Ese nombre le doy porque bajo ese
nombre lo conocieron por calles y por casas de Talcahuano, de Santiago de Chile
y de Valparaíso, hacia 1850, y es justo que lo asuma otra vez, ahora que
retorna a estas tierras —siquiera en calidad de mero fantasma y de pasatiempo
del sábado [1]. El registro de nacimiento de Wapping lo llama Arthur Orton y lo
inscribe en la fecha 7 de junio de 1834. Sabemos que era hijo de un carnicero,
que su infancia conoció la miseria insípida de los barrios bajos de Londres y
que sintió el llamado del mar. El hecho no es insólito. Run away to sea, huir al mar, es la rotura inglesa tradicional de
la autoridad de los padres, la iniciación heroica. La geografía la recomienda y
aun la Escritura (Salmos, 107): Los que
bajan en barcas a la mar, los que comercian en las grandes aguas; ésos ven las
obras de Dios y sus maravillas en el abismo. Orton huyó de su deplorable
suburbio color rosa tiznado y bajó en un barco a la mar y contempló con el
habitual desengaño la Cruz del Sur, y desertó en el puerto de Valparaíso. Era
persona de una sosegada idiotez. Lógicamente, hubiera podido (y debido) morirse
de hambre, pero su confusa jovialidad, su permanente sonrisa y su mansedumbre
infinita le conciliaron el favor de cierta familia de Castro, cuyo nombre
adoptó. De ese episodio sudamericano no quedan huellas, pero su gratitud no
decayó, puesto que en 1861 reaparece en Australia, siempre con ese nombre: Tom
Castro. En Sydney conoció a un tal Bogle, un negro sirviente. Bogle, sin ser
hermoso, tenía ese aire reposado y monumental, esa solidez como de obra de
ingeniería que tiene el hombre negro entrado en años, en carnes y en autoridad.
Tenía una segunda condición, que determinados manuales de etnografía han negado
a su raza: la ocurrencia genial. Ya veremos luego la prueba. Era un varón
morigerado y decente, con los antiguos apetitos africanos muy corregidos por el
uso y abuso del calvinismo. Fuera de las visitas del dios (que describiremos
después) era absolutamente normal, sin otra irregularidad que un pudoroso y
largo temor que lo demoraba en las bocacalles, recelando del Este, del Oeste,
del Sur y del Norte, del violento vehículo que daría fin a sus días.
Orton lo vio un atardecer en una
desmantelada esquina de Sydney, creándose decisión para sortear la imaginaria
muerte. Al rato largo de mirarlo le ofreció el brazo y atravesaron asombrados
los dos la calle inofensiva. Desde ese instante de un atardecer ya difunto, un
protectorado se estableció: el del negro inseguro y monumental sobre el obeso
tarambana de Wapping. En setiembre de 1865, ambos leyeron en un diario local un
desolado aviso.
El idolatrado hombre
muerto
En las postrimerías de abril de
1854 (mientras Orton provocaba las efusiones de la hospitalidad chilena, amplia
como sus patios) naufragó en aguas del Atlántico el vapor Mermaid, procedente de Río de Janeiro, con rumbo a Liverpool. Entre
los que perecieron estaba Roger Charles Tichborne, militar inglés criado en
Francia, mayorazgo de una de las principales familias católicas de Inglaterra.
Parece inverosímil, pero la muerte de ese joven afrancesado, que hablaba inglés
con el más fino acento de París y despertaba ese incomparable rencor que sólo
causan la inteligencia, la gracia y la pedantería francesas, fue un
acontecimiento trascendental en el destino de Orton, que jamás lo había visto.
Lady Tichborne, horrorizada madre de Roger, rehusó creer en su muerte y publicó
desconsolados avisos en los periódicos de más amplia circulación. Uno de esos
avisos cayó en las blandas manos funerarias del negro Bogle, que concibió un
proyecto genial.
Las virtudes de la
disparidad
Tichborne era un esbelto
caballero de aire envainado, con los rasgos agudos, la tez morena, el pelo
negro y lacio, los ojos vivos y la palabra de una precisión ya molesta; Orton
era un palurdo desbordante, de vasto abdomen, rasgos de una infinita vaguedad,
cutis que tiraba a pecoso, pelo ensortijado castaño, ojos dormilones y
conversación ausente o borrosa. Bogle inventó que el deber de Orton era
embarcarse en el primer vapor para Europa y satisfacer la esperanza de Lady
Tichborne, declarando ser su hijo. El proyecto era de una insensata
ingeniosidad. Busco un fácil ejemplo. Si un impostor en 1914 hubiera pretendido
hacerse pasar por el Emperador de Alemania, lo primero que habría falsificado
serían los bigotes ascendentes, el brazo muerto, el entrecejo autoritario, la
capa gris, el ilustre pecho condecorado y el alto yelmo. Bogle era más sutil:
hubiera presentado un kaiser lampiño, ajeno de atributos militares y de águilas
honrosas y con el brazo izquierdo en un estado de indudable salud. No
precisamos la metáfora; nos consta que presentó un Tichborne fofo, con sonrisa
amable de imbécil, pelo castaño y una inmejorable ignorancia del idioma
francés. Bogle sabía que un facsímil perfecto del anhelado Roger Charles
Tichborne era de imposible obtención. Sabía también que todas las similitudes
logradas no harían otra cosa que destacar ciertas diferencias inevitables.
Renunció, pues, a todo parecido. Intuyó que la enorme ineptitud de la
pretensión sería una convincente prueba de que no se trataba de un fraude, que
nunca hubiera descubierto de ese modo flagrante los rasgos más sencillos de
convicción. No hay que olvidar tampoco la colaboración todopoderosa del tiempo:
catorce años de hemisferio austral y de azar pueden cambiar a un hombre.
Otra razón fundamental: Los
repetidos e insensatos avisos de Lady Tichborne demostraban su plena seguridad
de que Roger Charles no había muerto, su voluntad de reconocerlo.
El encuentro
Tom Castro, siempre servicial,
escribió a Lady Tichborne. Para fundar su identidad invocó la prueba fehaciente
de dos lunares ubicados en la tetilla izquierda y de aquel episodio de su
niñez, tan afligente pero por lo mismo tan memorable, en que lo acometió un
enjambre de abejas. La comunicación era breve y a semejanza de Tom Castro y de
Bogle, prescindía de escrúpulos ortográficos. En la imponente soledad de un
hotel de París, la dama la leyó y la releyó con lágrimas felices y en pocos
días encontró los recuerdos que le pedía su hijo.
El 16 de enero de 1867, Roger
Charles Tichborne se anunció en ese hotel. Lo precedió su respetuoso sirviente,
Ebenezer Bogle. El día de invierno era de muchísimo sol; los ojos fatigados de
Lady Tichborne estaban velados de llanto. El negro abrió de par en par las
ventanas. La luz hizo de máscara: la madre reconoció al hijo pródigo y le
franqueó su abrazo. Ahora que de veras lo tenía, podía prescindir del diario y
las cartas que él le mandó desde el Brasil: meros reflejos adorados que habían
alimentado su soledad de catorce años lóbregos. Se las devolvía con orgullo: ni
una faltaba.
Bogle sonrió con toda discreción: ya tenía dónde documentarse el plácido fantasma de Roger Charles.
Ad majorem dei gloriam
Ese reconocimiento dichoso —que
parece cumplir una tradición de las tragedias clásicas— debió coronar esta
historia, dejando tres felicidades aseguradas o a lo menos probables: la de la
madre verdadera, la del hijo apócrifo y tolerante, la del conspirador
recompensado por la apoteosis providencial de su industria. El Destino (tal es
el nombre que aplicamos a la infinita operación incesante de millares de causas
entreveradas) no lo resolvió así. Lady Tichborne murió en 1870 y los parientes
entablaron querella contra Arthur Orton por usurpación de estado civil.
Desprovistos de lágrimas y de soledad, pero no de codicia, jamás creyeron en el
obeso y casi analfabeto hijo pródigo que resurgió tan intempestivamente de
Australia. Orton contaba con el apoyo de los innumerables acreedores que habían
determinado que él era Tichborne, para que pudiera pagarles.
Asimismo contaba con la amistad
del abogado de la familia, Edward Hopkins, y con la del anticuario Francis J.
Baigent. Ello no bastaba, con todo. Bogle pensó que para ganar la partida era
imprescindible el favor de una fuerte corriente popular. Requirió el sombrero
de copa y el decente paraguas y fue a buscar inspiración por las decorosas
calles de Londres. Era el atardecer; Bogle vagó hasta que una luna del color de
la miel se duplicó en el agua rectangular de las fuentes públicas. El dios lo
visitó. Bogle chistó a un carruaje y se hizo conducir al departamento del
anticuario Baigent. Éste mandó una larga carta al Times, que aseguraba que el supuesto Tichborne era un descarado
impostor. La firmaba el padre Goudron, de la Sociedad de Jesús. Otras denuncias
igualmente papistas la sucedieron. Su efecto fue inmediato: las buenas gentes
no dejaron de adivinar que Sir Roger Charles era blanco de un complot abominable
de los jesuitas.
El carruaje
Ciento noventa días duró el
proceso. Alrededor de cien testigos prestaron fe de que el acusado era
Tichborne—entre ellos, cuatro compañeros de armas del regimiento seis de
dragones. Sus partidarios no cesaban de repetir que no era un impostor, ya que
de haberlo sido hubiera procurado remedar los retratos juveniles de su modelo.
Además, Lady Tichborne lo había reconocido y es evidente que una madre no se
equivoca. Todo iba bien, o más o menos bien, hasta que una antigua querida de
Orton compareció ante el tribunal para declarar. Bogle no se inmutó con esa
pérfida maniobra de los "parientes"; requirió galera y paraguas y fue
a implorar una tercera iluminación por las decorosas calles de Londres. No
sabremos nunca si la encontró. Poco antes de llegar a Primrose Hill lo alcanzó
el terrible vehículo que desde el fondo de los años lo perseguía. Bogle lo vio
venir, lanzó un grito, pero no atinó con la salvación. Fue proyectado con
violencia contra las piedras. Los marcadores cascos del jamelgo le partieron el
cráneo.
El espectro
Tom Castro era el fantasma de
Tichborne, pero un pobre fantasma habitado por el genio de Bogle. Cuando le
dijeron que éste había muerto se aniquiló. Siguió mintiendo, pero con escaso
entusiasmo y con disparatadas contradicciones. Era fácil prever el fin.
El 27 de febrero de 1874, Arthur
Orton (alias) Tom Castro fue condenado a catorce años de trabajos forzados. En
la cárcel se hizo querer; era su oficio. Su comportamiento ejemplar le valió
una rebaja de cuatro años. Cuando esa hospitalidad final lo dejó —la de la
prisión— recorrió las aldeas y los centros del Reino Unido, pronunciando
pequeñas conferencias en las que declaraba su inocencia o afirmaba su culpa. Su
modestia y su anhelo de agradar eran tan duraderos que muchas noches comenzó
por defensa y acabó por confesión, siempre al servicio de las inclinaciones del
público.
El 2 de abril de 1898 murió.
Nota
[1] Esta metáfora me sirve para recordar al lector que estas biografías infames aparecieron en el suplemento sabático de un diario de la tarde.
Nota
[1] Esta metáfora me sirve para recordar al lector que estas biografías infames aparecieron en el suplemento sabático de un diario de la tarde.
en Historia universal de la infamia, 1935
Fotografía: Bernardo Pérez
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