La política contingente es algo en lo que El Mercurio no se da tregua. Cuenta para ello con un personal entrenado en las esferas de gobierno, que se acoge a un retiro activo, a un productivo anonimato cuando así lo disponen los negocios de la familia. La estrategia —negociar en las mejores condiciones— es inmutable como el nombre y apellido de quien la personifica de generación en generación: Agustín Edwards, siempre uno y el mismo. Pero de acuerdo a la táctica, la historia obliga a las variaciones. No es lo mismo lanzar un regimiento propio, en 1891, acusando de presidencialismo a un régimen liberal, que salvar a la banca del marxismo en beneficio de un régimen fuerte, personal, que impone por la fuerza una economía de libre mercado. También será distinto enterrar a la democracia vigilada, con cara de circunstancia y de complicidad democrática, con los auspiciadores de esa ceremonia, pero, vale. Ninguna de estas transformaciones ha requerido de El Mercurio un gran esfuerzo filosófico, aunque todas ellas hayan perfeccionado en un grado sumo su capacidad de negociación, su muñeca. “Filosófico estáis” —dice Rocinante al burro de Sancho— “es que no como”, tal es la respuesta. El Mercurio no ha dejado nunca de comérselo todo detrás del velo de su ideología en virtud de la cual “o los intereses encubren la verdad o el interesado disfraza el hecho de estarlo”, como se lee por ahí. Frente a cada nueva coyuntura “el Decano” tiene la habilidad de arreglárselas, reajustando los mismos prejuicios —Bacon los llamó ídolos— en que se funda el pragmatismo mercurial: una ideología seudoliberal que admite, como tan bien se ha visto, el autoritarismo de Estado, es decir, su propia liquidación o suspensión. El actor al que me refiero aún en un trance así, ha contado con la supuesta aprobación de la llamada opinión pública, mérito compatible con el hecho de que esa opinión sea, en parte, otro de los ídolos elaborados por su manipulador. Hacer un ídolo obliga a la creación continua, infatigable. Se trata de no mezquinar este reconocimiento. ¿"El Mercurio miente"*? Menos que la verdad, ciertamente, le interesa la verosimilitud, es decir —lo enseñó Aristóteles— “lo que el público cree posible”. Cualquier lector avisado percibe el esfuerzo retórico que despliega cada jornada el diario, en cada uno de sus “cuerpos”, en beneficio de esa verosimilitud o en honor a ella. Una sola excepción: el Cuerpo E, suplemento dominical de “Artes y Letras”. O más bien, El Mercurio se ha acercado más y más a su idea de la actualidad cultural divorciándola por economía y negligencia, al arrojarla al desván de los trastos viejos.
La tensión mercurial desciende en materia de “Artes y Letras”, aunque suba, a veces, la fiebre entre obreros de ese agro un sí es no delirantes. Aunque la extracción cultural de los imitadores de “los pocos sabios que en el mundo han sido” y sus respectivos modos de conducirse —desde la modestia adquirida en el falansterio, camaleónica, hasta la soberbia— difieran mucho entre sí, esa gente canta en coro, cultiva la misma huerta y duerme bajo el alero común. Su especialidad son los “valores eternos del espíritu” con los que se pone El Mercurio, económicamente, siempre y cuando no signifiquen una pésima inversión. Dichos valores, antes de uso que de cambio, cumplen para la empresa con una función decorativa, son signos de status o emblemas del poder ideológico. La cultura es también un instrumento político y esto parece que ya lo sabían los romanos. Y una tienda de antigüedades en la perspectiva de una eternidad espiritual que pone un buen precio a los anacronismos y gusta de los valores que son, al mismo tiempo, cosas o piezas de coleccionista. La idea del espíritu que presupone una esencia intemporal del hombre, indiferente a la historia, un cierto “reino de la libertad” que se realiza al margen de la contingencia, esa idea anima el Cuerpo E de “Artes y Letras” mercuriales. Se puede combatir en su nombre, pero, está claro, a favor de una concepción idealizante de la cultura que deje, en cada caso, el mundo donde está; pero, principalmente, el aire de la eternidad le sienta bien por una parte a los fatigados, por otra a los trepadores de poca monta que sólo aspiran a un ascenso. De todo hay en la mafia del señor dueño de la empresa. A él sólo le importan que sus agentes culturales postulen, a todo reventar, a una democracia del espíritu bloqueada por la carestía del libro.
Un poco de historia de este deshistoriador que es el suplemento de “Artes y Letras”. Antes de 1973 era de centroderecha y admitía, junto a profesionales del anticomunismo de posguerra, como Hernán Díaz Arrieta, a simpatizantes extremadamente moderados de la izquierda chilena como el crítico literario Hernán del Solar, en el marco, pues, de un relativo pluralismo. Después del golpe militar, el director de El Mercurio, Arturo Fontaine, quiso modernizar el semanario y creó un staff consultivo formado por Fernando Silva —actual jefe de redacción del diario—, el arquitecto Carlos Alberto Cruz, los escritores Luis Sánchez Latorre y Enrique Lafourcade, además de un señor Tomás Mac Hale. Este último se hizo oscuramente célebre por sus registros de libros confesos o sospechosos de antijuntistas y, por consiguiente, antichilenos, según la lógica mercurial, libros de autores nacionales exiliados o no.
El staff, hay que decirlo, sufría de contradicciones internas y tuvo una existencia nominal. Sea como fuere, el suplemento cambió de personal. Alone se iría por temor a desbarrar con la vejez y a Hernán del Solar se le empezaron a pagar artículos sin publicárselos. La Academia de la Lengua intervino inútilmente en su favor y él dejó de escribir en “Artes y Letras”. Se incorporaron, en cambio, al suplemento, dos buenos poetas de la generación del 38: Eduardo Anguita y Braulio Arenas, antaño jóvenes huidobrianos rebeldes y hogaño, en ese aspecto, desactivados. En particular, Arenas ha sido víctima de lo que la dictadura ha llamado el “descuido de la parte espiritual” de su administración. Con prosa digna de mejor causa, Arenas ha intentado resucitar antigüedades librescas ante el altar de la patria, sin que le hayan sido retribuidos esos pases mágicos. Alguna vez se le hará justicia, pero en nombre del arte de la palabra, exclusivamente.
El as de triunfo del suplemento durante la década ha sido un repertorio de artículos publicados, a título de exclusivos para El Mercurio, firmados, entre otros, por Octavio Paz, Juan Carlos Onetti, Uslar Pietri, Mario Vargas Llosa, José Donoso, etc. Son, en realidad, exclusividades compartidas por todos los periódicos del mundo que quieran comprárselas a la agencia española EFE. Artículos del “boom” en oferta, colaboraciones involuntarias de dichos autores para “Artes y Letras”. El suplemento, por cierto, no se ha esmerado por obtener la exclusividad respecto de Julio Cortázar y Gabriel García Márquez en la misma agencia. Seguramente, por razones de seguridad nacional.
Después de la renuncia, por blando, del militarista Arturo Fontaine a la dirección de El Mercurio, cuando la asumió el que manda en la empresa, el suplemento estuvo a punto de sucumbir. Agustín Edwards ordenó que se encuestara a los lectores del periódico en relación a la parte espiritual. Sólo el 6% conocía el suplemento. Tuvo que reconocer la inutilidad de inutilizar esa inutilidad. Y aconsejó a Jaime Antúnez y/o a la dirección del suplemento, que gastara lo menos posible. Tijeretear libros o revistas de hace más de cincuenta años es lo recomendable en estos casos.
Para promediar y terminar esta nota, paso revista a los números de “Artes y Letras “, de febrero. El día 5 de ese mes (Febrero de 1984), el Cuerpo E trae en primera página, con ilustraciones a color “Trote y galope del caballo chileno”, rancio artículo de cultura caballar firmado por Manuel Peña Muñoz. Este autor, so pretexto de comentar una exposición del pintor de jacas Raúl Figueroa, en la galería El Claustro (¿no sería mejor La Caballeriza en esta circunstancia?), reseña los orígenes del caballo chileno, su presencia en la Colonia y en el siglo XIX, como asimismo el desarrollo del arte ecuestre (no pictórico) en nuestro país. El artículo estaría, pues, perfecto para el “Boletín de la Asociación de criadores de caballos chilenos”. En un suplemento meramente cultural es indicativo del ruralismo de las artes y letras mercuriales. En vista de lo cual, tal vez, en la página 3 del mismo día, normalmente destinada a la crítica literaria, dos críticos de la casa y otros ocho autores rinden homenajes a la obra del recientemente fallecido Hernán Díaz Arrieta.
Es costumbre nuestra preferir la muerte a la vida en materia de celebraciones y asistir a los velorios con caras de circunstancia, cuello y corbata y ánimo conciliatorio. Una sandez de muestra: “Durante medio siglo, muchos de los libros que se publicaron en Chile dieron la impresión de que aparecían fundamentalmente para motivar las incomparables crónicas de Alone” (F. Emmerich). Un ejercicio retórico: “Me ha sido imprescindible acercarme a él para encontrar mi propio equilibrio” (I. Valente). Un error garrafal: “Y qué olfato el suyo para descubrir nuevos valores que luego ocuparían un lugar importante en nuestra literatura”. Esta fama de descubridor se la ganó Alone como el Juan Bautista de Gabriela Mistral, muy particularmente; pero debiera haberla perdido, si fuéramos menos negligentes, por todos los errores de apreciación que acumuló durante su vida entera sobre ese “descubrimiento”. Para coronar tales errores, escribió en El Mercurio, del 20 de enero de 1957, a la muerte de la poetisa: “Continuaba viviendo (después de Desolación) porque no todos mueren cuando el aliento cesa (en Tala y Lagar, los grandes libros de la Mistral, pues); pero el calor y la visión quedaron en aquellos cantos de la madurez que tuvo su arrebato máximo con el duro puñal todavía hundido en las carnes” (¿qué tal ese estilo?).
El 12 de febrero, más pompas fúnebres. El suplemento recordó ese día los 180 años de la muerte del filósofo alemán Immanuel Kant mediante el fragmento de un artículo publicado por José Ortega y Gasset —¡tijera!— en la Revista de Occidente hace 60 años. Menos que desconfianza en la producción nacional —hay por lo menos un libro sobre Kant escrito por un chileno: Roberto Torretti— impera en el decano un hábito de economía y facilismo. Así se empobrece no un diario sino un aniversario en el aire enrarecido que se respira en esta primera página: un cielo de papel supuestamente intemporal. Sólo una fracción del 6% de los habitúes del suplemento habrá reconocido a Ortega en el acto de releer unas páginas suyas “reproducidas aquí en parte”. Recordemos un párrafo dos veces citado, el fragmento del artículo que le sirve de encabezamiento: “La filosofía antigua, fructificación de la confianza y la seguridad, nace del guerrero. En Grecia como en Roma y en la Europa naciente, el centro de la sociedad es el hombre de guerra. Su temperamento, su gesto ante la vida saturan, estilizan la convivencia humana. La filosofía moderna, producto de la suspicacia y la cautela, nace del burgués”. Repetido aquí y ahora el párrafo pierde lo que quizá fue su inocencia original y la cita es oficiosa. Se sabe que los señores militares gustan de los latinajos que connotan cultura occidental y, bueno, cristiana...
El crítico literario Ignacio Valente se tomó en febrero unas productivas vacaciones. El día 12, en lugar de una crítica firmada por él, apareció un extenso panegírico sobre él, escrito por Luis Vargas Saavedra, consagrado a la dudosa aventura teológica de fabricar una “Historia de la filosofía” en versos parrianos.
El Mercurio es autorreferente y obsequioso con el poder. Junto al artículo sobre Valente, viene uno menos extenso dedicado a Los pioneros de Enrique Campos Menéndez, director de Archivos y Bibliotecas, censor y personero cultural del régimen. “Todo hace pensar —delira el comentarista— que el autor dio con su Montaña Mágica; es decir, con la culminación de su carrera de escritor”. Así, pues, Thomas Mann y Campos Menéndez, uno sólo, por lo que esperemos que se extienda la noticia por el mundo.
Si los caballeros chilenos pierden esa apuesta, no por eso dejarán de sentirse suprahistóricos y cosmopolitas, aunque sólo sean provincianos y anacrónicos. Leyendo “Elogio a Chartres” —26 de febrero— rememorarán sus prolongados paseos culturales por la Francia Inmortal y las otras Europas, sus causeries en la Divina Lutecia. Los artículos seleccionados por la tijera, en este caso, pertenecen a Emile Male, gran historiador francés del arte, al que se suma Augusto Rodin con un fragmento de Las catedrales de Francia.
Perfecto, pero ¿tienen ambas celebridades “la ventaja de abordar con la perspectiva de nuestro tiempo, el valor de esta obra que trasciende los siglos”? Sí, a condición de que nuestro tiempo sea “la movible imagen de la eternidad” de Platón, y que siempre corra la misma agua bajo los puentes. Este tiempo como río inmóvil es el que mejor se presta para las navegaciones mercuriales en lo que se refiere a “la parte del espíritu”. De lo material, mucho más contingente, se encargan los políticos—economistas de la empresa, que enfrentan el proceloso mar retrogresivo de la contingencia en la nave del interés, con perdón de estas metáforas mercurialosas.
en El circo en llamas, 1997
(*) Frase en afirmativo escrita en una pancarta colgada por los estudiantes en el frontis del edificio central de la Universidad Católica de Chile en 1967 con motivo de la reforma universitaria que se debatía entonces. (Nota de Germán Marín)
2 comentarios:
Muy buen artículo, lo leí antes en http://letras.mysite.com/eli250912.html. Pero me parece que hay un error en vuestra publicación, la foto emblemática de la Reforma de la PUC, partida de las demás reformas universitarias, fue el año 1967 (no en 1969), la toma de la universidad, a la que corresponde la foto fue el 11 de agosto de 1967, el año pasado se cumplieron 50 años. Saludos cordiales. Myriam
Lo corregimos. ¡Mil gracias!
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