lunes, septiembre 24, 2012

“Cómo llegar a ser poeta”, de Dylan Thomas







Con evidente exceso de confianza, me ha invitado un editor a escribir sobre este asunto. ¡Tantos otros asuntos como podía haberme sugerido! Los enredos de las escenas de seduc­ción en el teatro Watts-Dunton, Charles Mor­gan, mi personaje favorito de ficción, Mr. T. S. Eliot y la crisis del dolar, la influencia de Lau­rel en Hardy y de Hardy en Laurel... Como escribe Fowler en su Diccionario de Uso del Inglés, «cuántas palabras no se podrían decir de todas esas cosas si tales fueran mis temas de ensayo». Pero, contrariado artesano, volveré a mi tema original.

Ya de entrada, y a modo de nota supuesta­mente informativa, quiero aclarar que yo no considero la Poesía como un Arte ni Oficio, ni como la expresión rítmica y verbal de una necesidad o premura espirituales, sino simple­mente como el medio para un fin social, siendo dicho fin la consecución de un estado en socie­dad lo bastante sólido como para justificar que el poeta tienda a eliminar o se deshaga de ciertos amaneramientos, fundamentales en un primer período, en el habla, la indumen­taria y la conducta. Para justificar también ingresos económicos que satisfagan sus necesidades más apremiantes, de no haber sido aquél víctima ya del Mal de los Poetas o del Gran Basurero (Londres). Para justificar, en fin, una seguridad permanente ante el temor de tener que seguir escribiendo. No pretendo preguntarme si la poesía es cosa buena en sí misma, pregunta sin respuesta posible, sino tan sólo si puede convertirse en un buen ne­gocio.

Para empezar, presentaré al lector, aña­diendo comentarios que acaso vengan a resul­tar en ocasiones innecesarios, unos cuantos tipos de poetas que se han hecho con cierta autoridad social o financiera.

Primeramente están, aunque no sigamos un orden según la importancia, los poetas funcio­narios, a quienes se ha concedido el certificado de «líricos». Dichos poetas pueden a su vez subdividirse en dos clases diferentes según su aspecto físico. Está el poeta delgadito, de as­pecto más que imberbe, labios descaradamente sensuales y tan tentadores como un ponedero para una gallina, desprovisto de toda masculinidad, ojos empequeñecidos y enrojecidos por sus lecturas francesas –pues el francés es len­gua que no comprende–, instalado en un ático provinciano en su etapa de repelente juventud, la voz como uña de ratón raspando papel de estaño, nariz transparente e incoloro aliento. Y está también el poeta de gran papada y poblada pelambrera, fumador de pipa y de nariz peluda, de ojos penetrantes donde se refleja toda la sabiduría de Sussex, con el olor de los perros que detesta prendido en sus añosas vestimentas, con la voz de un culto Airedale que ha aprendido a pronunciar las vocales en cur­sos por correspondencia, y amigo íntimo de Chesterton, a quien nunca llegó a conocer.

Veamos ahora de qué forma ha alcanzado nuestro hombre esa envidiable y actual posición de Poeta que ha hecho rentable la Poesía.

Después de ingresar como funcionario en la Administración a una edad en que muchos de nuestros jóvenes poetas se refugian en la Radio, equivalente del Mar en nuestros días, queda en un principio sepultado bajo mon­tañas de papeles que, en años futuros, ha de despreciar, con mordacidad no exenta de re­torcida ironía, en su En torno a mis carpetas y anaqueles. Transcurridos unos años, empieza a asomarse por entre los archivos y expedien­tes donde vive su vida ordenadita y ratonil, y aquí picotea una miga de queso y allí una pizca de excrementos, valiéndose de sus pulgares sucios de tinta. Su oído, misteriosamente sen­sible, reconoce ya familiarmente el susurro de las hojas de los cartapacios. Y aprende muy pronto que un poema en la revista de los funcionarios es, si no un peldaño más, al menos un lametón en la dirección más adecuada. Y entonces escribe un poema. Y un poema, desde luego, sobre la Naturaleza. En él se confiesa el deseo de escapar de la aburrida rutina y de abrazar la nada sofisticada vida del labrador. Desea, pero sin escándalo, despertar con las aves. Manifiesta su opinión de que a su pe­queña fuerza más convendría la reja de un arado que la misma pluma que blande. Decoroso panteísta, se identifica con los riachue­los, los monótonos molinos, los rosados culitos de las lecheras, con las bermejas mejillas de los cazadores de ratas, con los zagales y los puercos, con el bisbiseo de los corrales y con las camuesas. Tienen sus poemas el aroma del campo, la campiña y las flores, el aroma de las axilas de Triptolomeo, de los graneros, henares y hogueras, y, sobre todo, el aroma de maizal. Se publica el poema. Bastará citar un breve extracto lírico de su comienzo:


The roaring street is hushed!
Hushed, do I say?
The wing of a bird has hrushed.
Time’s cobweds away.
Still, still as death, the air
over the grey stones!
And over the grey thoroughfare
I hear sweet tones!
A blackbird open its bill.
–A blackbird, aye!–
And sing its liquid fill
from the London sky. 


La calle estruendosa ha quedado en silencio
¿Silencio, digo?
El aleteo de un pájaro ha sacudido
las telarañas del Tiempo.
Plácido, plácido cual la muerte, el aire
sobre las piedras grises.
Y sobre la calle gris
dulces tonos siento.
Abre su pico un mirlo.
¡Un mirlo, ay!
Y derrama su líquida carga
desde los cielos de Londres.


Poco después de la publicación, recibe en un pasillo el saludo asentidor de Hotchkiss, de la «Inland Revenue», poeta a su vez de fin de semana, ya acreditado con dos pequeños volúmenes, media pulgada en el Quién es quién de la Poesía o en el Calendario Newbolt, ca­sado con una mujer de cuello anguloso y de­rrotado flequillo, propietario de un coche que siempre le lleva («le lleva», porque el coche se diría que anda solo) a Sussex –al modo en que el caballo de un reverendo trotaría im­pensadamente hasta las puertas de una taber­na–, y acreditado también con una monogra­fía, aún sin terminar, sobre la influencia de Blunden en la literatura religiosa.

Hotchkiss, en un almuerzo con Sowerby, de la Customs, a su vez figura literaria de cierta importancia que cuenta con una colum­na semanal en el Will o’ Lincoln’s Weekly y que tiene su nombre en el catálogo editorial de Obras Maestras del Club Quincenal (pre­cios reducidos para escritores y descuento del setenta y cinco por ciento en las obras com­pletas de Mary Webb para Navidad), comenta como al azar: «Sowerby, tiene usted en su de­partamento a un tipo bastante prometedor. El joven Cribbe. He estado leyendo parte de su Deseo de la garza...».

Y el nombre de Cribbe corre ya por los más fétidos círculos literarios.

A continuación se le pide su contribución, con un pequeño conjunto de poemas, para la antología de Hotchkiss, Gaitas nuevas que So­werby elogia –«un extraño don para la frase inolvidable»– en su Will o’ Lincoln’s. Cribbe envía copias de la antología, firmadas todas ellas laboriosamente: «Al más grande poeta de Inglaterra, en homenaje», dedicatoria repe­tida para los veinte poetas más insoportables del país. Alguno de estos delicados presentes reciben la correspondiente respuesta agradecida. Sir Tom Knight, interrumpiendo breve y aturdidamente sus momentos de contempla­ción y retiro en un inolvidable y único fin de semana, encuentra un momento para mandar­le unos garabatos escritos de su mano en papel timbrado con blasones. «Apreciado señor Cribbe –escribe sir Tom–, en mucho estimo su pequeño homenaje. Su poema Nocturno de los lirios puede compararse a cualquier Shanks. Siga, siga. Hay lugar para usted en este Olim­po.» Y aunque el poema de Cribbe no sea en realidad el Nocturno de los lirios, sino Al es­cuchar a Delius en el cementerio, la cosa no le molesta y archiva la carta después de qui­tarle de un soplido la caspa que traía, y siente en seguida la quemazón de reunir todos sus poemas para hacer con ellos, ¡misericordia!, un libro. El huso y el jilguero, dedicado «a Clem Sowerby, jardinero de verdes dedos en el Jardín de las Hespérides».
Aparece el libro. Se da cuenta de él, favo­rablemente, en Middlesex. Y Sowerby, demasiado modesto como para hacer la reseña des­pués de dedicatoria tan gratificante, lo reseña, eso sí, con nombre supuesto. «Este joven poe­ta –escribe– no es, afortunadamente, tan "modernista" como para rendir reverencia a la iluminadora fuente de su inspiración. Crib­be llegará lejos».

Y Cribbe va en busca de sus editores. Se le extiende un contrato: Stitch & Time se comprometen a publicar su próximo libro a con­dición de hacerse con la opción de los derechos de sus próximas nueve novelas. Cribbe se avie­ne también a leer ocasionalmente manuscritos que le envíe la editorial, y vuelve a casa pro­visto de un paquete que contiene un libro sobre El desarrollo del movimiento oxoniense en Finlandia de un tal Costwold Major, tres tragedias en verso blanco que tienen a María Estuardo por protagonista, y una novela que lleva por título Mañana, Jennifer.

Hasta ese contrato, nunca había pensado Cribbe en escribir una novela. Pero sin desanimarse ante el hecho de no saber distinguir a la gente –el mundo es para él una amorfa masa indiferenciada, con la excepción de algu­nas celebridades y de sus jefes en el departa­mento, pues nada de lo que pueda decir o hacer la gente le interesa si no se relaciona con su carrera literaria–, no desanimándole tampoco lo limitado de su invención, compa­rable a la de una ardilla o una rueda de mo­lino, se sienta en una silla, se remanga la ca­misa, se afloja el cuello, aprieta bien la pipa y se pone a estudiar fervorosamente la mejor manera de alcanzar un éxito comercial sin te­ner talento alguno. Pronto llega a la conclu­sión de que las ventas rápidas y las famas efímeras sólo llegan de la mano de novelas fuertes con títulos tales como Dispuesto a todo o Los dados de la muerte, de novelas prole­tarias que tratan de la conversión al materia­lismo dialéctico de chicos de la calle, con títu­los del tipo de Lluvia roja para ti, Alf, o de novelas como Melodía en Jauja, con un obscuro protagonista ligeramente cojo llamado Dirk Conway y la historia de su amor con dos mu­jeres, la lasciva Ursula Mountclare y la peque­ña y tímida Fay Waters. Y en seguida descu­bre, en las orgullosas revistas de circulación mensual, que las ventas menos importantes resultarán de novelas como El zodíaco interior, de G. H. Q. Bidet, despiadado análisis de los conflictos ideológicos que surgen entre Philip Armour, físico impotente de fama internacio­nal, Tristram Wolf, escultor bisexual, y la vir­ginal, exótica y dinámica esposa de Philip, Ti­tania, profesora de Economía de los Balcanes, y estudio de cómo personajes tan altamente sensibilizados –con el perfume de la era post-sartriana– se relacionan mientras comparten un trabajo por el bien de la Existencia, en una clínica de la Unesco.

Nada de bobadas. Cribbe comprende, poco después de iniciar una exploración con teodo­lito y máscara antigás por las más densas pá­ginas de Foyle, que lo que hay que escribir es una novela que se venda con facilidad y sin sensacionalismo en provincias y capitales y que trate, casualmente, del nacimiento, educación, vaivenes económicos, matrimonios, separacio­nes y muertes de cinco generaciones de una familia algodonera del Lancashire. Esta novela, advierte en seguida, debe tener la forma de una trilogía y cada una de sus partes ha de llevar un título eficaz y frío, algo así como La urdimbre, La trama y El camino. Y se pone a trabajar. De las reseñas de la primera novela de Cribbe, pueden seleccionarse párrafos tales como: «Una caracterización excelente unida a una perfecta habilidad narrativa», «Una his­toria llena de acontecimientos», «el lector llega a conocer a George Steadiman, a su esposa Muriel, al viejo Tobías Matlock (personaje delicioso) y a todos los habitantes de la Casa Loom como si se tratara de miembros de la propia familia», «la austeridad de los Northcotes se apodera del lector», «tan inglesa como la lluvia de Manchester», «Cribbe es un autén­tico monstruo», «un relato con la clase de Phyllis Bottome». A partir del éxito, Cribbe se asocia a un club de escritores y se convierte en solicitado conferenciante, y llega incluso a hacer con regularidad críticas en las revistas (El resplandor de la prosa), elogiando una de cada dos novelas que se le envían e invitando a cenar al Club Servile, en el que ha sido acep­tado recientemente, a uno de cada tres escri­tores jóvenes que conoce.

Cuando por fin aparece la trilogía comple­ta, Cribbe sube como la espuma, pasa a formar parte del comité del Club de escritores, asiste a los funerales que se celebran en honor de los hombres de letras muertos en el transcurso de los últimos cincuenta años, rescinde su viejo contrato, saca una nueva novela que es selec­cionada por un Club de lectores para su oferta mensual, y se le ofrece, en la casa Stitch & Time, un puesto de «consejero» que acepta, abandona la Administración, se compra una casa de campo en los alrededores de Londres («¿No te parece increíble que esté a sólo trein­ta millas de Londres? Mira, un somorgujo crestado». Y pasa volando un estornino) y... una secretaria con la que acaba casándose por sus dotes táctiles, ¿Poesía? Acaso de vez en cuando un soneto para el Sunday Times. Ocasionalmente un librito de versos («Fue mi pri­mer amor, sabes»). Pero ya no le preocupa más, por más que fuera ella quien le condu­jera hasta donde ahora se encuentra. ¡Lo ha conseguido!

Y ahora, vengamos a contemplar por un momento otra clase de poeta, muy diferente, a quien llamaremos Cedric. Si se quiere seguir los pasos de Cedric –cosa que le haría feliz y por la que no llamaría jamás a un policía de no ser el sargento terrible y siniestro de Mecklenburg Square, que parece un Greco–, debe nacerse en la sordidez de la clase media o debe asistirse a una de las escuelas propias de esa clase (escuela que, claro está, debe odiarse, pues resulta esencial ser un incomprendido desde el comienzo), y llegar a la universidad con una reputación sólida ya de futuro poeta y, a ser posible, con un aspecto que oscile en­tre el de oficial de la Guardia y el de querida de un fotógrafo de sociedad. Se me puede preguntar ahora que cómo es posible llegar con esa reputación ya firme de «poeta digno de observación». (La observación de poetas va camino de ser tan popular como la observación de pájaros. Y parece razonable suponer que llegará el día en que el estado se decida a com­prar las oficinas de El Poetastro para conver­tirlas en parque nacional.) Pues bien, dicha pregunta escapa a los límites de estas más que elementales notas mías, y es que, además, debe asumirse que todo aquel que opta por abrazar la carrera poética sabe perfectamente cómo jugar esa baza en caso necesario. Se requiere también que el tutor universitario de Cedric resulte ser íntimo amigo del director de su an­tiguo colegio. En fin, ya tenemos ahí a Cedric, conocido por unas cuantas mentes privilegia­das en gracia a sus sensibles poemas de ramas doradas, frondas preciosas, ambrosía del pri­mer beso discreto en las barrocas cavernas lu­nares (uno de los roperos del colegio), en los umbrales de la fama y el mundo rendido de admiración a sus pies como una fila de baila­rinas genuflexas.

Si la acción transcurriera en los años vein­te, el primer libro de poemas de Cedric, publi­cado mientras estudiaba todavía en la univer­sidad, podría muy bien titularse Laúdes y áspides. Tendría la nostalgia de una vida que nunca existió. Expresaría un hastío existencial. (Vio en cierta ocasión el mundo por la ven­tanilla de un tren y le pareció irreal.) Sería una mezcla discretamente chillona, un pastel astutamente evocativo elaborado con ciruelas arrancadas del árbol de los Sitwells y compa­ñía, un invernáculo dulcemente cacofónico de exótica horticultura y curiosidades cómico-eró­ticas, de donde he extraído estas líneas típicas:


A cornucopia of phalluses
cascade on the vermilion palaces
in arabesques and syrup rigadoons.
Quince-breasted Circes of the zenanas
do catch this rain of cherry-wigged bananas
and saraband beneath the raspberry moons.


Una cornucopia de falos
se derrama torrencial sobre bermellones palacios
en arabescos y almibarinos rigodones.
Circes de amembrillados pechos de los serra­llos
se apoderan de este diluvio de plátanos de tonos cereza
y danzan la zarabanda bajo lunas de frambuesa.


Y tras una trifulca con las autoridades aca­démicas, se pierde en los Registros nostálgicos, y ya es todo un hombre. Si la acción ocurriera durante los treinta, el libro podría llamarse Paros, Yo te aviso, y podría ofrecer dos tipos de versos. Bien un verso largo, lánguido y descuidado en el ritmo, abruptamente quebrado y con imágenes de conciencia social:


After the incessant means-test of conspiratorial winter
scrutinizing the tragic history of each robbed branch,
look! the triumphant bourgeoning!
spring gay as a workers' procession
to the newly opened gymnasium!
Look! the full employment of the blossoms! 


Tras la inspección constante del conspiratorio in­vierno
escrutador de la trágica historia de cada rama robada
¡ved el retoñar triunfante,
la primavera feliz cual procesión de obreros
hasta el gimnasio recién abierto!
¡Ved el pleno empleo de la flor!


O bien una composición atrevida atestada de lenguaje callejero y coloquial, con retazos de canciones, algo de la música rítmica de Kipling y cierta recargada tristeza.


We're sitting pretty
in the appalling city.
I know where we're going
I don't know where from but.
Take it from me, boy;
you are my cup of tea, boy;
we're sitting on a big black bomb. *


¡Qué bien estamos
en la espantosa ciudad.
Sé adonde vamos
pero no sé de dónde venimos.
Vente conmigo, amigo;
sólo te quiero a ti, amigo;
estamos encima de una gran bomba negra.


¡Conciencia social! Ese es el lema. Y mien­tras se toma un café, confiesa que quiere pasarse unas largas vacaciones en «un sitio vivo de verdad» («Adrián es la única persona que sabe hacer café en esta isla brutal». «Oye, Rodney, ¿dónde compras estos deliciosos pastelitos de color rosa?» «Es un secreto.» «Venga, dime dónde. Y te digo yo cómo se prepara esa receta que el coronel de Basil se trajo de Ceilán, sólo lleva tres libras de mantequilla y una cáscara de mango»). «Sí, un sitio auténtica­mente vivo. O sea, vivo, ¿no? Como el Valle de Rhondda o así. O sea, es que a mí aquello de verdad que me atrae, o sea que te quedas allí como sin hacer nada, ¿no? ¡Libros, libros! Lo que importa es la gente. O sea, hay que conocer a los mineros.» Y se marcha con Regie a pasar unas largas vacaciones en Bonn. A lo cual ha de seguir un librito de escritos político-viajeros que le convierten ya en pro­mesa que años más tarde pasa a consagrarse y llega a desempeñar el puesto de secretario literario de la CIAM (Consejo Internacional de las Artes del Mañana).

Si Cedric escribiera en los años cuarenta, lo más probable es que se sintiera atrapado y sin salida en una especie de apocalíptico rebozo, y que su primer libro se titulase Macrocosmo de lágrimas o Heliogábalo en Pen­tecostés. Cedric puede entonces mezclar sus metáforas y tópicos como fangoso engrudo y empapar los símbolos de que se sirve con ran­cia leche de burra para que así gane el con­junto en viscosa verborrea.

Después, Londres y las reseñas. Reseñas, claro está, de obras de otros poetas. Es tarea sencilla si se hace mal y aunque al principio no lo parezca, acaba por resultar siempre muy gananciosa. El vocabulario que un autor cons­cientemente deshonesto de reseñas de poesía contemporánea debe de aprender es muy limi­tado. Corriente, en primer lugar, y luego, im­pacto, efecto, conciencia, zeitgeist, esfera de influencia, Audeniano, último Yeats, período de transición, constructivismo, ingeniosamen­te salpicado, contribución, interminable, la dra­mática y breve despedida de toda la obra de un poeta adulto y responsable. Hay unas cuan­tas reglas fundamentales que deben ser observadas: cuando se escribe una reseña, de por ejemplo, dos libros de versos absolutamente distintos, póngase el uno frente al otro como si se hubieran escrito los dos para un mismo concurso. He aquí una ilustración del mecanismo tan valioso y tan evitador de innecesarios derroches: «Tras los comentarios poéticos del Sr. A, tan sutiles y bien trenzados que se di­rían epigramas, la narrativa heroica, prolija y sonora del Sr. B adquiere una resonancia ex­trañamente hueca si consideramos la riqueza de sus textos y la vibrante orquestación de los mismos.» Hay que decidirse con sumo cuidado a admirar apasionadamente a un poeta determinado, guste o no su poesía. Todo se va a cargar a su cuenta, se le va a convertir en un segundo yo, va a ser patentado, se va a llegar con él hasta la tumba. Su nombre ha de citarse gratuitamente en todas las reseñas: «E. es, por desgracia, un poeta excesivamente dado al rosicler (y no como Héctor Whistle)». «Al leer la admirable, si bien en ocasiones pedes­tre, traducción de D., echamos de menos ese templado ardor y esa consumada capacidad de Hector Whistle.» Téngase cuidado con la elección del poeta, no vaya uno a convertirse en cazador furtivo. Se impone la siguiente pre­gunta previa: «¿Es Hector Whistle pichón de otra escopeta?».

Léanse todas las demás reseñas de los libros que se han de reseñar antes de pronunciarse sobre ellos una sola palabra. Cítense fragmen­tos de poemas sólo en caso de urgencia, pues una reseña debe siempre de versar sobre quien la hace y nunca sobre el poeta. Cuidado con censurar a un mal poeta rico, a no ser que se trate de uno notoriamente malo, ya difunto o exiliado en América, pues no se suele tardar en acceder desde las reseñas poéticas a la direc­ción de quién sabe qué revista, y muy bien pudiera suceder que ese mismo mal poeta rico fuera su mecenas.

Volviendo a Cedric, supongamos que, como resultado de una comparación por él estable­cida entre la poesía de un joven adinerado y la poesía de Auden –en detrimento de éste–, se ha hecho con la dirección de una nueva pu­blicación literaria. (También puede haberse hecho con nueva vivienda. En caso contrario, debiera insistir en que la nueva publicación necesita locales más cómodos, y trasladar su sede a ellos.) El primer problema con que Ce­dric se enfrenta es el de cómo llamarla. No es tarea fácil, ya que la mayoría de los nombres desprovistos de significación –elemento esen­cial para el éxito del nuevo proyecto– han sido agotados ya. Horizonte, Polémica, Vendimia, Carabela, Semilla, Transición, Nuevo reino, Foco, Panorama, Acento, Apocalipsis, Arena, Circo, Cronos, Avisos, Viento y Lluvia. Sí, en efecto, ya han sido usados todos. Pero la mente de Cedric se devana incesantemente: Vacío, Volcán, Limbo, La piedra miliar, Necesidad, Erupción, Útero, Sismógrafo, Vulcano, Cogni­ción, Cisma, Datos, Fuego... y al fin, Clarobscuro, ya está. Lo demás es muy sencillo: sim­plemente editar.

Vayamos ahora muy someramente con otros métodos para convertir la poesía en empresa de alto rendimiento.

El Desmadre provinciano o el sistema de Viva-Rimbaud-y-a-por-ellos. Yo francamente no lo recomiendo mucho, pues son necesarias de­terminadas condiciones. Antes de aparecer avasalladoramente en un centro de actividad literaria –o sea el bar adecuado, en los primeros años, las casas adecuadas después, y finalmente los clubs adecuados– ha de tenerse detrás un cuerpo (la cabeza no es precisa) de versos fe­roces e incomprensibles. (Como ya he dicho antes, no es mi empeño describir cómo se lo­gran estos éxtasis gauchistas y verbosos. Hart Crane descubrió un buen día que escuchar bo­rracho a Sibelius le hacía ponerse a escribir hasta ya no poder más. Un amigo mío que ha padecido violentas jaquecas desde los ocho años, encuentra tan sencillo escribir así que tiene que hacerse nudos en el pañuelo para acordarse de que hay que parar de vez en cuan­do. Hay muchos métodos y siempre hay un camino si existe el deseo de un ligero delirio.) En fin, este poeta necesita estar en posesión de la constitución y la sed de un caballo que sólo se alimentara de sal, el pellejo de un hipo­pótamo, ilimitada energía, prodigioso engrei­miento, falta absoluta de escrúpulos y –más importante que nada, nunca estará de más in­sistir sobre este punto– una casa lejos de la capital adonde regresar cuando se deprima.

Me temo que tendré que pasar muy por alto otros tipos de mi clasificación.

Del poeta que tan sólo escribe porque quie­re escribir, a quien publicar o dejar de publi­car no le preocupa en absoluto, y que puede enfrentarse tranquilamente con la pobreza y el anonimato, de ése pocas cosas de valor pue­do decir. Este no es un hombre de negocios. La posteridad no es rentable.

Anotemos también otra clase de poesía, altamente no recomendada:

Poemas para tarjetas de felicitación: am­plio mercado, ganancias mínimas.
Poemas para las cajas de galletas: muy variable.
Poemas para niños: pueden acabar con el autor y con los niños.
Necrológicas en verso: es difícil competir con los valores tradicionales.
Poesía como forma de chantaje (por abu­rrimiento): peligroso. La víctima puede contraatacar con la lectura de su tragedia incom­pleta, «El termo», sobre la vida de san Ber­nardo.

Y finalmente: Poemas en las paredes de los retretes. La compensación es puramente psico­lógica.

Muchas gracias.




en El visitante y otras historias, 1950












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