Me
estoy muriendo en una Biblioteca
entre
libros en fila,
testigos
filósofos del hecho;
libros
que desde lejos me contemplan,
mudos
por fuera,
pero
por dentro llenos de elocuencia,
y
a quienes digo:
un
momento Jorge Manríque,
San
Juan de la Cruz, espérame,
perdóname,
Quevedo.
Pidió
mi muerte a plazos
el
director del establecimiento,
la
decretó el Ministro a ciegas,
y
las paredes frías
quedaron
silenciosas;
el
techo de cemento
todavía
no se viene abajo,
los
mármoles del piso
parecen
lápidas.
Oídlo
por mi boca:
me
muero día a día.
Que
lo digan simultáneamente
mi
compañero Alfonso Montenegro,
mi
amigo Juan Cavada, la señora Emma, las tres Marías de la Biblioteca
las
dos Zulemas.
Y
también los más jóvenes,
desde
hoy sentenciados
a
morir con el libro en la mano.
El
alma se me cae en los tinteros,
nado
en un mar de fichas y papeles,
archivadores,
cartas,
máquinas
de escribir, feroces máquinas
de
sumar y multiplicar congojas,
timbres
eléctricos,
gritos
del emperador doméstico,
números,
oficios:
me
falta el aire azul,
me
ahogo irremediablemente.
Soliciten
una junta de médicos,
traigan
sus instrumentales los doctores,
alargadme
una rama,
llamad
a los bomberos.
Aquí
se necesitan
brujas
en una escoba,
exorcismos
violentos,
uñas
de la gran bestia,
amuletos
o cruces
para
espantar el diablo en esta casa.
Píldoras
para la libertad perdida,
cuerdas
de salvataje,
una
ventana abierta al sur,
un
caballo ensillado,
una
ráfaga.
Venid
con yerbas frescas
para
mi mal de adentro;
necesito
con urgencia una botica,
yo
todo me lo tragaré de golpe:
mis
días están contados
pero
aún pudiera ser tiempo.
Poned
un radiograma a los poetas,
que
los colegas sepan la noticia,
que
nadie ignore cómo me encarnecen,
un
cable que escuetamente diga:
“por
disposición del jefe de Servicio
-un
malo de la cabeza-
a
esta hora se está muriendo,
irremediablemente,
Juvencio
Valle
en
la Biblioteca Nacional de Chile”.
en Estación al atardecer, 1971
1 comentario:
A veces el mundo puede ser una ventana.
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