Ahora la teníamos allí, abandonada en un rincón de la
casa. Alguien nos dijo, antes de que trajéramos sus cosas —su ropa olorosa a
madera reciente, sus zapatos sin peso para el barro— que no podía acostumbrarse
a aquella vida lenta, sin sabores dulces, sin otro atractivo que esa dura
soledad de cal y canto, siempre apretada a sus espaldas. Alguien nos dijo —y
había pasado mucho tiempo antes de que lo recordáramos— que ella también había
tenido una infancia. Quizás no lo creímos, entonces. Pero ahora, viéndola
sentada en el rincón, con los ojos asombrados, y un dedo puesto sobre los
labios, tal vez aceptábamos que una vez tuvo una infancia, que alguna vez tuvo
el tacto sensible a la frescura anticipada de la lluvia, y que soportó siempre
de perfil a su cuerpo, una sombra inesperada.
Todo eso —y mucho más— lo habíamos creído aquella tarde
en que nos dimos cuenta de que, por encima de su submundo tremendo, era
completamente humana. Lo supimos, cuando de pronto, como si adentro se hubiera
roto un cristal, empezó a dar gritos angustiados; empezó a llamarnos a cada uno
por su nombre, hablando entre lágrimas hasta cuando nos sentamos junto a ella, nos
pusimos a cantar y a batir palmas, como si nuestra gritería pudiera soldar los
cristales esparcidos. Sólo entonces pudimos creer que alguna vez tuvo una infancia.
Fue como si sus gritos se parecieran en algo a una revelación; como si tuvieran
mucho de árbol recordado y río profundo, cuando se incorporó, se inclinó un
poco hacia adelante, y todavía sin cubrirse la cara con el delantal, todavía
sin sonarse la nariz y todavía con lágrimas, nos dijo: «No volveré a sonreír».
Salimos al patio, los tres, sin hablar, acaso creíamos
llevar pensamientos comunes. Tal vez pensamos que no sería lo mejor encender
las luces de la casa. Ella deseaba estar sola —quizás—, sentada en el rincón
sombrío, tejiéndose la trenza final, que parecía ser lo único que sobreviviría
de su tránsito hacia la bestia.
Afuera, en el patio, sumergidos en el profundo vaho de
los insectos, nos sentamos a pensar en ella. Lo habíamos hecho otras veces.
Podíamos haber dicho que estábamos haciendo lo que habíamos hecho todos los
días de nuestras vidas.
Sin embargo, aquella noche era distinto; ella había
dicho que no volvería a sonreír, y nosotros que tanto la conocíamos, teníamos
la certidumbre de que la pesadilla se había vuelto verdad. Sentados en un
triángulo la imaginábamos allá adentro, abstracta, incapacitada, hasta para escuchar
los innumerables relojes que medían el ritmo, marcado y minucioso, en que se
iba convirtiendo en polvo: «Si por lo menos tuviéramos valor para desear su
muerte», pensábamos a coro.
Pero la queríamos así, fea y glacial como una mezquina
contribución a nuestros ocultos defectos.
Éramos adultos desde antes, desde mucho tiempo atrás.
Ella era, sin embargo, la mayor de la casa. Esa misma noche habría podido estar
allí, sentada con nosotros, sintiendo el templado pulso de las estrellas,
rodeada de hijos sanos. Habría sido la señora respetable de la casa si hubiera
sido la esposa de un buen burgués o concubina de un hombre puntual. Pero se
acostumbró a vivir en una sola dimensión, como la línea recta, acaso porque sus
vicios o sus virtudes no pudieran conocerse de perfil. Desde varios años atrás
ya lo sabíamos todo. Ni siquiera nos sorprendimos una mañana, después de levantados,
cuando la encontramos boca abajo en el patio, mordiendo la tierra en una dura
actitud estática. Entonces sonrió, volvió a mirarnos, que había caído desde la
ventana del segundo piso hasta la dura arcilla del patio y había quedado allí,
tiesa y concreta, de bruces al barro húmedo. Pero después supimos que lo único
que conservaba intacto era el miedo a las distancias, el natural espanto frente
al vacío. La levantamos por los hombros. No estaba dura como nos pareció al
principio. Al contrario, tenía los órganos sueltos, desasidos de la voluntad,
como un muerto tibio que no hubiera empezado a endurecerse.
Tenía los ojos abiertos, sucia la boca de esa tierra
que debía saberle ya a sedimento sepulcral, cuando la pusimos de cara al sol y
fue como si la hubiéramos puesto frente a un espejo. Nos miró a todos con una
apagada expresión sin sexo, que nos dio —teniéndola ya entre mis brazos— la
medida de su ausencia. Alguien nos dijo que estaba muerta; y se quedó después sonriendo
con esa sonrisa fría y quieta que tenía durante las noches cuando transitaba
despierta por la casa. Dijo que no sabía cómo llegó hasta el patio. Dijo que
había sentido mucho calor, que estuvo oyendo un grillo penetrante, agudo, que
parecía (así lo dijo) dispuesto a tumbar la pared de su cuarto, y que ella se
había puesto a recordar las oraciones del domingo, con la mejilla apretada al
piso de cemento.
Sabíamos, sin embargo, que no podía recordar ninguna
oración, como supimos después que había perdido la noción del tiempo cuando
dijo que se había dormido sosteniendo por dentro la pared que el grillo estaba
empujando desde afuera, y que estaba completamente dormida cuando alguien
cogiéndola por los hombros, apartó la pared y la puso a ella de cara al sol.
Aquella noche sabíamos, sentados en el patio, que no
volvería a sonreír. Quizá nos dolió anticipadamente su seriedad inexpresiva, su
oscuro y voluntarioso vivir arrinconado. Nos dolía hondamente, como nos dolía
el día que la vimos sentarse en el rincón adonde ahora estaba; y le oímos decir
que no volvería a deambular por la casa. Al principio no pudimos creerle. La
habíamos visto durante meses enteros transitando por los cuartos a cualquier
hora, con la cabeza dura y los hombros caídos, sin detenerse, sin fatigarse
nunca. De noche oíamos su rumor corporal, denso, moviéndose entre dos
oscuridades, y quizás nos quedamos muchas veces, despiertos en la cama, oyendo
su sigiloso andar, siguiéndola con el oído por toda la casa. Una vez nos dijo
que había visto el grillo dentro de la luna del espejo, hundido, sumergido en
la sólida transparencia y que había atravesado la superficie de cristal para alcanzarlo.
No supimos, en realidad, lo que quería decirnos, pero todos pudimos comprobar
que tenía la ropa mojada, pegada al cuerpo, como si acabara de salir de un
estanque. Sin pretender explicarnos el fenómeno resolvimos acabar con los
insectos de la casa; destruir los objetos que la obsesionaban. Hicimos limpiar
las paredes, ordenamos cortar los arbustos del patio, y fue como si hubiéramos
limpiado de pequeñas basuras el silencio de la noche. Pero ya no la oíamos
caminar, ni la oíamos hablar de grillos, hasta el día en que, después de la
última comida, se quedó mirándonos, se sentó en el suelo de cemento todavía sin
dejar de mirarnos, y nos dijo: «Me quedaré aquí, sentada»; y nos estremecimos,
porque pudimos ver que había empezado a parecerse a algo que era ya casi
completamente como la muerte.
De eso hacía ya mucho tiempo y hasta nos habíamos
acostumbrado a verla allí, sentada, con la trenza siempre a medio tejer, como
si se hubiera disuelto en su soledad y hubiera perdido, aunque se le estuviera
viendo, la facultad natural de estar presente. Por eso ahora sabíamos que no
volvería a sonreír; porque lo había dicho en la misma forma convencida y segura
en que una vez nos dijo que no volvería a caminar. Era como si tuviéramos la
certidumbre de que más tarde nos diría: «No volveré a ver» o quizá: «No volveré
a oír» y supiéramos que era lo suficientemente humana para ir eliminando a
voluntad sus funciones vitales, y que, espontáneamente, se iría acabando
sentido a sentido, hasta el día en que la encontráramos recostada a la pared,
como si se hubiera dormido por primera vez en su vida. Quizás faltaba mucho
tiempo para eso, pero los tres, sentados en el patio, habríamos deseado aquella
noche sentir su llanto afilado y repentino, de cristal roto, al menos para
hacernos la ilusión de que habría nacido un (una) niña dentro de la casa. Para
creer que había nacido nueva.
en Ojos de perro azul, 1950
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