El empleado de la sección Poesía accionó una
pequeña palanca del tablero central y
casi de inmediato apareció la tarjeta en la
bandeja de información.
—Aquí está —dijo el empleado, tomando el
cartón con su mano izquierda y extendiéndoselo a Dorvs. Con la otra mano
sostenía la taza de café.
Dorvs tomó la tarjeta y trató de leer.
—No
entiendo—dijo.
—Claro que no. Pero es sencillo. Mire: cada
punto, una letra, cada dos puntos, un número.
—¿Tengo
que descifrarlo yo?
—No, en absoluto. Pensé que le gustaría saber,
por eso le explicaba.
—Me
basta con saber lo mío. ¿Puede informarme?
—Sí
—dijo el empleado, poniéndose serio de pronto y dejando a un lado la taza
vacía—. Cómo no.
Estudió
durante tres segundos las perforaciones del código.
—Tuvo
suerte —exclamó, con entusiasmo—. El libro ha sido aprobado. Le corresponde el
número A 125.432 bis, de la fecha.
—¿Qué
quiere decir? ¿Son todos los libros presentados en el año?
—No.
Son los compulsados hoy. Pero el suyo es uno de los pocos que ha pasado la
prueba. Hay solamente veintitrés en las mismas condiciones. Y usted es el
número uno.
—Gracias.
Eso está bien, ¿no?
—Supongo
que sí. Y para nosotros también. Es el primero que resulta aprobado en nuestra
oficina, en más de diez años.
—¿Adonde
debo dirigirme ahora?
—A la
biblioteca. Allí le darán toda la información.
—¿Lo
publicarán?
—Sí.
Son los que se encargan de eso.
—Gracias.
—Le
darán también una beca, seguramente. Un año para viajar adonde quiera.
—Me
vendría bien. Hasta luego.
—Tengo
que tomarle el tiempo que ha estado acá. Le conviene apurarse. No vaya
caminando.
—Sí,
voy a ir caminando. No me importa.
El
hombre anotó el tiempo y Dorvs salió a la explanada. Tenía nada más que dos
horas para dedicar a ese trámite, pero igual se dirigió caminando hacia la
biblioteca. Quería recapacitar. Por eso ni siquiera usó la vereda automática:
bajó libremente por la calzada.
Se
sentía ufano. Por fin habían aceptado un libro suyo. Esta obra era su tercera
prueba. Había fracasado veinte años atrás, con su primer trabajo. Y luego había
debido esperar los diez años que fijaba la ley para el segundo intento. Pero el
tercero había resultado. Ya era un escritor. Las computadoras habían
registrado todas sus palabras, habían examinado el contenido y lo seleccionaron
entre miles. Tuvo que trabajar intensamente todos esos años para hacerlo, aprovechando
las horas nocturnas y los descansos semanales. Había sido, además, su última
oportunidad. De no haber pasado esta prueba no hubiera podido ya dedicarse a
la literatura, no hubiera podido justificar esas horas que ocupaba escribiendo.
Pero ahora ya era un escritor. Llegó a Plaza Mallú, tomó por la Avenida Olivar
hasta la calle Néccico.
Cuando
llegó a la biblioteca una flecha lo llevó directamente hasta la sección Publicaciones.
Había una sola empleada, sentada entre
las máquinas ZZT, arreglando su reloj: lo había desarmado y ahora volvía a
poner cada pieza en su lugar, minuciosamente.
—¿Usted
también se anotó en esos cursos? —preguntó Dorvs.
—Sí.
Tuve que hacerlo. Es una gran cosa. Me ayuda a pasar el día.
Dorvs le extendió su tarjeta:
—Mi
libro ha sido aceptado —dijo—. ¿Me puede informar?
La
empleada tomó la ficha y examinó las perforaciones con ojo profesional.
—A
125.432 bis—dijo.
—Así
es —confirmó Dorvs, no sin cierto orgullo.
—¡Qué
cosa! —exclamó ella—. Cada día se escribe menos. Hasta hace un año no
bajábamos del millón. La gente ya no tiene entusiasmo.
—Cada
día resulta más difícil.
—Debe
ser eso. Su nombre es Dorvs.
—Sí.
—Muy
bien, tomaré nota. Puede llevar la tarjeta. Mañana quedará registrado y antes
de fin de semana recibirá el comprobante.
Puso
la tarjeta en la boca de entrada y cargó la memoria.
—¿Eso
es todo?
—Claro.
Tal vez reciba también los pasajes y el dinero para una beca. Usted es el
número uno. Se la merece.
—¿Y
mis originales?
—Su
original está aquí. Esta es la frase elegida para el archivo: «El sepia es un
racimo de grisú rabioso».
—Es un
verso.
—Bueno,
un verso.
—¿Y el resto? Yo presenté cincuenta poemas con
más de tres mil líneas.
—Todo
el material ha sido compulsado por la computadora. Las otras frases seguramente
estaban registradas. La máquina informa cuándo y por quiénes ha sido escrita
cada cosa y devuelve lo que es original. Su libro ha sido aceptado porque tenía
esta frase que es inédita. Ahora nosotros la incluimos en el archivo general, con
su nombre y sus datos.
—¿Y no
la publican?
—Por
supuesto. Todos los años se editan las nóminas de las nuevas creaciones, unas
veinte mil por vez. La suya saldrá con su nombre y todo más o menos dentro de
tres años. También le avisaremos. No deje de leerlo. Le felicito.
—Gracias.
¿Puedo copiar el verso?
—Cómo
no. Yo se lo dicto, porque veo que le queda poco tiempo. «El sepia es un
racimo de grisú rabioso».
Dorvs
escribió las ocho palabras en su cuaderno de notas y volvió al trabajo. Habían
pasado exactamente las dos horas que tenía para eso.
Su
labor de escritor estaba realizada. Su verso había ido a incrustarse en la
gran memoria del cerebro electrónico que contenía todo lo creado y pensado por
el hombre hasta ese momento. En algún sitio sus palabras quedarían inscritas
para siempre formando parte de todo lo adquirido por la cultura en su lucha con
el misterio.
Dorvs
aprovechó aquella beca, viajó, conoció cielos distintos y regresó al trabajo.
Tres años después recibió una hoja de las planillas de publicación donde
constaba su línea, con su número. Ningún otro hecho se derivó de su poesía.
Presentó otros libros. Presentó otros poemas pero ninguno fue ya aceptado por
la inexorable memoria de la computadora universal. Nada más sucedió. Salvo en
el último día de su vida.
Estando
enfermo de gravedad, muchos años después, un joven pidió hablar con el poeta
Dorvs. Conocía su verso, lo había leído en la nómina de difusión y lo que más
deseaba en el mundo era conocer a su autor. Lo hicieron pasar a la habitación
donde Dorvs agonizaba y el joven le explicó el motivo de su visita, su
admiración por el viejo maestro que había dejado aquella línea extraordinaria.
Dorvs sonrió y pensó que su vida acababa de transformarse en una victoria.
Sacó la antigua tarjeta de computadora donde constaba su creación y la entregó
al joven discípulo como un legado inmortal. Su visitante examinó aquella ficha.
—Perdón.
Esta es la A 125.432 bis —dijo.
—Claro.
¿Por qué? —preguntó Dorvs con sus últimas fuerzas.
—Yo
buscaba al autor de la A 125.433 bis —dijo el discípulo—. Debe tratarse de un
error del departamento de información.
Pero
Dorvs ya no oía. El joven llamó a la familia y salió un rato después con la
tarjeta en la mano. La dobló en dos. Y al cruzar la plaza, en uno de los canteros,
la dejó caer.
en Memorias del futuro, 1966
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