Esto es lo que mató
a Dylan Thomas.
Subo al avión con
mi novia, el técnico de sonido, el cámara y el productor. La cámara está
funcionando. El técnico de sonido nos ha colocado unos pequeños micrófonos a mi
novia y a mí. Voy camino a San Francisco para dar una lectura poética. Soy
Henry Chinaski, poeta. Soy profundo, soy magnífico. Cojones. Bueno, sí, tengo
unos magníficos cojones.
El canal 15 quiere
hacer un documental sobre mí. Llevo puesta una camisa nueva y limpia, y mi
novia es vibrante, maravillosa, con sus treinta y pocos años. Ella esculpe,
escribe y hace maravillosamente el amor. La cámara está encima mío, pegada a mi
cara. Yo hago como si no estuviese. Los pasajeros miran. Las azafatas
deslumbran, la tierra les ha sido robada a los indios, Tom Mix está muerto, y
yo me he tomado un buen desayuno.
Pero no puedo dejar
de pensar en los años de habitaciones solitarias, cuando las únicas personas
que llamaban a mi puerta eran las caseras pidiendo el alquiler atrasado, o el FBI.
Yo vivía con ratas y ratones y vino, y mi sangre se derramaba por las paredes
en un mundo que no podía entender ni todavía puedo. Más que vivir, me moría de
hambre; corría enloquecido entre mis propios pensamientos y me escondía.
Cerraba todas las persianas y miraba fijamente al techo. Cuando salía, era para
irme a algún bar, donde mendigaba algún trago, hacía recados y era golpeado en
callejones por hombres seguros y bien alimentados. Bueno, gané algunas peleas,
pero sólo porque estaba frenético. Pasé años sin mujeres, vivía de mantequilla
de cacahuete y robaba pan y patatas cocidas. Era el imbécil, el bobo, el
idiota. Quería escribir, pero la máquina estaba siempre jodida. Me rendía y
bebía...
El avión despegó y
la cámara seguía filmando. Mi novia y yo hablábamos. Llegaron las bebidas. Yo
tenía la poesía, y una magnífica mujer. La vida estaba recuperándose. Pero las
trampas, Chinaski, ten cuidado con las trampas. Luchaste por largo tiempo para
poder tumbar al mundo del modo que deseabas. No dejes que una pequeña adulación
o una cámara de cine te saquen de tu posición. Recuerda lo que dijo Jeffers:
incluso los hombres más fuertes pueden caer atrapados, como Dios cuando pasó
por la tierra.
Bueno, tú no eres
Dios, Chinaski, relájate y toma otro trago. ¿Deberías quizá decir algo profundo
para el técnico de sonido? No, déjale sudar. Déjales sudar a todos. Es su
jodida película. Trata de adivinar el tamaño de las nubes. Estás volando con
ejecutivos de IBM, de Texaco, de... Estás volando con el enemigo.
Al bajar del avión,
en la escalerilla, un hombre me pregunta:
—¿Qué ocurre con
todas esas cámaras? ¿Qué es lo que pasa?
—Soy un poeta —le
digo.
—¿Un poeta?
—pregunta él—. ¿Cómo se llama usted?
—García Lorca
—digo...
Bien, North Beach
es diferente. Son jóvenes y llevan pantalones vaqueros y andan dando vueltas
por ahí. Estoy viejo. ¿Dónde están los jóvenes de hace veinte años? ¿Dónde está
Joe, el tarambana? Bueno, estuve en San Francisco hace treinta años y evité
pasar por North Beach. Ahora estoy paseando por ella. Veo mi cara en carteles
por todas partes. Ten cuidado, viejo, la chupada ha comenzado. Quieren sacarte
la sangre.
Mi novia y yo
paseamos con Marionetti. Muy bien, aquí estamos, paseando con Marionetti. Es
agradable estar con Marionetti, tiene unos ojos amables y las jovencitas le
paran por la calle y hablan con él. Ahora, pienso, me podría quedar en San
Francisco... pero no. Lo mejor es volver a L. A. con la ametralladora montada
en la ventana delantera. Puede que atraparan a Dios, pero Chinaski va prevenido
por el diablo. No les será fácil...
Marionetti se va y
ahí hay un café beatnik. Nunca he estado en un café beatnik. Ahora estoy en un
café beatnik. Mi chica y yo pedimos del mejor —60 centavos la taza—. Gran rato.
No vale los sesenta centavos. Los chicos se sientan a las mesas, mirando
fijamente sus cafés y esperando a que ocurra. No va a ocurrir.
Cruzamos la calle
hacia un café italiano. Marionetti está de vuelta con el tío del S.F. Chronicle
que dijo en su columna que yo era el mejor escritor de relatos que había
aparecido desde Hemingway. Le dije que estaba equivocado; no sé cuál será el
mejor desde que la palmó Hemingway, pero no es Henry Chinaski. Soy demasiado
descuidado. No pongo suficiente esfuerzo. Estoy cansado.
Llega el vino. Mal
vino. La señora trae sopa, ensalada y una fuente de raviolis. Otra botella de
vino malo. Estamos demasiado llenos para comernos la monstruosa fuente. La
conversación es floja. No tratamos de ser brillantes. Tal vez no podamos.
Salimos fuera.
Camino detrás de
ellos, subiendo la
colina. Camino con mi hermosa novia. Empiezo a vomitar. Vino
tinto malo. Ensalada. Sopa. Raviolis. Siempre vomito antes de dar una lectura.
Es una buena señal. El borde está afilado. El cuchillo está en mi estómago
mientras subo la colina.
Nos meten en una
habitación, nos dejan algunas botellas de cerveza. Ojeo por encima mis poemas.
Estoy aterrado. Vomito en el lavabo, vomito en el retrete, vomito sobre el
suelo. Ya estoy listo.
El mayor lleno
desde Yevtushenko... Salgo al escenario. Mierda caliente. Chinaski mierda caliente.
Hay una neverita detrás llena de cervezas. La abro y saco una. Me siento y
empiezo a leer. Han pagado dos dólares por cabeza. Buena gente, ésta. Algunos
me son hostiles desde el principio. Un tercio del público me odia, un tercio me
adora, y el otro tercio no sabe qué coño hacer. Tengo algunos poemas que sé que
van a aumentar el odio. Es bueno sentir hostilidad, mantiene la cabeza
despejada.
—¿Quiere levantarse
Laura Day, por favor? ¿Quiere mi amor ponerse de pie?
Ella lo hace,
agitando los brazos. Alguna gente aplaude.
Comienzo a
interesarme más en la cerveza que en la poesía. Hablo entre
los poemas, palabras secas y banales, mediocres. Soy H. Bogart. Soy Hemingway.
Soy mierda caliente.
—¡Lee los poemas,
Chinaski! —gritan ellos.
Tienen razón,
claro. Trato de dedicarme de lleno a los poemas. Pero me paso gran parte del
tiempo abriendo la puerta de la
nevera. Hace el trabajo más fácil, y ellos han pagado ya. Me
han dicho que una vez John Cage salió al escenario, se comió una manzana, se
fue, y ganó mil dólares. Supuse que a mí todavía me faltaban unas cuantas
cervezas.
Bueno, acabó.
Vinieron a mi alrededor. Autógrafos. Habían venido desde Oregon, L. A.,
Washington. Había también jovencitas hermosas y encantadoras. Esto es lo que
mató a Dylan Thomas.
Vuelvo a subir las
escaleras hacia nuestra habitación, bebiendo cerveza y hablando con Laura y Joe
Krysiak. La gente golpea la puerta allá abajo. «¡Chinaski! ¡Chinaski!». Joe
baja a contenerlos. Soy una estrella de rock. Finalmente bajo y dejo entrar a
unos cuantos. Conozco a algunos de ellos. Poetas muertos de hambre. Editores de
pequeñas revistas. Se cuelan unos que no conozco. Está bien, está bien.
—¡Cerrad la puerta!
Bebemos. Bebemos.
Bebemos. Es sólo otra fangosa borrachera de cerveza. Entonces el editor de una
pequeña revista empieza a pegarse con un crítico. No me gusta. Trato de
separarlos. Una ventana se rompe. Los echo por las escaleras. Echo a todo el
mundo por las escaleras, excepto a Laura. La fiesta ha terminado. Bueno,
no del todo. Laura y yo estamos en ella. Mi amor y yo estamos dentro. Ella está
cabreada, tengo una tormenta que capear. Me grita. Por nada, como siempre. Le
digo que se vaya al infierno. Lo hace.
Me despierto horas
más tarde y ella está de pie en medio de la habitación. Me
levanto de la cama y me dispongo a besarla. Se me echa encima.
—¡Te mataré, hijo
de puta!
Estoy bebido. Ella
está encima mío en el suelo de la
cocina. Mi cara está sangrando. Me muerde y me hace un
agujero en el brazo. No quiero morir. ¡No quiero morir! ¡Que la pasión sea
condenada! Corro dentro de la cocina y me vierto media botella de yodo sobre el
brazo. Ella está echando fuera de su maleta mis calzoncillos y camisas,
cogiendo su billete de avión. Otra vez se va por su camino. Hemos acabado para
siempre otra vez. Vuelvo a la cama y escucho sus tacones bajando la colina.
En el avión de
regreso la cámara está funcionando. Estos tíos del canal 15 quieren sacar mi
vida hasta las tripas. Zooms hacia el agujero de mi brazo. Tengo dos profundos
arañazos en la mano. Y
por toda la cara.
—Caballeros —digo—.
No hay manera de hacer nada con las mujeres. No hay forma.
Todos mueven la
cabeza en señal de asentimiento. El técnico de sonido asiente, el cámara
asiente, el productor asiente. Algunos de los pasajeros asienten. Yo bebo duro
todo el viaje, saboreando mi pena, como se dice. ¿Qué puede hacer un poeta sin
dolor? Lo necesita tanto como a la máquina de escribir.
Por supuesto, al
llegar me paro en el bar del aeropuerto. Lo hubiera hecho de cualquier modo. La
cámara me sigue. Los tíos del bar miran, cogen sus bebidas y hablan de lo
imposible que es hacer nada con las mujeres.
Mis honorarios por
la lectura son de 400 dólares.
—¿Para qué está esa
cámara? —me pregunta el tío de al lado.
—Soy un poeta —le
digo.
—¿Un poeta?
—pregunta él—. ¿Cómo te llamas?
—Dylan Thomas
—contesto.
Cojo mi bebida, la
vacío de un trago y miro fijamente al frente. Estoy en mi camino.
en Se busca una mujer, 1987
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