A
quien me rió en París, la primera vez en la bibliotek;
la
segunda...
Camarones fritos
vietnamitas en Chez You... llamada a Limoges... simpática conversación con Yves
Chaissemartin... pesadillesca noche, ¿infligida? en la plaza donde decapitaron
a mas de 1300 en una semana, ¿Los 1300 novios de Eugenio Delmonte?... conversar
en el chat con Carl para saber que los más, más hippies... ya no son tanto...
se han dejado seducir por la tecnología, los autos con aire acondicionado, los viajes
por el mundo... hablar sobre cocaína y otras drogas con Gardette, y en la
posibilidad de ver la obra de Teillier traducida, editada y publicada en
francés... recibir en la espalda aterida un daño y odio que atraviesa...
extrañar sobre todo, extrañar la imposibilidad de comunicación no como
evidencia o imposibilidad sino como realidad subterránea y silenciosa en largas
noches de abandono... abandonarse en calles iluminadas por fuegos nucleares e
impuestos inmigrantes... comer quesos varios... celebrar el año nuevo durante
meses... temblar de pena, de incapacidad, de debilidad, de miedo inexpresable,
sentir el suelo como arena movediza frente a personas tan gentes, tan duras,
tan como fierros, tan como calles... vivir el invierno helado de nieve sabiendo
que cualquier aventura es esta desvencijada aventura... encontrar amigos que
simplemente atienden un extremo de la cuerda de la amistad, no comprender cómo
pueden contenerse al mismo tiempo tanta belleza y tanto dolor en un segundo, no
salir ni comunicarse... códigos manidos, fantasías soñadas por otros mucho
antes de que Marco Aurelio, Murena y Nerón estuvieran enfrentados... viejos
reyes africanos, experimentos musicales vanguardistas, manifiestos, extrañar el
contacto de cuerpos vivos... estar imposiblemente cansado de la vida, no
alcanzar a escribir lo que quiero y siento que necesito escribir, ser consciente
de la acuciosidad e infinitud del trabajo que he empezado, acometer de manera
diletante cualquier trabajo como si armar la muralla no fuera una urgencia sino
simplemente lo último y único que queda por hacer, la muralla, los valles
desérticos de libros, el universo como biblioteca, la conjunción de palabras
como destino imborrable o condena ineluctable, las ensoñaciones de Dedalus
(Estifen) y de Asterión, los personajes convertidos en escritores y los
escritores en personajes y el alimento vital de la letra tan libre, tan lindo,
tan lejano y tan indigerible, tenderme
en la cama infinitos segundos a esperar la muerte o la caída una y otra vez
lenta, en sueños con escaleras, en arritmias, taquicardias, golpes como del
odio a mí mismo que me asalta hambriento, dejarme permear por un clima
deprimido de fiestas sin razón y de celebraciones sin sentido otro que la
celebración del sí mismo, extrañar los brazos de chenrezig y querer gritar que
están ahí, siempre ahí... las banderillas de cinco colores flameantes sobre el
calefactor siempre encendido, llaves del buzón personal, espera de cartas
colectivas.
Toca, pues,
escribir esta historia que me sucedió en París entre el primer día y la primera
noche del año lunar de la Liebre de Metal Blanco, celebración importantísima
que marca la migración humana más grande del mundo, cuando en oriente millones
de personas viajan a visitar a sus deudos y en París, donde está la segunda
“villa china” más grande de Europa -muy probablemente la comunidad asiática más
heterogénea de etnias del extremo oriente, sobre todo del sudeste asiático, con
gran preeminencia de vietnamitas, laosianos, taiwaneses, tailandeses y chinos
de todas las provincias del gran imperio- me dediqué a pasear y no paré en
recorridos hasta muy pasado el día siguiente.
Todo empezó un
sábado de tarde-noche cuando visité a unos amigos recién llegados de Venezia,
bebimos vinos y escuchamos música chilena con nostalgia de cordillera como sólo
pueden conocer los que han vivido en la isla de Chile, y desperté el día de año
nuevo decidido a atacar la boca seca de resaca alcohólica con más vino,
cerveza, aceitunas, jamón serrano, más música chilena, conversación y despedidas,
para encontrarme después ya con ínfulas de poderes transalcohólicos en el metro
olimpiades con una variopinta procesión de chilenos, colombianos, taiwanesas,
parisinas, escoceses, y marchando entre edificios industriales encontrar el
carnaval de dragones, tambores, linternas, petardos, chinería infinita
inundando la calle en todas las direcciones del horizonte, fiesta de rojos
amarillos verdes azules, negros blancos brillantes todos, rondas de fotógrafos,
niños, curiosos, caminar hundiéndome en ese mar humano hasta perderme el
alcohol remontando mi cabeza ebria de fiesta y colores, perderme y encontrarme
sólo sentado en una puerta de un centro comercial en plaza de italia enviando
infinitos mensajes de texto para quedar de acuerdo de reencontrarme en un restaurante
taiwanés con la comitiva que había empezado el tránsito de fiesta lunar. Lleno
el lugar, apenas pude comer algo, beber cerveza más bien, para continuar
inmediatamente la fiesta interminable ahora en espera de explosiones de árboles
de petardos al pie de un escenario animado por tambores, campanas, bailarinas
exóticas, empezar a notar los trajes típicos, los bailes regionales, los
infinitos fotógrafos, el carnaval ahora marchando en sentido contrario,
devolviéndose sobre sí mismo formando una espiral mágica que ofrecía comida,
oro, incienso, regalos auspiciosos, y a su vez recibía fotografías, aplausos,
vítores, vivas, gritos en todos los idiomas posibles e imposibles que se daban
cita en esta reyerta de alegría, de vigor nuevo. Decidimos volver, ya caía la
tarde, me fui conversando en francés con un escocés de glasgow que vive en parís
hace un par de años sin mucho sentimentalismo de su fría tierra de origen,
hablamos de whiskies single malt que es uno de mis temas favoritos para
conversar con la gente de la gran bretaña, de estudios posibles en parís, de la
dificultad de la lengua francesa que a pesar de todo, se deja querer con el
tiempo, de costumbres francesas, de mujeres, de perfumes que llenaban el metro
hasta que llegué a belleville, otra villa, otro barrio con amplia presencia
oriental, para encontrarme con otra amiga, chilena que vive en la ciudad luz
hace algunos años, la amiga en cuestión llegó cabalgando una bicicleta pública,
algo atrasada, venía de pasear por madrid, caminamos, conversamos, encontramos
un grupo de brasileros que resultaron conocidos, venían de jugar al fútbol, un
acto patriótico para los brasileros en cualquier lugar del mundo, nos
recomendaron un vietnamita para comer, “chez you”, comimos camarones apanados,
curry de pescado, cerveza de arroz, terminamos fumando cigarrillos pueblo en la
esquina de la rue y el boulevar belleville en un lugar llamado aux follies
donde unos franceses se mostraron conversadores y amables, por supuesto, eran
turistas en la ciudad, el mozo del lugar, parisino, era un pelmazo, pero de
todas maneras nos vendió un litro de cereza dulce, fuerte, de abadía, a cada
uno, con lo que completé mi cuota alcohólica de la semana, cayendo en picada a
una de esas borracheras autómatas, era tarde, estaba lejos de mi hogar en
banlieu, podía alcanzar un bus nocturno pero tendría que caminar bastante, a
tropezones logré tomar el metro hasta la plaza de la nation, donde me sacaron
de la estación con perros pero sin rabia, acostumbrados los guardias a los borrachos
internacionales, eran cerca de las dos de la mañana cuando salí a la escalera
del metro, la reja de la estación se cerró a mi espalda, caí rendido de
borrachera, feliz de año nuevo, de conversaciones sobre linajes, familias,
proyectos, pasados compartidos, viejos profesores, puntos de vista respecto a
la vida, planes de fiestas y reencuentros, confesiones amistosas que se hacen
gracias a la distancia geográfica. Desperté aterido, la espalda dura de frío
sobre la muralla embaldosada, el hombro contra la reja, salí para descubrir
dónde estaba, la luz nuclear iluminaba la plaza pero no había nadie, por
primera vez me sentí sólo en esta europa sobrepoblada, llegué al medio de la
plaza, pasó algún auto, caminé la rotonda
intentando reconocer las calles, buscando los letreros con los nombres, algún
mapa turístico, nada, ensayé una dirección, encontré la calle cerrada, oriné
largamente en una muralla llena de grafittis, volví sobre mis pasos, descubrí
anotaciones históricas que contaban que en esa plaza habían sido guillotinados
más de mil trescientas cabezas. Por primera vez giré en redondo sobre mí mismo
sin encontrar a nadie a mi alrededor. Borracho, por supuesto, me conté
historias, me prometí volver, esperé hasta que abrió el metro y volví a mi
departamento, un largo viaje de tren y de dolores en el cuerpo maltratado por
la noche, por el nuevo año. Dormí hasta el día siguiente queriendo dormir hasta
siempre.
Comprendí durante
el viaje varias cosas que no tienen mucha importancia pero sí importan: primero,
y es este el que fuera mi propósito de año nuevo: en mi familia, mi padre,
desautorizado por mi madre en su afán de resolver un edipo complicado, nunca
representó un modelo completo y autoritario de masculinidad, eso ya... vale.
Entonces es deber querer a ese padre. Después, y esto sí es más novelesco: las
grandes novelas orientales, pienso sobre todo en Viaje al oriente y en
la Epopeya de Gésar de Ling, cuentan linajes mitológicos de personas muy
probablemente reales, verdaderas familias y reinos perdidos en tiempos míticos,
¿qué tiempo del antiguo oriente no es un tiempo mítico? Entonces y ahora,
quiero siempre tener esas historias cuando desvelado...
2012
Fotografía: Brassai
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