miércoles, octubre 31, 2012

"Dunas", de Jorge Teillier





No saben que están muertos
los muertos como nosotros
no tienen paz.
Vittorio Sereni

Ya desaparecieron las muchachas entre las dunas.
Hermanos, hay que encender el fuego
con la leña traída
por los hermanos de Pulgarcito.
(Ellos no saben que el padre
los va a llevar a morir al bosque).
Mañana no habrá nada que comer,
hermanos, seamos felices:
llegó la medianoche y aún estamos vivos.
Nadie ha venido todavía
a echar abajo nuestras puertas.
Un avión espía el oleaje.
Los amigos yacen bajo el epitafio de la espuma
efímero como sus anhelos.
Los armonios de los cactus no los olvidan
y entonan su réquiem para ellos.
Un motociclista de negro los acalla.
Las gaviotas gritan como almas en pena
y ni al verano se le permite un último deseo
antes de ser condenado a muerte.









en Para un pueblo fantasma, 1978












martes, octubre 30, 2012

“Mescalito”, de Hunter S. Thompson

Fragmento






Ayer un drogón trató de secuestrar el dirigible de Good Year para llevarlo al festival de rock & roll en Aspen… llevaba una guitarra y un cepillo de dientes y una radio a transistores que según él era una bomba… “Mantuvo en vilo a las autoridades”, dice el LA Times, “durante más de una hora, alegando que era George Harrison, de los Beatles”. Se lo llevaron arrestado, pero no pudieron decidir cuáles eran los cargos así que fue a parar al manicomio.

Mientras tanto las colinas siguen desmoronándose, arrastrando casas, sepultando caminos. Ayer cerraron dos carriles de la Pacific Coast Highway entre Sunset y Topanga… Cuando pasamos por ahí en el convertible británico de juguete de McGarr rumbo a la casa de Gover en Malibú, vimos dos casas que colgaban en el vacío colina arriba, una nube de polvo caía aún de sus cimientos. Era sólo cuestión de tiempo, y no había ningún remedio capaz de evitar que ambas se desplomaran sobre la autopista tarde o temprano. Siguen socavando las colinas para ofrecer más terrenos a la construcción, siguen cavándose sus tumbas. Los incendios forestales arrasan con todo en verano, las lluvias generan aludes en invierno… erosión masiva, fuego y barro, y un terremoto anunciado para abril. Pero a nadie le importa un carajo.

Hay semillas de marihuana por toda la alfombra de mi habitación de hotel… cuando me agaché para atarme los zapatos y tuve una visión a ras del piso fue como si alguien hubiera iniciado una plantación casera. Me recuerda aquella habitación de hotel de Missoula, Montana, que llené de ladillas… las fui juntando una por una, y las soltaba en mi habitación… hasta que me tuve que ir a Butte. Y aquella otra vez en ese hotel en que llené uno de mis zapatos de marihuana y los ácidos de John Wilcock [1]: tremenda escena en la frontera canadiense, yo con toda esa droga, incapaz de recordar dónde vivía cuando me preguntaron mi domicilio… creí que había llegado mi fin, pero después me soltaron.

Y ahora, por puro accidente, leo “Propiedad de Fat City” (léase Oscar-trueque-autopreservación-pillaje) en el costado de mi máquina de escribir. ¿La robé en algún lado? Sólo Dios sabe… Semillas por toda la alfombra y una máquina de escribir ajena. Vivimos en una jungla de desastres inminentes, caminamos perpetuamente por campos minados… ¿Caerá mi avión mañana? ¿Y si lo pierdo? ¿El siguiente caerá también? La casa de unos amigos de Gover en Topanga se incendió anoche, no salvaron nada salvo un Cézanne. ¿Dónde iremos a parar así?




[1] John Wilcock fundó el Village Voice, acompañó a Timothy Leary en su experimento psicotrópico mexicano cuando a Leary lo echaron de Harvard, ayudó a Andy Warhol a crear la revista Interview, escribió cuatro libros de viaje Frommers “Con 5 dólares al día” (Grecia, Japón, India y México) y en 1971 publicó La autobiografía y vida sexual de Andy Warhol. (N. del T.)





Originalmente Screw-jack, 1991












lunes, octubre 29, 2012

"Islandia y el rechazo a la austeridad", de Salim Lamrani




El 6 de marzo de 2012, más del 93% de los electores islandeses que participaron en un referendo se pronuncian contra el pago de casi 4 000 millones de dólares al Reino Unido y a los Países Bajos, monto correspondiente a las deudas acumuladas por los bancos islandeses quebrados.

Ante la crisis económica, la Unión Europea ha elegido el camino de la austeridad y ha decidido salvar a los bancos. Islandia, en cambio, procedió anteriormente a la nacionalización de las instituciones financieras y rechazó las políticas de restricción presupuestaria. Hoy presenta una tasa de crecimiento de un 2,7% en 2012, y hasta el Fondo Monetario Internacional (FMI) saluda la recuperación económica de ese país.

En septiembre de 2008, cuando la crisis económica y financiera golpeó a Islandia, pequeño archipiélago del norte de Europa con una población de 320 000 habitantes, el impacto fue desastroso, como en el resto del continente. La especulación financiera llevó a la quiebra a los tres principales bancos islandeses, cuyos activos representaban una suma diez veces superior al PIB de la nación, con una pérdida neta de 85 000 millones de dólares.

La tasa de desempleo se multiplicó por 9 entre 2008 y 2010, en un país que hasta entonces gozaba del pleno empleo. La deuda de Islandia representaba el 900% del PIB y la moneda nacional perdió el 80% de su valor con respecto al euro. El país cayó en una profunda recesión y su PIB descendió en un 11% en sólo 2 años [1].



Frente a la crisis

En 2009, cuando el gobierno quiso aplicar las medidas de austeridad que exigía el FMI a cambio de una ayuda financiera de 2 100 millones de euros, una fuerte movilización popular lo obligó a renunciar. En elecciones anticipadas, la izquierda ganó la mayoría absoluta en el Parlamento [2].

No obstante, el nuevo poder adoptó la ley Icesave –cuyo nombre procede del banco online que quebró y cuyos ahorristas eran en su mayoría holandeses y británicos–, con el fin de rembolsar a los clientes extranjeros. Esta legislación obligaba a los islandeses a pagar una deuda de 3 500 millones de euros (40% del PIB) –o sea, 9 000 euros por habitante– en 15 años y con una tasa de interés del 5%. Frente a las nuevas protestas populares, el Presidente se negó a ratificar el texto parlamentario y lo sometió a un referéndum. En marzo de 2010, el 93% de los islandeses rechazó la ley sobre el rembolso de las pérdidas de Icesave. Cuando la ley se sometió a un nuevo referéndum, en abril de 2011, el 63% de los ciudadanos volvió a rechazarla [3].

Una nueva Constitución, redactada por una Asamblea Constituyente de 25 ciudadanos elegidos por sufragio universal entre 522 candidatos, Constitución que consta de 9 capítulos y 114 artículos, se adoptó en 2011. La nueva Constitución instaura un derecho a la información, con un acceso público a los documentos oficiales (Artículo 15), prevé la creación de un Comité de Control de la Responsabilidad del Gobierno (Artículo 63), un derecho a la consulta directa (Artículo 65) –un 10% de los electores puede pedir un referéndum sobre las leyes que vota el Parlamento–, así como el nombramiento del Primer Ministro por el Parlamento [4].

Así, contrariamente a las otras naciones de la Unión Europea que se ven en la misma situación y que aplicaron escrupulosamente las recomendaciones del FMI, institución que exigía medidas de una austeridad severa, como lo ha hecho en los casos de Grecia, Irlanda, Italia o España, Islandia eligió una vía alternativa. Cuando los tres bancos principales del país (Glitnir, Landsbankinn y Kaupthing) se derrumbaron, en 2008, el Estado islandés se negó a inyectarles fondos públicos, como lo ha hecho el resto de Europa, sino que procedió a nacionalizarlos [5].

Del mismo modo, los bancos privados tuvieron que cancelar todos los créditos con tasas variables superiores al 110% del valor de los bienes inmobiliarios, evitando así una crisis de subprime como la de Estados Unidos. Por otra parte, la Corte Suprema declaró ilegales todos los préstamos ajustados a divisas extranjeras otorgados a particulares, obligando así a los bancos a renunciar a sus créditos en beneficio de la población [6].

En cuanto a los responsables del desastre –los banqueros especuladores que provocaron el derrumbe del sistema financiero islandés–, estos no fueron tratados con la mansedumbre que se ha mostrado hacia ellos en el resto de Europa, donde han sido sistemáticamente exonerados. En efecto, Olafur Thor Hauksson, Fiscal Especial nombrado por el Parlamento para ocuparse de ellos, los mandó a los tribunales y han sido encarcelados. Hasta el propio ex primer ministro Geir Haarde se vio obligado a comparecer ante la justicia [7].

Acusado de gestión negligente de la crisis financiera, el ex primer ministro islandés Geir Haarde fue declarado culpable, en abril de 2012, por un tribunal especial que no le impuso sanción alguna.




Una alternativa a la austeridad

Los resultados de la política económica y social islandesa han sido espectaculares. Mientras la Unión Europea se encuentra en plena recesión, Islandia obtuvo una tasa de crecimiento de un 2,1% en 2011 y prevé una tasa de 2,7% para 2012, y una tasa de desempleo de un 6% [8]. El país se dio incluso el lujo de proceder al rembolso anticipado de sus deudas con el FMI [9].

El presidente islandés Olafur Grímsson explicó este milagro económico: “La diferencia es que en Islandia dejamos que los bancos quebraran. Eran instituciones privadas. No inyectamos dinero para salvarlas. El Estado no tiene por qué asumir esa responsabilidad” [10].

Contra todo pronóstico, el FMI saludó la política del gobierno islandés –el cual aplicó medidas totalmente opuestas a las que preconiza esa institución–, política que ha permitido preservar “el valioso modelo nórdico de protección social”. En efecto, Islandia dispone de un índice de desarrollo humano bastante elevado. “El FMI declara que el plan de rescate al modo islandés ofrece lecciones para los tiempos de crisis”. La institución agrega que “el hecho que Islandia haya logrado preservar el bienestar social de las unidades familiares y conseguir una consolidación fiscal de gran envergadura es uno de los mayores logros del programa y del gobierno islandés”. No obstante, el FMI omitió precisar que estos resultados fueron posibles sólo porque Islandia rechazó su terapia de choque neoliberal y elaboró un programa de estímulo económico alternativo y eficiente [11].

El caso de Islandia demuestra que existe una alternativa creíble a las políticas de austeridad que se hoy aplican en toda Europa. Además de ser económicamente ineficientes, esas políticas de austeridad son políticamente costosas y socialmente insostenibles. Al elegir poner el interés general por encima del interés de los mercados, Islandia muestra al resto del continente la vía para escapar del callejón sin salida.








en Red Voltaire, 25 de octubre 2012










NOTAS


[1] Paul M. Poulsen, «Comment l’Islande, naguère au bord du gouffre, a pu se rétablir», FMI, 26 octubre de 2011. Sitio consultado el 11 de septiembre de 2012.

[2] Marie-Joëlle Gros, «Islande: la reprise a une sale dette», Libération, 15 de abril de 2012.

[3] Comité de Anulación de la Deuda del Tercer Mundo, «Quand l’Islande réinvente la démocratie», 4 de diciembre de 2010.

[4] Constitución de Islandia, 29 de julio de 2011. Sitio consultado el 11 de septiembre de 2012.

[5] Antoine Grenapin, «Comment l’Islande est sortie de l’enfer», Le Point, 27 de febrero de 2012.

[6] Marie-Joëlle Gros, «Islande: la reprise a une sale dette», op. cit.

[7] Caroline Bruneau, «Crise islandaise: l’ex-premier ministre n’est pas sanctionné», 13 de mayo de 2012.

[8] Ambrose Evans-Pritchard, «Iceland Wins in the End», The Daily Telegraph, 28 de noviembre de 2011.

[9] Le Figaro, «L’Islande a déjà remboursé le FMI», 16 marzo de 2012.

[10] Ambrose Evans-Pritchard, «Iceland Offers Risky Temptation for Ireland as Recession Ends», The Daily Telegraph, 8 de diciembre de 2010.

[11] Omar R. Valdimarsson, «IMF Says Bailout Iceland-Style Hold Lessons in Crisis Times», Business Week, 13 de agosto de 2012.









domingo, octubre 28, 2012

“La conformidad de la Concertación con el sistema electoral binominal”, de Felipe Portales







El sistema electoral binominal –unido a los altos quórums requeridos para modificar la Constitución y las leyes orgánicas constitucionales- constituye el factor estructural más relevante que impide la existencia de un sistema político efectivamente democrático en nuestro país.

La democracia consiste en que la Constitución y las leyes son el producto de la voluntad mayoritaria del pueblo. El binominalismo, por el cual cada circunscripción elige simultáneamente dos, y solo dos, diputados y senadores, distorsiona completamente la voluntad popular al igualar antidemocráticamente la primera y segunda mayoría, y al dejar sin representación a las demás fuerzas políticas.

El carácter esencialmente antidemocrático del sistema binominal hace que este no exista en ningún país democrático. Y curiosamente, pese a que no representó el factor clave que distorsionaba la voluntad popular, a comienzos del siglo XX la oligarquía chilena ya lo adoptó, de facto, entre 1911 y 1925.

Es lo que nos describe, en términos asombrosamente contemporáneos, el destacado político liberal de la época, Manuel Rivas Vicuña, en un libro escrito en 1930, al señalar que "la ley que fijaba el número de senadores y diputados fue despachada (en 1911) con una novedad que consistió en la creación de pequeñas agrupaciones de modo de reducir, en general a dos el número de diputados de cada circunscripción electoral. Esta base fue considerada justa y conveniente para el interés general del país y caso curioso, fue sugerida por el más antidemocrático de los diputados, don Alberto Edwards, miembro del partido nacional. Esta reforma, sencilla y justa en apariencia, disminuía las fuerzas de la mayoría y aseguraba un aumento en la representación de las minorías. En efecto, a las minorías les bastaría contar con poco más del tercio de los sufragios para asegurar su representación; en cambio, las mayorías necesitaban un esfuerzo enorme, de más de dos tercios, para obtener los dos puestos. De este modo, la mayoría y la minoría de cada región alcanzarían igual representación en el Congreso, y éste podría reflejar una situación de empate de dos corrientes de opinión, que no correspondería a la realidad de las cosas y que sería un obstáculo para la marcha del país". [1]

La pregunta surge sola: ¿cómo es posible que el liderazgo de la Concertación, que ha tenido clara mayoría popular y ha gobernado desde 1990, se haya conformado, en la práctica, con la continuación de este sistema hasta el día de hoy? Es cierto que siempre ha planteado la conveniencia de su sustitución, pero no le ha dado ninguna prioridad ni urgencia. De hecho, no ha estado nunca en sus temas programáticos principales en las elecciones presidenciales, parlamentarias y municipales del período.

Lo que permite entender esta aparente inconsistencia es el profundo cambio del concepto de democracia experimentado por el liderazgo de la Concertación. En efecto, durante la dictadura el conglomerado político antecesor de la Concertación, la Alianza Democrática, había planteado enfáticamente que no habría democracia en Chile mientras no se eliminaran todos los dispositivos autoritarios de la Constitución del 80, incluyendo la forma de elección del Congreso Nacional. Así, en Julio de 1984, dicha Alianza planteó que "no hay democracia posible... dentro de los marcos de los preceptos permanentes de esa Constitución (de 1980), si no se hace del Congreso Nacional un cuerpo verdaderamente representativo de todos los sectores del pueblo de Chile, elegido íntegramente por sufragio universal y dotado de reales atribuciones legislativas y fiscalizadoras". [2]

Posteriormente, en Agosto de 1991, sin que se hubiera producido ninguna eliminación de los dispositivos autoritarios de la Constitución del 80, el entonces presidente Aylwin declaró que "la transición ya está hecha. En Chile vivimos en democracia". [3] Y lo que en 1984 se consideraba, con toda propiedad, como requisitos ineludibles para la existencia de una democracia; en 1991, se empezó a concebir como simples factores de su perfeccionamiento: "Esta democracia es de las tareas que tenemos por delante es perfeccionar la democracia y eso exige algunas reformas constitucionales, tarea que mi gobierno ha abordado y que probablemente no va a dejar completada y será tarea del próximo gobierno". [4]

En otras palabras, Aylwin y el liderazgo de la Concertación comenzaron a ver a la Constitución de 1980, en sus preceptos permanentes, como democrática, sólo que imperfecta. Esto es, transformaron sustancialmente su concepto mismo de democracia, al valorar como tal la propia Constitución impuesta en 1980 con todos sus dispositivos autoritarios vigentes e intocados.

Lo anterior explica también porqué el liderazgo de la Concertación consideró el sistema político chileno como democrático tanto antes como después de la reforma constitucional que eliminó la tutela militar formal. Y porqué, considera nuestro actual sistema como democrático, pese a que está vigente aún el sistema electoral binominal y los altos quórums requeridos para modificar la Constitución y las leyes orgánicas constitucionales.

Es más, en esta década han surgido voces dentro de aquel liderazgo que han relativizado incluso el carácter antidemocrático del propio sistema electoral binominal. Así, el ex presidente Aylwin señaló, en Septiembre de 2003, que "yo creo que la democracia volvió a Chile para quedarse y eso es lo que importa. Hay cosas que aún no se han logrado. ¿Es bueno o no el sistema electoral binominal? A mí no me gusta, pero reconozco que le da estabilidad a los gobiernos y conduce a gobiernos de mayoría". [5]

A su vez, la profunda modificación de la visión de la democracia del liderazgo concertacionista se explica por el giro copernicano de sus concepciones económicas que aquel tuvo a fines de la década del 80. Este giro condujo a converger con las concepciones y el modelo neoliberal impuesto por la dictadura, como lo consignó con todo detalle la eminencia gris del primer gobierno de la Concertación, Edgardo Boeninger en su libro "Democracia en Chile. Lecciones para la gobernabilidad", publicado en 1997.

Sin embargo, dada la lucha efectuada contra la dictadura y el programa claramente reformista de la Concertación de 1989, Boeninger señala que dicha convergencia "políticamente el conglomerado opositor no estaba en condiciones de reconocer". [6]

Esto permite entender la aparentemente increíble cesión de la mayoría parlamentaria simple que le aguardaba a Aylwin de haberse mantenido sin cambios la Constitución de 1980. En efecto, sus artículos 65 y 68 establecían que el futuro presidente –entendiendo que Pinochet ganaría el plebiscito del 88, quedando así como presidente hasta 1997- tendría mayoría legislativa teniendo simplemente mayoría absoluta en una cámara y un tercio en la otra. Pinochet habría tenido con seguridad mayoría absoluta en el Senado (con el sistema electoral binominal y los senadores designados) y un tercio en la Cámara. Sin embargo, la derrota de Pinochet en el plebiscito generó la previsión opuesta. La Concertación ganaría la presidencia y obtendría con seguridad la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados y un tercio en el Senado. [7] ¡Y la Concertación aceptó regalar esa mayoría que tenía segura por medio de las reformas de aquellos artículos, las cuales pasaron desapercibidas dentro del total de 54 reformas aprobadas por consenso entre Pinochet y la Concertación y luego ratificadas por un plebiscito en Julio de 1989!

Este cuadro inédito en la historia de la humanidad en que una coalición política prefiere ser minoritaria en el parlamento, no puede ser explicado ni por la estupidez ni el temor. Es absurdo sostener que un ataque de estulticia cegó simultáneamente a decenas de líderes políticos. También lo es sostener que el temor puede llevar a alguien a cederle poder a quien teme, pues esto lo hace evidentemente más vulnerable a sus eventuales ataques.

La única explicación razonable es la que se deduce del propio Boeninger. Esto es, que la pérdida de la mayoría parlamentaria le permitió al liderazgo de la Concertación plausiblemente culpar a ese hecho de no poder desarrollar un programa de reformas económico-sociales en las que inconfesablemente ya no creía. De otra forma habría quedado desnudo con el abandono puro y simple de su programa prometido.

Este abandono de las promesas de cambio social es la que nos permite entender también su negativa a efectuar pactos electorales con la izquierda extra-concertacionista, pese a que dichos pactos le habrían dado mayoría parlamentaria propia en las dos cámaras ya en 1998. [8]

Todo lo anterior quedó patentemente demostrado en el año 2000, durante el gobierno de Lagos, cuando la Concertación quedó con mayoría en las dos cámaras desde Agosto de ese año hasta Marzo de 2002, por los desafueros de Pinochet y Francisco Javier Errázuriz. En ese lapso ¡el gobierno no impulsó ningún proyecto destinado a transformar las instituciones económico-sociales impuestas por la dictadura! En realidad la opinión pública ni siquiera se enteró o le importó que se produjera un vuelco en la mayoría del Congreso Nacional. Se había acostumbrado o resignado a la consolidación del modelo económico efectuado por los propios gobiernos de la Concertación.

Ya a comienzos de esta década ni siquiera causaban asombro verdaderas apologías de la obra económica de la dictadura, efectuadas por connotados líderes concertacionistas, Como la realizada por el ex presidente del PDC y actual canciller Alejandro Foxley, en Mayo de 2000, en la que dijo que "Pinochet... realizó una transformación, sobre todo en la economía chilena la más importante que ha habido en este siglo. Tuvo el mérito de anticiparse al proceso de globalización que ocurrió una década después, al cual están tratando de encaramarse todos los países del mundo. Hay que reconocer su capacidad visionaria... de que había que abrir la economía al mundo, descentralizar, desregular, etc. Esa es una contribución histórica que va perdurar por muchas décadas en Chile y que, quienes fuimos críticos de algunos aspectos de ese proceso en su momento, hoy lo reconocemos como un proceso de importancia histórica para Chile, que ha terminado siendo aceptado prácticamente por todos los sectores. Además, ha pasado el test de lo que significa hacer historia, pues terminó cambiando el modo de vida de todos los chilenos, para bien, no para mal. Eso es lo que yo creo, y eso sitúa a Pinochet en la historia de Chile en un alto lugar". [9]

Ha sido tal el grado de consolidación del modelo neoliberal en esta década y media, que ha provocado en los últimos años reiterados cuestionamientos del episcopado católico por las escandalosas desigualdades sociales que genera. Y, por otro lado, ha suscitado múltiples panegíricos a Lagos y su gobierno por parte de connotados líderes de derecha. Así, tenemos las declaraciones de "amor" a Lagos efectuadas por el presidente de la Confederación de la Producción y del Comercio, Hernán Somerville, con ocasión de la reunión de la APEC en Octubre pasado [10]; las expresiones del destacado economista de derecha, César Barros, de que Lagos ha sido "el mejor Presidente de derecha de todos los tiempos" [11]; y la calificación del político de la UDI Herman Chadwick de que su gobierno fue "muy bueno". [12]

Y en términos más generales tenemos las expresiones del cientista político, Oscar Godoy, quien consultado si no observa un desconcierto en la derecha por la "capacidad que tuvo la Concertación de apropiarse del modelo económico", respondió: "Sí. Y creo que eso debería ser un motivo de gran alegría, porque es la satisfacción que le produce a un creyente cuando consigue la conversión del otro. Por eso tengo tantos amigos en la Concertación; en mi tiempo éramos antagonistas y verlos ahora pensar como liberales, comprometidos en un proyecto de desarrollo de una construcción económica liberal, a mí me satisface mucho". [13]

Por último, esta conformidad con el sistema político autoritario y con el modelo económico heredados de la dictadura nos permite comprender otros tres elementos insólitos de las políticas concertacionistas desarrollados en estos 16 años: los intentos por consolidar la impunidad en materia de violaciones de derechos humanos; la autodestrucción de los medios de comunicación concertacionistas y la ausencia total de esfuerzos por revitalizar las organizaciones sociales de los sectores medios y populares destruidas por la dictadura.

En efecto, si la obra económico-cultural de aquella se visualiza en términos tremendamente positivos y si se considera que dichas transformaciones no pudieron efectuarse sino por medios dictatoriales [14], es inevitable que las violaciones de derechos humanos conexas adquieran mucho menor gravedad. [15]

Asimismo, el giro copernicano del liderazgo de la Concertación no se extendía a su base, ni menos a periodistas que habían demostrado una gran consecuencia y valentía en la lucha contra la dictadura y su modelo económico. Por tanto, a esta luz resultan perfectamente comprensibles las políticas gubernamentales de bloqueo de ayudas externas [16] y de discriminación del gasto público [17] dirigidas contra medios de comunicación concertacionistas o afines, y que los han llevado a su destrucción.

Y por último, como consecuencia natural de la asimilación del modelo económico; ha sido completamente lógica también la política de los gobiernos concertacionistas de mantener la irrelevancia de los sindicatos, juntas de vecinos, colegios profesionales y del movimiento cooperativo.

La conformidad no ha sido, pues, solo con el sistema electoral binominal. 




Notas

[1] Manuel Rivas Vicuña.- "Historia Política y Parlamentaria de Chile", Tomo I; Edic. de la Biblioteca Nacional, Santiago, 1964; pp. 245-6
[2] cit. en Patricio Aylwin.- "El reencuentro de los demócratas. Del golpe al triunfo del NO"; Edic. Grupo Zeta, 1998; p. 259
[3] "El Mercurio"; 8-8-1991 
[4] Patricio Aylwin, en "El Mercurio"; 8-8-1991. Han pasado varios gobiernos de la Concertación y dicha tarea aún no está "completada".
[5] "El Mercurio"; 26-9-2003
[6] Edgardo Boeninger.- "Democracia en Chile. Lecciones para la gobernabilidad"; Edit. Andrés Bello, Santiago, 1997; p. 369.
[7] Pese a que los nueve senadores designados en ese entonces serían todos de derecha, la Concertación habría elegido un senador en cada una de las 13 circunscripciones originales. De este modo, habría superado el tercio de 12, considerando que el total de senadores habría sido 35.
[8] Así, la suma de votos entre la Concertación y la Izquierda, le habría permitido a la primera obtener un senador más en 1993 (Circunscripción Novena Norte) y dos más en 1997 (Segunda y Octava Interior); con lo que en lugar de haber estado en minoría en el Senado de 23 a 25, habría tenido una mayoría de 26 a 22
[9] "Cosas"; 5-5-2000
[10] Ver "La Segunda"; 14-10-2005
[11] "La Tercera"; 11-3-2006 Además, Barros compara a Lagos con el hijo pródigo de la parábola evangélica (Lucas 15;11-32), analogando a la derecha económica con Dios Padre y a la derecha política con el hijo mayor.
[12] "El Mercurio"; 21-3-2006
[13] "La Nación"; 16-4-2006
[14] Como lo reconoce Andrés Allamand, "Pinochet le aportaba al equipo económico algo quizás aún mas valioso: el ejercito sin restricciones del poder político necesario para materializar las transformaciones" ("La Travesía del Desierto"; Edit. Aguilar, Santiago, 1999; p. 156).
[15] Ciertamente que esta lógica no tiene porqué llevar a aceptar la brutal escala a que llegaron las violaciones de derechos humanos de la dictadura, pero sí a que ellas, en algún grado, representaron un mal necesario o mal menor.
[16] Denunciadas en el caso de "Análisis", "Apsi" y "Hoy" por el ex director de la primera, Juan Pablo Cárdenas ("El Mercurio"; 11-9-2005).
[17] Denunciadas por Juan Pablo Cárdenas ("El Mercurio"; 11-9-2005) y por Sonia Montecino, Diamela Eltit, Martín Hopenhayn, Manuel Antonio Garretón, Sofía Correa, Bernardo Subercaseaux, José Miguel Varas, José Balmes, Naín Nómez, Ana Pizarro, María Eugenia Horvitz, Francisca Márquez, Elicura Chihuailaf, Alfredo Joignant, Tomás Moulian, Julio Sau, Ramón Griffero, Sergio Trabucco, Paulo Slachevsky, Silvia Aguilera y Faride Zerán. ("Rocinante"; N° 84, Octubre, 2005).




en Rebelion.org, 21 de junio de 2006












sábado, octubre 27, 2012

"Tú, hipócrita elector...", de Cristián Warnken

A propósito de Chile y las Municipales 2012




No pretendo de ninguna manera insultarte con el título de esta columna. Tengo la más alta opinión de tu calidad de ciudadano de la República y considero que eres o debieras ser el verdadero protagonista de la política, esa con “p” mayúscula que pensara e inventara un lúcido griego hace varios milenios. Sólo estoy jugando con unos versos del poeta Charles Baudelaire, que en el poema inicial de su libro Las flores del mal de pronto interpela directamente al lector y le dice: “Tú, hipócrita lector, mi semejante, mi hermano”. Baudelaire acababa de enumerar los “monstruos” que están enquistados en lo más profundo de nuestro ser: la mezquindad, la tontería, el error, la laxitud. Pero hay uno –según el poeta– que es el más malvado, el más inmundo y lóbrego de todos, y ése es el Tedio (spleen, que es la palabra inglesa que usa Baudelaire, podría también traducirse como “aburrimiento”).

El “Tedio” lo devasta todo; con un solo bostezo “devoraría el orbe”. Por lo demás, nuestra sociedad del espectáculo y la farándula se sustenta en el miedo que todos le tenemos al aburrimiento. Huimos de él, no lo enfrentamos, no queremos estar a solas con él. Heidegger, en cambio, celebra el aburrimiento, porque lo considera la antesala de la angustia, y es sólo a través de la angustia que tocamos los bordes de nuestro ser más profundo. No se trata de quedarse pegados en la angustia por la angustia. Una vez vivida a fondo, con coraje y autenticidad, podemos volver a la vida con un nuevo entusiasmo, y celebrar un nuevo comienzo.

Toda esta larga digresión es para invitarte, lector, a asumir tu condición de elector con plena lucidez y responsabilidad e, incluso, gozo. Baudelaire le dice al lector que es hipócrita, porque éste hace como si lo que el escritor escribiera no le estuviera sucediendo a él; por eso lo llama “mi semejante, mi hermano”. El no hacerse cargo de lo que ocurre en el país es ser hipócrita, asumiendo el deber cívico con tedio, pasividad e incluso cinismo.

Es fácil que culpemos a los políticos por el estado lamentable de nuestra política. Si ellos están ahí, es porque los hemos dejado hacer, porque muchas veces o los hemos votado sin informarnos, por pura inercia, o no hemos ido a votar porque creímos que ya no era posible cambiar nada. En ambos casos, hemos sido cómplices de la decadencia, hemos sido “hipócritas electores”.

Lo importante no es votar o no votar: ése no es el dilema. Si votas, hazlo con plena conciencia, infórmate y piensa. Que la raya sobre el voto no sea un gesto vacío y azaroso. Si votas por un candidato –cualquiera éste sea–, hazlo por sus cualidades y proyectos, y no por “tincada” o resignación. Y si votas nulo, que éste sea un voto nulo activo, reflexivo, de protesta con esperanza, porque no te conformaste con los “ofertones” o los “saldos” que te ofrecen los partidos políticos como alternativas esta vez, pero estarías dispuesto en la próxima elección a aceptar una oferta política de mejor calidad. O sea, con tu voto nulo estás obligando a los partidos a hacer mejor su trabajo.

Y si decides no ir a votar, es tan radical (aunque legítima) tu opción, que la entiendo y respeto, siempre y cuando estés dispuesto a participar activamente en la creación de nueva política, mejor que ésta. Te estoy invitando, por lo tanto, a asumir la condición de elector con “oficio de ciudadano”, como propone el filósofo español Fernando Savater.

Hipócrita elector, mi semejante, mi hermano: a pocas horas del rito ciudadano, no te dejes confundir ni por los cantos de sirena del marketing vacío ni por las campañas de terror que andan circulando por estos días contra el voto de legítima protesta. Decidas lo que decidas, que esa decisión, secreta y sagrada, sea el resultado no de una indiferencia hipócrita, sino de una angustia comprometida: la angustia por el estado de nuestra política, que empieza a importarte cuando descubres que la política también eres tú.












en El Mercurio, 25 de octubre, 2012








viernes, octubre 26, 2012

“La piedra y la cruz”, de Ciro Alegría







Los árboles se fueron empequeñeciendo a medida que la cuesta ascendía. El caminejo comenzó a jadear trazando curvas violentas, entre cactos de brazos escuetos, achaparrados arbustos y pedrones angulosos. Los dos caballos reposaban y sus jinetes habían callado. Un silencio aún más profundo que el de los hombres enmudecía las laderas. De cuando en cuando, pasaba el viento haciendo chasquear los arbustos, bramando en los pedrones. En las ráfagas eran sólo una avanzada del presente ventarrón de la puna. Al cesar después de una breve lucha con las ramas y los riscos dejaban una gran cauda de silencio. El rumor de las pisadas de los caballos, parecía aumentar ese silencio nutrido de inmensidad. Si algún pedrusco rodaba del sendero, seguía dando botes por la pendiente, a veces arrastrando a otros en su caída, y todo ello era como el resbalar de unos granos de arena de la grandeza de las moles andinas. De pronto, ya no hubo si quiera arbustos ni cactos. La roca se dio a crecer más y más, ampliándose en lajas cárdenas y plomizas, tendidas como planos inclinados hacia la altura; alzándose verticalmente en peñas prietas que remedaban inmensos escalones; contorsionándose en picachos aristados que herían el cielo tenso; desperdigándose en pedrones que parecían bohíos vistos a distancia; superponiéndose en muros de un gigantesco cerco de infinito. Donde había tierra crecía tenazmente la paja brava llamada ichu. En su color gris amarillento se arremansaba el relumbrón del sol.

El resuello de caballos y jinetes empezó a colgarse, formando nubecillas blancuzcas que desaparecían rápidamente en el espacio. Los hombres sentían el frío en la piel erizada, pese a la gruesa ropa de lana y los tupidos ponchos de vicuña. El que iba delante volvió la cara y dijo, sofrenando su caballo:

—¿No le dará soroche, niño?

El interpelado respondió:

—Con mi papá ha subido hasta el Manacancho.

Ojeó entonces el camino que pugnaba por subir y picó espuelas. Las rodajas se hundieron en los ijares y el caballo dio un salto, para luego avanzar sobre el crujido de guijarros. El otro caballo se retrasó un tanto, pero acabó por apresurarse también, llegando a compasar el rumor de los cascos junto al primero.

El hombre que iba de guía era un indio viejo, de impasible cara. Bajo el sombrero de junco, cuya sombra escondía un tanto la rudeza de su faz, los ojos fulgían como dos diamantes negros incrustados en piedra. Quien lo seguía era un niño blanco, de diez años, bisoño aún en largos viajes por las breñas andinas, razón la cual su padre le había asignado el guía. Camino del pueblo donde estaba la escuela, tenían que pasar por tierras cuya amplitud crecía en soledad y altura.

Que el niño era blanco decíase por el color de su piel, aunque bien sabía él mismo que por las venas de su madre corrían algunas gotas de sangre india. Ella era hermosa y dulce y de la raza nativa se le anunciaba en la mata abundosa y endrina del caballo, en la piel ligeramente trigueña, en los ojos de una suave melancolía, en la alegría y la pena contenidas por una serenidad honda, en la ternura presente siempre, en las manos dadivosas y la voz acariciante.

Así es que el niño blanco no lo era del todo, y mas por haber vivido siempre entre dos mundos. El mundo blanco de su padre y los familiares de éste, y el mundo de su madre y el pueblo peruano de los Andes del norte, confusa aglutinación de cholos e indios hasta no poderse hacer precisa cuenta de raza según la sangre y el alma. Con todo, el niño era considerado blanco debido a su color y también por pertenecer a la clase de los hacendados, dominadora del pueblo indio durante mas de cuatro siglos.

El muchacho caminaba tras el viejo sin tomar en cuenta, ni poco ni mucho, que le estaba haciendo un servicio. A lo más podía considerar, con absoluta naturalidad, que eso no era parte de su deber de indio: Pero tampoco se preocupaba de considerarlo así. Estaba completamente acostumbrado a que los indios le sirvieran. En esos momentos, evocaba su casa y algunos episodios de su vida. Ciertamente que había subido con su padre hasta el Manancancho, cerro de su hacienda que le llamara la atención debido a que amanecía nevado una que otra vez. Pero esas montañas que ahora estaban remontando eran evidentemente más elevadas y acaso el soroche, el mal de la puna, lo atenazaría cuando estuvieran en las cumbres gélidas. Una sensación de soledad le crecía también pecho adentro. Hacía cinco horas que caminaban y tres por lo menos que dejaron los últimos bohíos. El guía indio, que de amanecida y mientras cruzaran por un valle oloroso a duraznos y chirimoyas, le fue contando entretenidas historias, se cayó al tomar altura, tal vez contagiado del silencio de la puna, acaso porque más le interesara contemplar el panorama. Los ojos del viejo no hacían otra cosa que avizorar los horizontes, el cielo amplísimo, los cañones abismales. El muchacho miraba también, sobretodo a las alturas. ¿Dónde estaría la famosa cruz?

Al doblar la falda de un cerro, tropezaron con unos arrieros que conducían una piara de mulas cansinas, las que prácticamente desaparecían bajo inmensas cargas. Los fardos olían a coca y estaban cubiertos por las frazadas que los arrieros usarían en la posada. Los vivos colores de las mantas daban pinceladas de júbilo a la uniformidad gris de las rocas y pajonales.

—Güenos días, cristianos —saludó el guía indio.

Los arrieros contestaron:

—Güenos días les dé Dios…
—Ave María Purísima….
—Güenos días…

El guía indio dijo con la mejor expresión que pudo poner:

—Quien sabe tienen un traguito…

Los arrieros miraron al que parecía ser su jefe, sin responder. Este, que era un cholo cuarentón, de ojos sagaces, echó un vistazo al indio viejo y al niño blanco, para hacerse cargo de quienes eran, y respondió:

—Algo quedará…

Uno de los arrieros le alcanzó, sacándola de las alforjas que llevaba al hombro, una botella que caló el sol haciendo ver que guardaba mucho cañazo todavía. El cholo se le acercó al niño, diciendo:

—Si el patroncito quiere, él primero...
—Yo conozco a su papá, el patrón Elías…

El muchacho no gustaba del licor, pero le habían dicho que era bueno en la altura, para calentarse y evitar el sonroje, de modo que tomó dos largos tragos del áspero aguardiente de caña. El guía indio se detuvo también a los dos tragos, muy educadamente, pero apenas el jefe de los arrieros lo invitó a proseguir, se pegó el gollete a la boca y no paró hasta que el más zumbón de la partida gritóle:

—Güeno, yastá güeno…

El viejo sonrió levemente, entregando la botella.

—Dios se lo pague.

Guía y niño avanzaron luego, cruzando con cierta dificultad entre la desordenada piara de mulas. Sobre una de las mulas, en el vértice de dos fardos, había una piedra grande hermosamente azulada, casi lustrosa.

—Piedra de devoción, —acotó el guía.

Los arrieros lanzaron gritos que eran como zumbantes látigos:

—¡Jah, mula!…
—¡Mulaaaaa!…
—¡So!….¡So!…
—¡Jah!...
—¡Mula!…

El eco los multiplicaba. Parecía que otra partida arreaba desde las peñas. En un momento, el largo cordón de las mulas se rehízo y reptó coloreado la cuesta. Uno de los arrieros echó al viento la afirmación de un huaino:

A mi me llaman Paja Brava
Porque he nacido en el campo.
En la lluvia y el viento
fuerte no más me mantengo.

Ya no se sabía si era más jubiloso el color de las mantas o la canción.

Los jinetes iban todo lo ligero que les permitía la abrupta senda y, pendiente arriba siempre fueron dejando lejos a los arrieros. De rato en rato, escuchaban algún fragmento de los gritos: "¡uuuuuu!"… "¡aaaaa!"... Pero la inmensidad quedó a poco muda. Salvo que el viento silbó más repetidamente entre las pajas y despedazó con más furia en los roquedales. Cuando no. crecía el silencio de los peñones, de grandeza levantada impetuosamente hasta el cielo, naciendo de una sombrosa profundidad.

Abajo, los arrieros y su piara se habían empequeñecido hasta semejar una hilera de hormigas afanosas, acuestas con su carga por un sendero al que más bien había que imaginar, hilo desenvuelto al desgaire, leve línea que borraba casi, comida por las salientes de las peñas. La sombra de un nubarrón pasaba lentamente por las laderas, dando un tono más oscuro a los pajonales. Al ceñirse a las breñas, la sombra ondulaba como un oleaje de aire.

Los dos jinetes tomaron por un camino que cortaba oblicuamente un peñón. La roca había sido labrada a dinamita y a pico, donde era casi vertical, y se habían hecho calzadas donde la gradiente permitía asentar piedras. La roca viva surgía hacia un lado, aupándose hacia las nubes, y por el otro descendía formando un abismo. Los caballos pisaban firme, nerviosos sin embargo, y sus jinetes sentían bajo las piernas de los cuerpos crispados, tensos en el esfuerzo cuidadoso de bordear el desfiladero sin dar un resbalón que podía ser mortal. Los ojos de las bestias brillaban alertas sobre las sendas roqueñas y su resuello era más sonoro, prolongándose a veces, donde había que saltar escalones, en una suerte de quejido. El viejo y el muchacho sentían una solidaridad profunda hacia sus caballos y los breves gritos que daban para alentarlos, sonaban más bien como palabras de un lenguaje de fraternidad entre hombre y animal.
El niño blanco no habría sabido calcular el tiempo que duró la travesía en roca viva, al filo del abismo. Quizá veinte minutos o tal vez una hora. Aquello terminó cuando el camino, curvándose y abriendo una suerte de puerta, asomóse a una llanura. El sintió que sus propios nervios se distendían. Su caballo se detuvo y sacudió adrede el cuerpo, frenéticamente, dando luego un corto relincho. Descansó así y siguió al del guía con trote fácil. El viejo barbotó:

—¡La mera jalca!

Era el altiplano andino. La paja brava crecía corta en la fría desolación del yermo. En el fondo de la planicie, se alzaba una nueva crestería. El viento soplaba tenazmente, pasando libre sobre el páramo, desgreñando los pajonales, ululando, rezongando. La ruta estaba marcada en ichu por un haz de senderos, canaletas abiertas por el trajín de la tierra arcillosa. Pedrones de un azul oscuro hasta el negror o de un rojo de brasa, medio redondos, surgían por aquí y por allá como gigantescas verrugas de la llanura. Las piedras de tamaño mediano eran escasas y menos se veían de las pequeñas, buenas para ser acarreadas. El indio desmontó súbitamente y se encaminó a cierto lado, derecho hacia una piedra que había logrado localizar y levantó en la mano.

—¿Le llevo una pa’ usté, niño? —preguntó.
—No, —fue la respuesta del muchacho.

Con todo, el viejo buscó otra piedra y volvió con ambas. Le llenaban las manos grandotas. Parsimoniosamente mirando de reojo al niño blanco, las guardó en las alforjas colocadas en el basto trasero de la montura, una en cada lado. Cabalgó entonces y habló:

—Hay que cargar las piedras desde aquí. Más adelante se han acabao…
—Ese arriero que trae una piedra, se pasa de zonzo. ¡Traer una piedra de tan lejos!
—Habrá hecho promesa. Niño.
—¿Y dónde está la cruz?

El viejo señaló con el índice cierto punto de la crestería, diciendo:

—Esa es…

El muchacho no la distinguió, pese a que tenía buena vista, pero sabía que el indio, aunque muy viejo, debía tenerla mejor. Estaría allí.

Se referían a la gran cruz del alto, famosa en toda la región por milagrosa y reverenciada. Estaba situada En el lugar donde la ruta vencía la más alta cordillera. Era costumbre que todo viajero que pasase por dejara una piedra junto a la peaña. A través de los años, las piedras transportables que había en las cercanías se agotaron y tenían que llevárselas desde muy lejos. Año tras año aumentaba la distancia, pero no decrecía la recogida.

El muchacho llevaba también algo en relación con la cruz, pero entre pecho y espalda. Al despedirse, su padre le había dicho:

—No pongas piedra en la cruz. Esas son cosas de indios y cholos…de gente ignorante…

Recordaba exactamente tales palabras.

El sabía que su padre no era creyente por ser racionalista, cosa que no entendía. Su madre sí era creyente y llevaba una pequeña cruz de oro sobre el pecho y encendía una pequeña lámpara votiva ante una hornacina que guardaba la imagen de la Virgen de los Dolores. Pensaba que también, de haber tenido tiempo preguntárselo a su madre, ella le hubiese dicho que pusiera la piedra ante la cruz. Cavilaba sobre ello cuando sonó la voz del indio, quien se atrevía a advertirle:

—La piedra es devoción, patroncito. Todo el que pasa tiene que poner su piedra. Ya ve usté que soy viejo y eso es lo que siempre he visto y oído…
—Ajá… La pondrán los indios y cholos.
—Todos, patroncito. Hasta los blancos…
—¿Los patrones?
—Los patrones también. Es devoción.
—No te creo. ¿Mi papá también?
—A la vereda, nunca pase junto con él al lado de la Cruz del Alto, pero le juro que lo hizo…
—No es cierto. El dice que éstas son cosas de indios y cholos, de gente ignorante.
La Santa Cruz le perdone al patrón.
—Una piedra es una piedra.
—No diga eso, patroncito. Mire que al doctor Rivas, el juez del pueblo, letrao como es, hombre de mucho libro, yo lo vi poner su piedra. Hasta echó sus lagrimones…

El viento arreció y les impedía hablar. Les levantaba los ponchos, les azotaba la cara. El muchacho, no obstante ser andino, comenzó a sentir frío de veras. Unas lagunas de aguas escarchadas, al filo de las cuales pasaban, reflejaron la traza injerida de caballos y jinetes. Las crines y los ponchos parecían banderolas del viento. Cuando amainó un poco, el viejo volvió a decir:

—Ponga su piedra patroncito. A los que no lo hacen, les va mal… ...Yo no quiero que le pase nada malo, patroncito…

El muchacho no le contestó. Conocía mucho al viejo indio, pues vivía cerca de la casa hacienda, en un bohío igualmente viejo, tanto que en cierto lugar del techo, la paja se había podrido y apelmazado y crecían allí algunas hierbas. El viejo le llamaba "niño" habitualmente, con lo cual adquiría el rango propio de los ancianos , pero cuando quería que le hiciese un favor, pasaba automáticamente al "patroncito". "Patroncito. Su papá me ofreció encargarme un machete y lo ha olvidao. Hágale acordar, patroncito". "Patroncito: mi vieja anda mala de la barriga y le voy a dar manzanilla en agua caliente. Pa que seya güena, se necesita echarle la azucarcita. Deme un puñao de azucarcita, patroncito". La manzanilla y otras plantas mas o menos medicinales crecían, junto con repollos y cebollas en el pequeño huerto del viejo. También había una planta de lúcuma, con cuya fruta le obsequiaba. Y no lejos del bohío solía deambular siempre una de sus nietas, chinita de la edad del niño blanco, quien pasteaba un rebaño de ovejas. La muchachita de cara reelijan y ojos brillantes, cantaba cantos indios con una voz de tórtola. Verla y oírla le daba un gran contento. Eran tan amigos, que jugando rodaban por la loma.

Y ahora salía el viejo indio con la cantaleta del "patroncito". Se esforzó una vez más:

—Patroncito…..Óigame, patroncito. Hace añazos subió un cristiano de la costa llamao Montuja o algo de esa laya. Así era el apelativo. El tal Montuja no quiso poner su piedra y se rió. Se rió. Y quien le dice que pasando esta pampa, al lao de estas meras lagunas según cuentan, le cae un rayo y lo deja en el sitio…
—Ajá…
—Cierto, patroncito. Y se vio claro que el rayo iba destinao pa él. Con tres más andaba, que pusieron su piedra, y sólo a don Montuja lo mató...
—Sería casualidad. A mi papá nuca le ha pasado nada, para que veas.

El viejo pensó un rato y luego le dijo:

La Santa Cruz le perdone al patrón, pero usté, patroncito...

El niño blanco creyendo que no debía discutir con el indio, le interrumpió diciendo:

—Calla ya.

El viejo enmudeció.

Violento, manso, el viento no cesaba. Su persistencia era un baño helado. El muchacho tenía las manos ateridas y sentía que las piernas se le estaban adormeciendo. Esto podía deberse también al cansancio y a la altura. Acaso su sangre estaba circulando mal. Un ligero sonido estaba comenzando a sonar en el fondo de sus oídos. Tomando una rápida resolución, desmontó diciendo al guía:

—Jala tu mi caballo. ¡Sigue!

Sin más palabras, echaron a andar, el guía y los caballos delante.

El muchacho se terció el poncho a la espalda y salió de la huella. Pronto advirtió que las grandes rodajas de las espuelas se enredaban en la paja brava y tuvo que volver a uno de los senderos. Sentía que las puntas de sus pies estaban duras y frías y que las piernas le obedecían mal. Apenas podía respirar, como que le faltaba el aire enrarecido, y su corazón retumbaba. Claramente, oía el lento y trabajoso palpitar de su corazón. A los diez minutos de marcha, se había cansado mucho, pero pese a todo, seguía caminando voluntariosamente. Según oyó decir a su padre, En los Andes hay que pasar a veces por lugares de diez, doce, catorce mil metros de altura y más. No sabía a que elevación se encontraba en ese momento, pero indudablemente era muy grande. Su padre le había hablado también de la forma que hay que comportarse en las grandes alturas y eso estaba haciendo. Sólo que hasta caminar resultaba difícil. El mero hecho de avanzar por una planicie, fatigaba. La altura quitaba el aire. Y no obstante, el viento le había quemado la cara a chicotazos. Al tocársela, sintió que ardía. Un sabor salino se le agrandó en la boca. Sus labios estaban partidos y sangrantes. Un rastro rijizi le quedó en los dedos. Recordó como su madre solía curarlo y una honda congoja le anudó el cuello. La nostalgia de la madre, le hizo asomar a los ojos lágrimas tenaces que se los empañaron. Se las secó rápidamente, para que no lo viera llorar ese indio que cargaba neciamente dos piedras. Menos mal que los pies se le estaban abrigando y sentía las piernas menos tiesas.

En realidad, el indio no dejaba de observarlo a su manera, es decir disimuladamente. Desde la seguridad de su baquía y su milenaria reciedumbre, sentía cierta admiración por ese pequeño blanco que estaba afrontando adecuadamente su primera prueba de altura. Pero no dejaba de infundirle cierto malestar, inclusive temor, la irreverencia del muchacho, en la cual quería ver algo genuinamente blanco, o sea maligno. Ningún indio sería capaz de hablar así de la piedra y la cruz. Pero él no tenía palabras para hacerle entender, después de todo se le había ordenado callar y no podía, en último extremo, hacer otra cosa. El muchacho, sintiéndose mejor, pues se le habían entibiado hasta las manos, gritó:

—¡Ey!
—¿Va a montar, niño?
—Sí.

El viejo le acercó el caballo y desmontó diciendo:

—Espere todavía.

Sacó de uno de sus bolsillos un envoltorio de papel ocre. Contenía grasa de la usada para tratar los cueros, especialmente los lazos y riendas. Con ella embadurnó la cara del muchacho, a la vez que decía:

—Es buena pa la quemadura de puna….Se ha pelao como papa…Tiene que curtirse como yo, niño…En la altura, es güeno ser indio….La puna tendrá que hacerlo menos indio...

Olía mal la grasa, y era tratado como cuero, pero sin abandonar su arrogancia, el muchacho sonrió. Bien que tuvo que hacerlo con cierta parsimonia porque los labios partidos le dolieron más al distenderse.

Trote adelante, advirtió que la cordillera situada al fondo de la llanura, quedaba ya muy cerca. Alzando los ojos, vio la cruz, erguida arriba, en una concavidad de las cresterías hasta la cual llegaba el quebrado sendero. Sobre un promontorio, la cruz extendía sus brazos al espacio, bajo un inmenso cielo.

A poco andar, llegaron a la cordillera. Las rocas que formaban eran pardas y azules y no había siquiera paja entre ellas. El sendero era extraordinariamente difícil, labrado de nuevo en las peñas por medio de cortes y calzadas. Frecuentes escalones demandaban un enorme esfuerzo a las bestias, que crispaba sus cuerpos en la ascensión, resoplaban sonoramente, daban cortos bufidos como quejas.

El muchacho pensaba que, de no haberse puesto a caminar, ahora se le habría paralizado el cuerpo. Pese al sol radiante que brillaba en medio del cielo, estallando en las aristas de las rocas, el aire era singularmente frío capaz de helar. Su consistencia sutilísima demandaba que se lo respirase a pulmón lleno, sin que ello impidiera quedarse con una vaga sensación de asfixia.

Pero no se preocupaba ya. Tenía el cuerpo abrigado por la camiseta y su sangre fluía acompasadamente. Sus oídos afinados podían escucharlo. Para mejor, terminada la cuesta, cosa que les llevaría una media hora, comenzarían el descenso. Habiendo pasado con bien por la prueba, hasta estaba alegre. Quien echaba miradas recelosas era el indio. El niño blanco las entendió, y más viendo el sendero y sus inmediaciones, prácticamente limpios de toda piedra que se pudiera transportar.

Dijo volviendo al tema:

—Con el tiempo, quizás tengan que romper las peñas y las piedras grandes a comba y dinamita…para la devoción. No quedan ni guijarros por aquí…
—Patroncito: cuando los taitas pasan con chiquitos, les dan también su piedra a cargar…Así, en años y años, hasta las piedras chicas se han acabao, patroncito… Fuera de que algunos cristianos que no encontraban piedra güena, cargaban con varias chicas…
—¿Y cuando comenzó todo esto?
—No hay memoria. Mi taita ya contaba de la devoción y el taita de mi taita, lo mesmo…También la encontró.
—Está bien que ante las imágenes y cruces pongan lámparas y velas… ¿pero piedras!…
—Como que da lo mesmo, patroncito. La piedra es también devoción.

El indio se quedó meditando y luego, esforzándose por dar expresión adecuada a sus pensamientos, dijo lentamente:

—Mire, patroncito…La piedra no es cosa de despreciarla… ¿Qué fuera del mundo sin la piedra? Se hundiría. La piedra sostiene la tierra….Como que sostiene la vida…
—Eso es otra cosa. Pero mi papá dice, que los indios, de ignorantes que son, hasta adoran la piedra. Hay algunos cerros de piedra, tienen que ser de piedra, a los que llevan ofrendas de coca y chicha y les preguntan cosas….Son como dioses….Uno de esos cerros es el Huara…
—Así es, patroncito…Dicen que es muy milagroso el cerro Huara.
—Ya ves. ¿Crees tú en el cerro?
—A la verdá que yo nunca juí al Huara, pero no puedo decir ni si, ni no. Mi cabeza no me da pa eso…
—Ajá ¿Y por qué no ponen cruz en ese cerro?
—Dicen que ese no es cerro de cruz. Es cerro de piedra.
—¿Y por qué no le llevan piedras?
—Usté sabe que le llevan ofrendas de otra laya. ¿Pa qué va a querer piedras si es de piedra?, a una cruz no se le llevan cruces…
—Pero tú crees en el cerro.
—No le puedo responder, como le digo… Yo nunca fui al Huara… pero patroncito, ¿por qué no va a poner piedra en la cruz. La cruz es la cruz…
—¿Qué importancia tiene una piedra?
—La piedra es devoción, patroncito.

Callaron ambos, ni el viejo ni el muchacho sabían de las innumerables piedras místicas que había en su historia ancestral, pero la discusión los conturbó en cierto modo. Más allá de las razones que se dieron, existían otras que no pudieron hacer aflorar a su mente y sus palabras. El viejo, confusamente, compadecía al niño por creerlo un ser mutilado, remiso a la alianza profunda con la tierra y la piedra, con las fuentes oscuras de la vida. Le parecía fuera de la existencia, tal un árbol sin raíces, o absurdo como un árbol que viviera con las raíces en el aire. Ser blanco, después de todo, resultaba hasta cierto punto triste.

El muchacho por su parte, hubiera querido fulminar la creencia del viejo, pero encontró que la palabra ignorancia no tenía mucho significado, que en último término carecía de alguno, frente a la fe. Era evidente que el viejo tenía su propia explicación de las cosas o que, si no la tenía, le daba lo mismo. Incapaz de ir más allá de estas consideraciones, las aceptó como hechos que tal vez se explicaría más tarde.

Miró hacia lo alto. La famosa cruz no era visible desde la cuesta, pues la ocultaban las aristas de los peñones. Pero parecía que ya iban a llegar. El camino se lanzó por una encañada y saliendo de ella, en la parte más honda de una curva tendida entre dos picachos, estaba la reverenciada Cruz del Alto.

Como a cincuenta pasos del camino, hacia un lado, se levantaban los recios maderos ennegrecidos por el tiempo. La peaña cuadrangular sobre la cual se los alza, estaba enteramente cubierta de las piedras amontonadas por los devotos. El pedrerío seguía extendiéndose por todos lados, teniendo a la cruz como centro, y cubría un gran espacio, tal vez doscientos metros en redondo.

El indio desmontó y el niño blanco hizo lo mismo para ver mejor lo que pasaba.

El viejo sacó de las alforjas las dos piedras, dejando una en el suelo, a la vista, sobre las mismas alforjas. Con la otra en la mano, avanzó hasta las orillas del pedrerío y precisó con los ojos un lugar apropiado. Sacándose el sombrero, y haciendo una reverencia, en actitud ritual, colocó su misma piedra sobre las otras. Luego miró la cruz. No movía los labios, pero parecía estar rezando. Quizá pedía algo en forma de rezo. En sus ojos había un tranquilo fulgor. Bajo el desgreñado cabello blanco, el rostro cretino y rugoso tenía la nobleza que da la fe nítida. Había en toda su actitud algo profundamente conmovedor y al mismo tiempo digno.

Para no turbarlo, el muchacho se alejó un tanto, y después de trepar a una pequeña loma situada en mitad de la cresta, pudo contemplar, a un lado y al otro, el más amplio panorama de cerros que hasta ese momento vieron sus ojos.

En el horizonte, las nubes formaban un marco albo sobre el cual las cumbres se recortaban, azules y negras, limando un tanto sus aristas. Más acá, los cerros tomaban diferentes colores: morados, rojizos, prietos, amarillentos, según su conformación, su altura y lejanía, surgiendo a veces desde el lado de ríos que ondulaban como sierpes grises. Coloreados de árboles y bohíos en sus bases, los cerros íbanse limpiando de tierra y por último, de no llegar a coronarlos de nieve espejeante, la roca estallaba en una dramática afloración. La piedra cantaba su épico fragor de abismos, de picacho, de farallones, de cresterías, de toda suerte de cimas agudas y cumbres encrespadas, de roquedales enhiestos y peñones bravíos, en sucesión inconmensurable cuya grandeza era aumentada por una impresión de eternidad. Surgía de ese universo de piedra un poderoso aliento místico, quizás menos grandioso que el de las noches estrelladas, pero más ligado a la vida del hombre. Simbólicamente acaso, ese mundo de piedra estaba allí, al pie de la cruz, en las ofrendas de miles y miles de cantos, de piedras votivas, llevadas a lo largo del tiempo, en años que nadie podía contar, por los hombres del mundo de piedra.

El niño blanco se acercó silenciosamente a las alforjas, tomó la piedra y se acercó a hacer la ofrenda.



en Duelo de caballeros, 1963