miércoles, septiembre 12, 2012

“Encarnaciones de niños quemados”, de David Foster Wallace







El Padre estaba a un lado de la casa poniendo una puerta para el inquilino cuando oyó los chillidos del niño y la voz alterada de la Madre entre los mismos. Pudo moverse deprisa, y el porche trasero daba a la cocina, y antes de que la puerta mosquitera se cerrara de un golpe a su espalda el Padre pudo contemplar toda la escena, la olla volcada en la baldosa del suelo que quedaba justo delante de la cocina y la llama azul del fogón y el charco de agua en el suelo todavía humeando mientras sus muchos bra­zos se extendían, el bebé con el pañal holgado de pie y rígido mientras le salía vapor del pelo y del pecho y los hombros de color rojo intenso y los ojos en blanco y la boca muy abierta y dando la sensación de estar de alguna manera separada de los ruidos que estaba emitiendo, la Madre apoyada en una rodilla intentando secarlo absurdamente con el trapo de fregar los pla­tos y soltando gritos tan fuertes como los de su hijo, tan histé­rica que estaba casi paralizada. La rodilla de ella y los piececitos descalzos y suaves seguían en el charco humeante, y lo primero que hizo el Padre fue coger al niño por las axilas y levantarlo del charco y llevarlo al fregadero, donde tiró varios platos y accio­nó el grifo de un golpe para que corriera agua fría por los pies del niño mientras con la mano ahuecada recogía agua y se la de­rramaba o bien se la arrojaba sobre la cabeza y los hombros y el pecho, con el objeto de que antes que nada dejara de salirle va­por, y la Madre detrás de su espalda invocando a Dios hasta que él la mandó por toallas y vendas si es que tenían, el padre mo­viéndose deprisa y bien y con su mente masculina vacía de todo salvo aquello que estaba haciendo, sin darse cuenta todavía de la ligereza con que se estaba moviendo o del hecho de que había dejado de oír los chillidos porque oírlos lo paralizaría y le impe­diría hacer lo que hacía falta hacer para ayudar a su hijo, cuyos gritos eran tan regulares como la respiración y tardaron tanto en apagarse que acabaron por convertirse en una cosa más de las que había en la cocina, algo más que eludir para moverse con presteza. La puerta trasera para el inquilino, fuera, colgaba a me­dio atornillar de su bisagra superior y el viento la movía un poco, y un pájaro posado en el roble del otro lado de la entrada para coches parecía observar la puerta con la cabeza inclina­da mientras seguían saliendo gritos del interior. Las peores que­maduras parecían estar en el brazo y el hombro derechos, el color rojo del pecho y la barriga se fue volviendo rosado bajo el agua fría y el Padre no podía ver ampollas en las suelas suaves de sus pies, a pesar de lo cual el bebé todavía tenía los puños cerrados y chillaba, aunque tal vez ahora de forma puramente refleja y por miedo, el Padre no sabría hasta más tarde que ha­bía pensado en aquella posibilidad, con la carita dilatada y venas nudosas abultándole en las sienes, y el Padre no paraba de decir que estaba allí, que estaba allí, a medida que le bajaba la adrena­lina y que una furia hacia la Madre por permitir que pasara aquello empezaba a acumularse de forma intermitente en el fon­do más recóndito de su mente, todavía a horas de distancia de ser expresada. Cuando la Madre regresó él no estuvo seguro de si envolver o no al niño con una toalla pero acabó por mojar la toalla y envolverlo, lo lió bien fuerte y levantó a su bebé del fre­gadero y lo puso en el borde de la mesa de la cocina para tran­quilizarlo mientras la madre intentaba examinarle las plantas de los pies, agitando una mano en las inmediaciones de su boca y emitiendo palabras absurdas mientras el Padre se inclinaba y po­nía la cara delante de la del niño sentado en el borde a cuadros de la mesa repitiendo el hecho de que estaba allí y tratando de cal­mar los chillidos del niño, pero el niño seguía gritando sin alien­to, con un sonido agudo, puro y brillante que podía pararle el corazón y con los labios y las encías granulosas ahora teñidas del color azul claro de una llama baja o eso le pareció al Padre, gri­tando casi como si siguiera debajo de la olla inclinada y sufrien­do el mismo dolor. Así pasaron un minuto o dos que parecieron mucho más largos, con la Madre al lado del Padre hablando en tono cantarín a la cara del niño y la alondra en la rama con la ca­beza inclinada a un lado y una línea blanca apareciendo en la bisagra como resultado del peso de la puerta inclinada hasta que la primera voluta de vapor apareció perezosamente desde deba­jo del borde de la toalla y los padres intercambiaron una mirada y abrieron mucho los ojos: el pañal, que cuando abrieron la toalla e inclinaron a su niño hacia atrás sobre el mantel a cuadros y desabrocharon las lengüetas reblandecidas e intentaron quitar­lo se resistió un poco provocando más chillidos y resultó estar caliente, el pañal de su bebé les quemó las manos y vieron dón­de había caído realmente el agua y dónde se había acumulado y había estado quemando a su bebé todo aquel tiempo mientras él gritaba pidiendo ayuda y ellos no lo habían ayudado, no se les había ocurrido, y cuando se lo quitaron y vieron el estado de lo que había allí la Madre dijo el nombre propio de su Dios y se agarró a la mesa para no perder el equilibrio mientras el padre se daba la vuelta y le pegaba un puñetazo al aire de la cocina y se maldecía a sí mismo y también al mundo y no por última vez, y ahora su hijo podría haber estado dormido si no fuera por el ritmo de su respiración y por los ligeros movimientos acon­gojados de sus manos en el aire de encima del sitio donde esta­ba tumbado, unas manos del tamaño del pulgar de un hombre adulto que habían agarrado el pulgar del Padre en la cuna mien­tras el niño miraba cómo la boca del padre se movía al cantar una canción, con la cabeza inclinada y dando la impresión de mirar algo situado más allá, algo que hacía sentirse solo a su Pa­dre, como apartado. Si nunca han llorado ustedes y quieren llo­rar, tengan un hijo. «Break your heart inside and something will a child» es la canción gangosa que el Padre vuelve a oír casi como si la mujer de la radio estuviera allí a su lado mirando lo que han hecho, aunque horas más tarde lo que el Padre menos podrá perdonarse es lo mucho que quería un cigarrillo justo mientras estaban envolviendo la entrepierna del niño lo mejor que podían con vendas y con dos toallas de mano cruzadas, des­pués el Padre lo levantó en brazos como si fuera un recién na­cido, cogiéndole el cráneo con la palma de la mano, se lo llevó corriendo a la camioneta recalentada y quemó los neumáticos hasta llegar al pueblo y a la sala de urgencias del hospital dejando la puerta del inquilino abierta y colgando durante el día entero hasta que la bisagra cedió, pero para entonces ya era demasiado tarde, para cuando la cosa fue irreversible y ellos no llegaron a tiempo el niño ya había aprendido a salir de sí mismo y ver cómo sucedía todo lo demás desde un punto en lo alto, y lo que fuera que se perdió entonces nunca más volvió a importar, y el cuerpo del niño se expandió y echó a caminar y ganó un suel­do y vivió su vida sin inquilino, una cosa entre cosas, y el alma de su yo fue en gran medida vapor en lo alto, que caía como la lluvia y luego se elevaba, y el sol subía y bajaba como un yoyó.




en Extinción, 2004










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