se precipitaron al río.

–Río arriba, río arriba –susurró ella.
–Río arriba –dijo él.

Flotaron río abajo cuando una corriente tiró con fuerzas de sus piernas, pero salvaron ésta y nadaron hacia la isla todavía en creci­miento. Brotó el barro del lecho del río y libó de los pies de Beth.

–Río abajo, río abajo –dijo ella y ambos forcejearon con el barro.

Reuben, rodeado de algas, luchó con las cabezas grises que pugnaban con sus manos y siguió a la muchacha hasta la orilla del valle de altura.

Sin embargo, mientras Beth seguía nadan­do, el agua le hizo cosquillas; el agua le presionaba su costado.

–Amor mío –exclamó Reuben, excitado por el cosquilleo de las aguas y las manos de las algas.

Y, al detenerse desnudos en el campo vigé­simo, susurró ella:

–Amor mío.

Al principio, el miedo les hizo retroceder. Mojados como estaban, tiraron de las ropas hacia sí.

–Al otro lado de los campos –dijo ella.

Al otro lado de los campos, en la dirección de las colinas y la morada de montaña de Sam Rib, los niños corrieron como torres agosta­das, abandonado su lazo, aturdidos por el ba­rro y sufriendo el sonrojo producido por el primer cosquilleo del agua de la isla neblinosa.

–Aquí viven –dijo Sam Rib– las prime­ras bestias del amor.

Los niños escuchaban en el frescor de la mañana siguiente, demasia­do asustados para rozarse las manos. Volvió a señalar la combada colina que daba a la isla e indicó el curso de los canales delineados que casaban barro con barro, verde marino con un verde más profundo y todas las montañas del amor y las islas en un solo territorio.

–He aquí los consortes vegetales, los consortes ver­des, los granos –dijo Sam Rib– y las aguas divisorias que emparejan y se emparejan. El Sol con la hierba y la lozanía, la arena con el agua y el agua con la hierba perenne empare­jan y se emparejan para gestación y fomento del globo.

Sam Rib se había casado con una mujer verde, al igual que el tío abuelo Jarvis lo había hecho con su muchacha calva; se ha­bía casado con una acuosidad femenina para gestación y fomento de los niños que se rubo­rizaban junto a él. Observó cómo las tierras pantanosas estaban tan cerca de la primera bestia que doblara la espalda, una colina el orbe de las bestias dobladas de abajo tan alta como la colina del tío abuelo que la noche pasada había enarcado el entrecejo y envuelto en cuescos. La colina del tío abuelo había he­rido los pies de los niños, pues los cebos y las botitas se habían perdido para siempre en­tre las matas del primer campo.

Al pensar en la colina, Beth Rib y Reuben se quedaron quietos. Oyeron decir a Sam que la colina de la primera isla era de descenso tan suave como la lana, tan lisa como el hielo para deslizarse. Recordaron el dócil descenso de la noche anterior.

–Colina mansa –dijo Sam Rib–, de subi­da trabajosa.

Lindando con la colina de los adolescentes había una blanca carretera de piedra y hielo señalada por los pies deslizantes o el trineo de los niños que bajaran; otra carretera, al pie, ascendía en un reguero de san­gre y piedra roja señalado por las huellas va­cilantes de los niños que subieran. El descenso era suave como lana. Un fallo en la primera isla y la colina ascendente se rodearía de una punzante masa de cuescos.

Beth Rib y Reuben, que nunca olvidarían los encorvados peñascos y los pedernales entre la hierba, se miraron por primera vez en aquel día. Sam Rib le había hecho a ella y lo moldearía a él, haría y moldearía al muchacho y a la joven conjuntamente hasta conformar un escalador doble que suspirase por la isla y se fundiera allí en un esfuerzo singular. Volvió a hablarles del barro, pero no quiso que se asustaran. Y que las grises cabezas de las algas estaban rotas y que nunca volverían a hinchar­se en las manos del nadador. El día del ascenso había transcurrido; restaba el primer descen­so, colina en el mapa del amor, dos ramas de hueso y olivo en las manos infantiles.

Los pródigos sintéticos volvieron aquella noche a la estancia de la colina, a través de grutas y cámaras que corrían hasta el techo, distinguiendo el techo de estrellas y con la feli­cidad en sus manos cerradas. Ante ellos estaba el valle roturado y el pasto de los veinte cam­pos nutría al ganado; el ganado de la noche se rebullía junto a las cercas o saltaba a las cáli­das aguas del Idris. Beth Rib y Reuben corrie­ron colina abajo, aún bajo sus pies la ternura de las piedras; acelerando la marcha, descendieron el ijar de Jarvis, el viento en el cabello, azotando sus aletas palpitantes aromas mari­nos que soplaban del norte y del sur, donde no había ningún mar; y, reduciendo la veloci­dad, llegaron al primer campo y la linde del valle para encontrar sus botines venustamente dispuestos en un lugar hollado por alguna pe­zuña, en la hierba.

Se calzaron las botitas y corrieron por en­tre las hojas que caían.

–He aquí el primer campo –dijo Beth Rib a Reuben.

Los niños se detuvieron, la noche iluminada por la Luna siguiendo su curso, una voz surgiendo al filo de la obscuridad.

Dijo la voz:

–Vosotros sois los niños del amor.
–Y tú, ¿dónde estás?
–Soy Jarvis.
–¿Y quién eres?
–Aquí, queridos míos, aquí en la cerca, con una mujer sabia.

Pero los niños se alejaron corriendo de la voz que surgía del cercado.

–Aquí, en el segundo campo.

Se detuvieron para recuperar el aliento y una comadreja, produciendo su ruidito, pasó corriendo por sus pies.

–Cógete más fuerte.
–Yo te cogeré más fuerte.

Dijo una voz:

–Sujetaos más fuerte, niños del amor.
–¿Dónde estás?
–Soy Jarvis.
–¿Quién eres?
–Estoy aquí, aquí, yaciendo con una vir­gen de Dolgelley.

En el tercer campo, el hombre que corres­pondía a Jarvis penetraba a una muchacha verde y, mientras les llamaba niños del amor, penetraba al espectro de la joven y el aroma de suero de mantequilla de su aliento. Penetra­ba a una tullida en el cuarto campo, pues la torsión de los miembros femeninos prolonga­ban el amor, y maldijo a los niños indiscretos que le habían sorprendido con una amante de miembros tiesos en el quinto campo, delimitan­do las divisiones.

Una muchacha de la Cuenca del Tigre sujetaba con fuerza a Jarvis, y sus labios forma­ban sobre el cuello del hombre un corazón rojo y partido; allí estaba el campo sexto y rizado por los temporales, donde, apartándose del peso de las manos femeninas, vio el hom­bre la inocencia de ambos, dos flores que sa­cudían la oreja de un cerdo.

–Rosa mía –dijo Jarvis, pero el séptimo amor perfumaba sus manos, sus manos pulsadoras que sostenían el cancro de Glamorgan bajo la octava cerca. Del Corazón del Monas­terio de Bethel, una mujer santa le sirvió por novena vez.

Y los niños, en el campo central, gritaron mientras diez voces subían, subían, bajaban de los diez espacios de la medianoche y el mundo cercado.

Era noche cerrada cuando respondieron, cuando los gritos de una voz respondieron compasivamente a la pregunta a dos voces que trinó en las rayas del aire que subía, subía y bajaba.

–Nosotros –dijeron– somos Jarvis, Jarvis bajo la cerca, en los brazos de una mujer, una mujer verde, una mujer calva como tejón, sobre una pata de paloma.

Contaron el número de sus amores ante los oídos de los niños. Beth Rib y Reuben oyeron los diez oráculos y se rindieron con timidez. Más allá de los campos restantes, entre los susurros de las diez últimas amantes, ante la voz del avejentado Jarvis, grisáceo su pelo en las últimas sombras, se precipitaron al Idris. La isla relucía, el agua parloteaba, había un ademán de miembros en cada caricia del vien­to que mellaba el río sereno. El se quitó las ropas estivales y ella dispuso los brazos como un cisne. El muchacho desnudo estaba a su espalda; y ella se volvió y lo vio zambullirse en los escarceos de su aguja. Tras ellos, mo­rían las voces de los padres de ella.

–Río arriba –exclamó Beth–, río arriba.
–Río arriba –replicó él.

Sólo las cálidas aguas cartografiadas co­rrieron aquella noche sobre las playas de la isla de las primeras bestias, blanca bajo la Luna nueva.



1937



en El visitante y otros relatos, 1981
















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