El lunes siguiente volví al trabajo en el Rocky
Mountain News. Al entrar en la redacción sentí que las miradas se clavaban en
mí, pero no era una sensación nueva. A menudo sentía que me miraban al entrar.
Yo tenía un trabajo con el que todos los de la redacción soñaban. Sin agobias
diarios, sin cierres diarios. Tenía libertad para recorrer toda el área de
difusión del Rocky Mountain y escribir sobre un tema. Asesinatos. A todo el
mundo le gusta una buena historia de crímenes. Algunas veces había desmenuzado
todo el proceso de un tiroteo, contando las historias del tirador y de la víctima
y su colisión fatal. Otras veces había escrito sobre un crimen de la alta
sociedad en Cherry Hill o sobre un tiroteo en un bar de Leadville.
Intelectuales y paletos, crímenes de poca monta y asesinatos importantes. Mi
hermano tenía razón: eso vendía periódicos si lo contabas bien. Y yo lo hacía.
Me tomaba el tiempo necesario y lo contaba bien.
Sobre mi mesa, junto al ordenador, había una pila de
periódicos que medía un palmo de altura. Era mi fuente principal de reportajes.
Estaba suscrito a todos los diarios, semanarios y revistas mensuales que se
publicaban desde Pueblo hasta Bozeman. Me servían para rastrear pequeñas
historias sobre asesinatos que pudiera convertir en grandes reportajes. Siempre
había mucho donde escoger. En los dominios del Rocky Mountain mantenía una veta
de violencia desde los tiempos de la fiebre del oro. No tanta violencia como en
Los Ángeles, Miami o Nueva York, ni mucho menos. Pero a mí nunca me faltaba
material. Siempre andaba buscando algo nuevo o diferente sobre el crimen o la investigación,
un golpe de efecto o un toque de melancolía. Mi trabajo consistía en explotar
esos elementos.
Pero aquella mañana no buscaba ideas para un reportaje.
Empecé por escudriñar el montón de, ediciones atrasadas del Rocky y de nuestro
competidor, el Post. Los suicidios no figuran en la dieta habitual de los
diarios a menos que hayan ocurrido en extrañas circunstancias. La muerte de mi
hermano entraba en esa categoría. Pensé que era muy posible que se hubiera
publicado algo. Tenía razón. Aunque el Rocky no había publicado nada,
probablemente por tener un detalle conmigo, el Post del día siguiente a la
muerte de Sean traía una noticia a tres columnas al pie de una de las páginas
de local.
UN DETECTIVE SE
SUICIDA EN EL PARQUE NACIONAL
Un veterano detective
de la policía de Denver, que investigaba el asesinato de la estudiante de la
Universidad de Denver Theresa Lofton, fue hallado muerto por una herida de bala
que al parecer se había disparado él mismo el jueves en el parque nacional de
las Rocosas, según fuentes oficiales.
Sean McEvoy, de
treinta y cuatro años, fue hallado en su coche patrulla sin distintivos, que
estaba estacionado en un aparcamiento del lago Bear, junto a la entrada de
Estes Park. El cuerpo del detective fue descubierto por un guarda forestal que
oyó un disparo sobre las cinco de la tarde y acudió al aparcamiento a
investigar.
Las autoridades del
parque han pedido al Departamento de Policía de Denver que investigue la
muerte, y el caso está en manos de la Unidad de Investigaciones Especiales
(SID). El detective Robert Scalari, que dirige la investigación, declaró que
hay indicios preliminares de que se trata de un suicidio.
Scalari informó de que
se había hallado una nota en el lugar de la muerte, pero se negó a hacer
público su contenido. Dijo que se cree que McEvoy estaba desanimado ante
ciertas dificultades de tipo profesional, pero también se negó a hablar sobre
los problemas que tenía. McEvoy, que se crió y aún vivía en Boulder, estaba
casado, pero no tenía hijos. Llevaba doce años en el Departamento de Policía,
en el que ascendió rápidamente a un puesto en la unidad de Delitos Contra
Personas Físicas (CAP), que lleva las investigaciones de todos los delitos
violentos en la ciudad.
McEvoy era actualmente
jefe de la unidad y recientemente había dirigido las investigaciones sobre la
muerte de Theresa Lofton, de diecinueve años, que fue hallada estrangulada y
mutilada hace tres meses en Washington Park. Scalari se negó a comentar si el
caso Lofton, que sigue sin resolver, se citaba en la nota de McEvoy o era una
de las dificultades profesionales que supuestamente le afectaban.
Scalari señaló que no
se sabe por qué McEvoy acudió a Estes Park antes de suicidarse y añadió que la investigación
sobre la muerte sigue adelante.
Leí la noticia dos veces. No contenía nada que yo no
supiera, pero me provocaba una extraña fascinación. Quizá porque creía que
sabía o que empezaba a tener una idea de por qué Sean había ido a Estes Park y
había hecho todo el camino hasta el lago Bear. Había una razón, pero yo no
quería pensar en ella. Recorté el artículo, lo puse en una carpeta y guardé
ésta en un cajón del escritorio.
Mi ordenador emitió un pitido y apareció un mensaje en
lo alto de la pantalla. Era una llamada del redactor jefe en Denver. Había
vuelto al trabajo. El despacho de Greg Glenn estaba al fondo de la sala de
redacción. Una de las paredes era de vidrio y le permitía ver las hileras de
mesas en que trabajaban los reporteros y, a través de las ventanas que daban al
oeste, las montañas cuando no las tapaba la polución.
Glenn era un buen jefe, que en una noticia valoraba la
redacción por encima de todo. Eso era lo que me gustaba de él. En este oficio
hay dos escuelas de redactores jefe. A unos les gustan los hechos y atestan con
ellos la noticia hasta dejarla tan sobrecargada que nadie la va a leer entera.
A otros les gustan las palabras y nunca dejan que los hechos se interpongan.
Glenn me gustaba porque me dejaba escribir y casi se puede decir que me
permitía escoger el tema. Nunca me metía prisas por un original y nunca me daba
la paliza para que lo entregase. Hacía tiempo que intuía que todo lo que me
gustaba cambiaría si él dejaba el periódico, si lo degradaban o lo promocionaban
fuera de la redacción. Los redactores jefe se construyen sus propios nidos. Si
él se iba, lo más probable es que yo me viera de nuevo trabajando en los
sucesos, escribiendo sueltos basados en notas policiales. Cubriendo crímenes de
poca monta.
Me senté en el sillón acolchado que había ante su
escritorio, mientras él acababa una conversación telefónica. Glenn tenía unos
cinco años más que yo. Cuando entré en el Rocky, diez años atrás, él era uno de
los reporteros estrella, como yo ahora. Pero, finalmente, entró a formar parte
de la dirección. Ahora iba siempre de traje, tenía sobre la mesa una de esas
estatuillas de un futbolista de los Broncos que movía la cabeza, pasaba más
tiempo al teléfono que en cualquier otra actividad y estaba siempre atento a
los vientos políticos que soplaban desde la oficina central de la empresa en Cincinnati.
Era un cuarentón con barriga, mujer, dos hijos y un buen sueldo que no
alcanzaba para comprar una casa en el barrio en el que su esposa quería vivir.
Me lo había contado todo tomando una cerveza en el Wynkoop, la única noche que
habíamos salido juntos en los últimos cuatro años.
Clavadas en una pared del despacho de Glenn estaban las
portadas de los últimos siete días. Lo primero que hacía cada día era quitar la
más antigua y poner la última. Supongo que lo hacía para seguir el rastro de
las noticias y la continuidad de su cobertura. O quizá porque, como ya no
firmaba nunca nada, el poner las páginas allí era un modo de recordarse a sí
mismo que era el responsable. Glenn colgó el teléfono y me miró.
– Gracias por venir -me dijo-. Sólo quería decirte otra
vez que siento lo de tu hermano. Y que si quieres tomarte más tiempo, no hay
ningún problema. Nos apañaremos.
– Gracias, pero ya he vuelto.
Asintió, pero no hizo ningún gesto que diera por
terminada la conversación. Yo sabía que me había llamado por algo más.
– Bueno, pues a trabajar. ¿Tienes algo entre manos? Por
lo que recuerdo, estabas buscando un nuevo proyecto cuando… cuando ocurrió. Me
imagino que si estás de vuelta lo mejor será que estés ocupado en algo. Ya
sabes, otra vez a sumergirse.
Fue en ese momento cuando supe lo que iba a hacer a
continuación. Bueno, de hecho era algo que estaba en mi cabeza. Pero no había
salido a la superficie hasta que Glenn me planteó la cuestión. Entonces, por
supuesto, resultó obvio.
– Voy a escribir sobre mi hermano -le dije.
No sé si era eso lo que Glenn esperaba que le dijese,
pero creo que sí. Creo que le había echado el ojo a la historia desde que se
enteró de que los polis habían venido a buscarme a la sala de espera para
contarme lo que había hecho mi hermano. Probablemente era lo bastante sagaz
para saber que no me tendría que sugerir ese reportaje, que se me ocurriría a
mí mismo. Le bastó con plantearme una simple pregunta.
En cualquier caso, mordí el anzuelo. Y eso cambió toda
mi vida. Con la misma claridad con que se puede trazar la línea de la vida en
retrospectiva, la mía cambió con aquella frase, en el momento en que le dije a
Glenn lo que iba a hacer. Por entonces creía que sabía algo acerca de la
muerte. Creía que sabía algo sobre el mal. Pero no sabía nada.
1996
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