lunes, junio 04, 2012

“La hazaña del Polo Sur”, de Stefan Zweig



Capitán Scott. 90 grados de latitud. 16 de enero de 1912





La conquista de la Tierra

Nos hallamos en el siglo XX y ante un mundo que ya no tiene secretos, en el que no quedan tierras por descubrir ni mares por surcar. Países cuyos nombres, en la anterior generación, eran apenas conocidos, se encuentran hoy sojuzgados por Europa, sirviendo a sus necesidades. Los barcos se remontan, actualmente, hasta las fuentes del Nilo, que durante infinidad de tiempo se buscaron en vano. Las cataratas Victoria, que un europeo contempló por primera vez hace medio siglo; producen ahora energía eléctrica. Incluso el baluarte de la naturaleza virgen, las selvas del Amazonas, ha sido explorado ya. El muro que aislaba el último país inviolado, el Tíbet, ha sido derrumbado también.

Nuestro siglo conoce perfectamente su destino, pero su inquietud investigadora no se detiene aquí y, en busca de nuevos rumbos, desciende a los océanos para arrancar los secretos de las faunas abisales, o se remonta al cielo para conquistar el espacio, donde están ahora los derroteros inexplorados. Cual golondrinas de acero surcan el aire los aeroplanos, disputándose los modernísimos campeonatos de altura y de distancia.

Pero en los albores de nuestro siglo existen dos lugares que esconden con rubor sus misterios ante la mirada inquisitiva del hombre; la Tierra conservó intactos esos dos puntos inaccesibles llamados Polo Norte y Polo Sur; esos puntos extremos de la columna vertebral de su cuerpo, alrededor de los cuales gira desde incontables milenios. Inmensas murallas de hielo se levantan ante su secreto, defendido por el eterno invierno. Fríos atroces y asoladoras tempestades se interponen en el camino de los más osados descubridores, que, atacados por imponderables peligros, víctimas de los elementos desencadenados, han de renunciar a seguir adelante. El mismo sol envía unos oblicuos y tímidos rayos a las cerradas esferas que permanecen fuera del alcance de la mirada humana.

Tiempo atrás se realizaron varias expediciones, que vieron frustrado su intento. En un desconocido lugar de aquellas inmensidades reposa en su cristalina tumba de hielo el cuerpo de Andrée, el cual, hace treinta y tres años, pretendió llegar al Polo en globo y no regresó. Todos los asaltos se estrellaban ante aquellos gélidos muros, ante aquel frío lacerante y aterrador. Durante miles y miles de años, la Tierra ha conservado allí su propia fisonomía, resistiéndose victoriosamente a la pasión de sus criaturas.

Pero ha sonado la hora del siglo XX, el cual tendió sus manos con impaciencia, provisto de nuevas armas creadas en su laboratorio, que suponen nuevos escudos contra los mil peligros, acuciado precisamente por la resistencia que se opone a su paso. Arde en deseos de conocer la verdad, de conseguir desde sus primeros años lo que no lograron los siglos que le precedieron. Al valor individual se une la competencia de las naciones. No se lucha sólo por descubrir el Polo, sino por cuál habrá de ser la bandera que ondeará sobre la tierra virgen. Y empieza una especie de cruzada de razas y pueblos por la conquista de aquellos parajes, circundados de la mística aureola que crea sobre ellos el anhelo de su descubrimiento. Acuden a renovar los intentos desde todas las partes del mundo. La Humanidad espera ansiosa, pues sabe que se trata del último secreto que queda por descubrir. Peray y Cook, desde Norteamérica, se dirigen al Polo Norte, y dos buques zarpan hacia el Antártico, uno a las órdenes del noruego Amundsen y el otro bajo el mando del inglés Scott.


Scott

Scott es uno de tantos capitanes de la marina británica. Su biografía puede resumirse en estas breves palabras: habla ido ascendiendo por riguroso escalafón. Sirvió a satisfacción de sus jefes y tomó parte en la expedición de Shackleton. Nada hay que permita descubrir en él al héroe. Su aspecto físico, como revela su fotografía, es el común entre los ingleses: un rostro frío, enérgico, flemático; su envaramiento es puramente exterior. Sus ojos son grises, y la boca, inexpresiva... Ni un rasgo romántico, ni se advierte ninguna alegría en aquel semblante, que expresa sólo voluntad y sentido práctico. Su caligrafía es vulgar, de una típica letra inglesa, sin rasgos particulares. Su estilo es simplemente claro, diáfano, correcto, realista y sin fantasías.

Scott escribe el inglés como Tácito el latín: sin retórica rebuscada. Se adivina en él al fanático de la objetividad, ejemplar puro de la raza británica, cuya genialidad en todo caso permanece encauzada por el cumplimiento del deber.

El apellido Scott aparece repetidamente en la historia de Inglaterra: pudo llamarse así el conquistador de la India y de tantas islas del Pacífico, el colonizador de África, el que libró batallas contra el mundo. Y siempre lo hizo con la misma inmutable energía e idéntica conciencia colectiva, con el mismo rostro frío e impenetrable. Pero Scott tiene una voluntad de acero, puesta a prueba antes ya de realizar su hazaña: dar término a la obra iniciada por Shackleton. Para ello intenta organizar una expedición, y aunque los medios propios no le bastan, no se desanima y contrae deudas, seguro como está de su triunfo.

Su joven esposa le da un hijo, pero tampoco este hecho influye en su determinación de llevar a cabo el intento, y, cual otro Héctor, abandona a su Andrómaca. Ninguna consideración humana detendrá su voluntad. Reúne algunos compañeros para su obra... Al buque que debe llevarlos hasta los límites del mar Glacial le da el nombre de Terra Nova. Un extraño buque, mitad arca de Noé llena de animales, mitad laboratorio, por la profusión de instrumentos y la abundancia de libros. De todo hay que llevar a aquellos inhóspitos lugares: de lo que el hombre necesita para su cuerpo y de lo que precisa para el espíritu; pieles y animales, como los hombres primitivos, y, junto a esto, lo más moderno, lo más refinado, lo más avanzado de los tiempos presentes.

Si fantástica es la embarcación, también lo es la empresa, que ofrece un doble aspecto: el de la aventura, pero calculada con la frialdad de un negocio. Es la audacia, con todas las previsiones de la prudencia. Con absoluta fe en sí mismo, no teme enfrentarse con los infinitos peligros que encierra aquella expedición.

Salen de Inglaterra el 1.° de junio de 1910. Los campos ingleses están en todo su esplendor; la primavera florece, los prados se extienden verdes y jugosos y el sol brilla en un claro y límpido cielo.

Los expedicionarios ven emocionados como la costa se va desdibujando hasta desaparecer de su vista. Todos saben que se despiden del sol y del calor por más de un año, y algunos quizá para siempre. Pero la bandera inglesa ondea en lo alto del mástil en la proa del buque, y se consuelan pensando que llevan consigo aquel símbolo de la patria, acompañándolos hasta el último ámbito de la tierra no conquistada todavía.


Universitas antarctica

En el mes de enero, después de un corto descanso, desembarcan en Nueva Zelanda, en las proximidades del cabo Evans, en la región de los hielos eternos, donde montan una vivienda para pasar el invierno. Diciembre y enero se consideran allí meses de verano, porque es el único período del año en que el sol luce unas pocas horas en lo alto de un blanco y metálico cielo.

Las paredes del refugio son, como en anteriores expediciones, de madera, pero con detalles reveladores del progreso de los tiempos. Mientras los que les han precedido habían de conformarse con la mortecina y maloliente lámpara de aceite, viviendo en medio de una deprimente penumbra y hastiados de la monotonía de tantos días sin sol, estos hombres del siglo XX reúnen a su alrededor todos los adelantos de la época. Disponen de la blanca luz de las lámparas de acetileno; el cinematógrafo les ofrece visiones de las tierras lejanas, escenas tropicales, parajes templados; un gramófono los alegra con música y canto, además del esparcimiento que les procura la lectura de los libros que han traído consigo. En una de las habitaciones teclea la máquina de escribir; otra sirve de cámara oscura, y en ella son reveladas las películas y las fotografías en colores.

El geólogo estudia la radiactividad de las piedras; el zoólogo descubre nuevos parásitos en los pingüinos que capturan; las observaciones meteorológicas se alternan con los experimentos físicos. Durante aquellos largos meses de oscuridad, cada uno tiene asignada una labor, convirtiéndose la investigación particular en instrucción común. Aquellos veinte hombres tienen, todas las noches, conferencias y clases universitarias; en noble hermandad, cada cual transmite a su compañero la ciencia que adquiere, y las mutuas conversaciones van ampliando su idea del mundo y de la vida. En un ambiente primitivo y elemental como aquél, aislados, fuera de la marcha del tiempo, los veinte hombres cambian entre silos últimos conocimientos del siglo XX, espiando no sólo la hora, sino el segundo, en el reloj del universo.

Resulta conmovedor leer cómo celebran ingenuamente la fiesta de Navidad, sin que falte el tradicional árbol de Navidad, y cómo gozan con las inocentes bromas del South Polar Times, periódico humorístico que ellos mismos redactan. Cualquier suceso insignificante —la aparición de una ballena o la caída de un caballo— adquiere para ellos caracteres de acontecimiento, mientras las cosas realmente grandiosas —la aurora boreal, el insoportable frío o la espantosa soledad— las consideran, habituados ya a ellas en su vivir cotidiano, como algo normal y sin importancia.

Entre tanto se preparan, probando los trineos automóviles, aprendiendo a esquiar, adiestrando a los perros, abasteciendo un depósito de campaña para el gran viaje que les espera. El tiempo transcurre lentamente, hasta que en diciembre, con el verano, un vapor arriba con noticias de su patria. Para hacer prácticas, realizan excursiones desafiando aquel frío glacial y, deseosos de asegurar su obra, prueban la resistencia de las telas de sus tiendas. No triunfan siempre, pero precisamente esas mismas dificultades son nuevos acicates para continuar. Cuando regresan de sus expediciones, helados y rendidos, encuentran caras alegres y un brillante fuego que los reanima, y aquel rústico refugio, a 77° de latitud, les parece la más confortable y señorial residencia del mundo.

Pero un día, una expedición que había salido en dirección oeste trae una noticia un tanto desalentadora: habían descubierto el campamento de Amundsen. Y Scott se da cuenta de que, además del hielo y de los muchos peligros que han de vencer, había alguien que les disputaba la gloria de ser los primeros en arrebatar el secreto a la región que tan celosamente lo ha guardado hasta entonces. El noruego Amundsen se encuentra allí. Al consultar los mapas comprueba que el campamento de Amundsen está ciento diez kilómetros más cerca del Polo que el suyo, pero supera el desánimo y escribe en su diario: «Adelante, por el honor de mi patria.» Sólo esta vez aparece el nombre de Amundsen en las páginas de ese diario, pero indudablemente todos sienten cierta angustia desde aquel momento. Y no pasa día sin que tal nombre turbe el sueño de todos.


La partida hacia el Polo

En la cumbre de una colina utilizada como observatorio y situada a dos kilómetros de distancia de la cabaña hay un puesto de guardia permanente. En aquella solitaria altura se ha instalado un aparato que parece un cañón dirigido contra un enemigo invisible y que tiene la misión de medir las calorías del sol, que se va aproximando. Día tras día se consultan con impaciencia los resultados. En el cielo matinal aparecen ya los primeros y maravillosos fulgores del sol, pero el dorado disco no se decide a remontarse todavía sobre el horizonte, aunque el cielo está lleno de la mágica luz que satura de alegría a aquellos impacientes expedicionarios. Por fin ha llegado el momento.

Un aviso telefónico desde el observatorio les comunica la aparición del sol. ¡El sol, el sol ha levantado su disco después de meses interminables de noche invernal! Su brillo es pálido y débil, como sin ánimos para infundir vida a aquella helada soledad. Apenas si lo registra el aparato, pero sólo el vislumbrarlo hace que se desborde el entusiasmo.

Se realizan febrilmente los últimos preparativos, a fin de aprovechar el corto período de luz en que allí se resumen primavera, verano y otoño, y que nosotros consideraríamos desagradable invierno. Marchan en cabeza los trineos automóviles, siguiéndolos después los que son arrastrados por mulos y perros siberianos.

La ruta está dividida cuidadosamente en varias etapas; cada dos días de camino se instala un campamento-depósito, que tendrá por objeto suministrar, al regreso, ropas, alimentos, petróleo y lo más indispensable que pueda proporcionar calor en aquellos hielos perpetuos. Todo aquel ejército de hombres osados y heroicos emprende la marcha, regresando luego por grupos, formando el último grupo el de los elegidos, el de los conquistadores del Polo, que tendrá que llevar la máxima carga y dispondrá de los animales más resistentes y de los mejores trineos. El plan es magistral; ha sido concebido previendo los menores detalles o acontecimientos adversos.

Las dificultades no tardan en presentarse. A los dos días de viaje se averían los trineos automóviles, que han de ser abandonados como carga inútil; tampoco los mulos dan el resultado que se esperaba...; pero una vez más triunfa la materia viva sobre la fría mecánica, pues las acémilas que ha habido que matar sirven de alimento a los perros, cosa que les proporciona nuevas calorías y renovadas fuerzas.

El primero de noviembre se distribuyen en varios grupos. En las fotografías puede verse una caravana, formada por vein­te hombres al principio, y después diez, y luego cinco hombres, que van caminando por el blanco desierto de aquel mundo inhóspito, carente del menor hálito de vida.

Delante va siempre un expedicionario, envuelto en pieles, un ser de aspecto salvaje, que sólo deja ver los ojos y la barba. Su enguantada mano conduce del ronzal a un mulo que arrastra un cargado trineo; detrás de él va otro con igual indumentaria; luego otro, y así sucesivamente hasta veinte; puntos negros en línea oscilante, destacándose en la inmensa y deslumbradora llanura. Al llegar la noche se agazapan en las tiendas, al abrigo de los muros de nieve levantados contra la dirección del viento para proteger a los animales, y a la mañana siguiente reemprenden la marcha monótona, silenciosamente, a través del viento glacial, de aquel aire virgen que después de incontables milenios es respirado por primera vez por los pulmones del hombre. Aumentan las preocupaciones. El tiempo se hace por momentos más desagradable y, en lugar de los cuarenta kilómetros que pretendían recorrer por jornada, sólo avanzan treinta, a pesar de que cada día es un tesoro, ya que saben que desde otro punto invisible de aquella soledad alguien se dirige hacia el mismo objetivo.

El incidente más pequeño supone un gran peligro. Un perro que se escapa, un mulo que se desvía, resultan sobrados motivos para angustiarse en aquellos desolados lugares. Allí todo ser vivo tiene un valor que no se puede medir, pues no puede ser sustituido. De la herradura de un mulo depende tal vez la inmortalidad. Una tempestad puede hacer fracasar una gesta que sería, de poder realizarse, eternamente gloriosa.

La salud de los expedicionarios empieza a resentirse; unos sufren deslumbramientos con la nieve; a otros se les hielan los miembros... Los mulos dan muestras de agotamiento, a pesar de lo cual hay que reducirles la ración, y por fin, en las proximidades del glaciar de Beardmore, todos los pobres animales sucumben. Se han de enfrentar con el penoso deber de tener que matar a las valientes bestias que en aquellas soledades han sido, durante dos años, entrañables amigos; todas ellas eran conocidas por sus nombres, ¡y en cuántas ocasiones las han colmado de caricias...! A aquel campamento trágico le dieron el nombre de «El Matadero».

Una parte de la expedición se separa en aquel lugar sangriento y retrocede hasta la base, mientras la otra se dispone a llevar a cabo el último esfuerzo, a través del glaciar, de aquella invencible muralla de hielo que rodea el Polo y que sólo la firme e inconmovible voluntad de un hombre puede romper. Cada vez recorren menos distancia. La nieve se adhiere a los trineos, que ya no se deslizan, sino que tienen que ser arrastrados a viva fuerza. El hielo corta como cristal y les hiere los pies, pero no retroceden. El día 30 de diciembre llegan al grado 87 de latitud, punto alcanzado por Shackleton. Allí ha de retroceder el último grupo; sólo cuatro elegidos deben acompañar a Scott al Polo. Scott hace la selección. Los que son descartados no se atreven a protestar, pero sienten de veras tener que dejar en otras manos la gloria de ser los primeros en llegar hasta el fin. Pero la suerte está echada.

El último apretón de manos, un esfuerzo varonil para disimular la emoción y los grupos se separan. Dos reducidas caravanas emprenden la marcha en dirección opuesta: la una hacia el Sur, hacia lo desconocido; la otra hacia el Norte, hacia la patria. Continuamente vuelven la vista unos a otros, para despedirse con la mirada de los entrañables camaradas. Las últimas siluetas van desdibujándose en la distancia hasta desaparecer... El grupo escogido continúa hacia lo ignoto. Sus nombres son: Scott, Bowers, Oates, Wilson y Evans.


El Polo Sur

Las anotaciones de aquellos últimos días descubren una gran inquietud a medida que se acercan al Polo. El diario continúa diciendo: «Nuestras sombras emplean una gran cantidad de tiempo para ir de nuestra derecha a nuestro frente y luego seguir hasta colocarse a la izquierda». Pero la esperanza es cada vez mayor. Scott va anotando las distancias ya recorridas: « Sólo faltan ciento cincuenta kilómetros hasta el Polo, pero de seguir así, no podremos resistirlo». Y dos días más tarde dice: «Sólo faltan ciento treinta y siete kilómetros hasta el Polo, pero serán muy amargos». De repente, las anotaciones adquieren un tono más optimista: «¡Sólo a noventa y cuatro kilómetros del Polo! Si no conseguimos llegar hasta él habremos llegado muy cerca». El 14 de enero, la esperanza se convierte en seguridad: «¡ Sólo a setenta kilómetros! ¡Tenemos el final ante nosotros! ». Y al día siguiente, las notas del diario respiran franca alegría: «Sólo nos quedan cincuenta miserables kilómetros. ¡Tenemos que llegar hasta allí, cueste lo que cueste!».

De estos rápidos renglones se deduce a las claras cómo latiría de emoción el corazón de los intrépidos exploradores con el anhelo de lograr su propósito, cómo se estremecerían sus nervios de impaciencia y esperanza. Tienen la presa cerca. Los brazos se tienden ya para apoderarse del último secreto de la Tierra. Falta un postrer esfuerzo para lograr el objetivo propuesto.


El 16 de enero

«Buen humor», consigna Scott en el diario. Por la mañana salen más temprano que ningún día, pues la impaciencia les impulsa a salir de sus sacos de dormir, para contemplar cuanto antes el maravilloso y terrible secreto. Recorren catorce kilómetros hasta la tarde; marchan serenos a través del blanco desierto sin vida; no cabe dudar de que la meta será alcanzada. La trascendental hazaña está casi realizada.

De pronto, Bowers se muestra intranquilo. Su mirada se clava anhelosamente en un diminuto punto oscuro que se destaca en aquella inmensa sábana de nieve. No se atreve a participar su sospecha, pero en el cerebro de todos se agita la misma y terrible idea; la idea de que otro hombre hubiera podido plantar allí su señal. Procura tranquilizarse, aunque sin tenerlas todas consigo. Y así como Robinsón se empeña en vano en persuadirse de que la huella que ha descubierto en la isla es la de su propio pie, así también se dicen ellos que puede ser una grieta de hielo, tal vez un simple reflejo.

Tratan de engañarse unos a otros, pero todos saben ya la verdad sin la menor duda posible: los noruegos, Amundsen, les han tomado la delantera. Pronto se desvanece la última incertidumbre ante el hecho auténtico de una bandera negra atada a un trineo abandonado allí con los restos de un campamento. Varios trineos y huellas de perros. Era indudable: Amundsen había acampado allí.

Lo que el ser humano ha considerado grandioso, lo incomprensible, ha sucedido ya: el Polo de la Tierra que durante miles y miles de siglos había permanecido inexplorado, acaba de ser conquistado por dos veces en el transcurso de poquísimo tiempo, con la sola diferencia de quince días. Y ellos son los segundos —retrasados un mes entre millones de meses—, son los segundos, pero, ante el concepto miserable del hombre, lo primero es el todo y lo segundo ya nada significa.

Inútiles han sido todos los esfuerzos, inútiles las privaciones y locas las esperanzas concebidas durante semanas, meses y años. Scott escribe en su diario: «Todas las penalidades, todos los sacrificios, todos los sufrimientos, ¿de qué han servido? Sólo han sido sueños que acaban de desvanecerse». Las lágrimas acuden a sus ojos y, a pesar de su enorme agotamiento, no consigue aquella noche conciliar el sueño. De mal humor, perdida toda esperanza, emprenden, como condenados, la última etapa hacia el Polo, que ansían pisar a pesar de todo. No tratan de consolarse mutuamente y marchan silenciosos.

El 18 de enero, el capitán Scott llega al Polo con sus cuatro compañeros, y como la hazaña de haber sido los primeros ya no puede apasionarlos, contemplan tristemente aquellos desolados parajes. La única descripción que consta en su diario es ésta: «Nada puede verse aquí que se distinga de la terrible monotonía de los últimos días».

La única particularidad que descubren allí no es obra de la Naturaleza, sino de una mano rival: la tienda de Amundsen con la bandera noruega, que ondea insolente y victoriosa sobre la vencida fortaleza. Una carta del conquistador Amundsen espera allí al segundo que consiguiese llegar después que él a aquel lugar, rogándole que la haga llegar al rey Haakon de Noruega. Scott está dispuesto a cumplir aquel deber fielmente. El penoso deber de atestiguar ante el mundo que ha sido realizada la hazaña que él también había pretendido llevar a cabo con todo entusiasmo. Izan contristados la bandera inglesa, la «Unión Jack», junto al victorioso emblema de Amundsen. Luego abandonan aquel paraje «infiel a su ambición», azotados por un viento glacial. Con profética amargura escribe Scott en su diario: «Me asusta el regreso».


El desastre final

A la vuelta se multiplican los peligros. A la ida se guiaban por la brújula. Ahora tienen que procurar no perder las propias huellas. Mirar de no extraviarse durante varias semanas, para no desviarse de los depósitos de los campamentos, donde les esperan alimentos, ropa y el calor concentrado de las reservas de petróleo.

Por eso a cada paso sienten una profunda inquietud, pues se ven obligados a cerrar los ojos para defenderlos de las ráfagas de nieve que trae el viento. Saben que cualquier desviación los conduciría a la muerte. Sus cuerpos carecen ahora de las reservas que poseían al dejar Inglaterra para emprender la expedición. Entonces disponían de las calorías proporcionadas por una alimentación abundante y normal. Y además les faltaba el resorte de acero de la voluntad, que los mantenía a la ida. En sus primeras marchas hacia la meta los impulsaba la propia esperanza, la curiosidad de toda la Humanidad, la conciencia de una hazaña inmortal. Ahora luchan sólo por su existencia, en un regreso sin gloria, que más bien temen que anhelan.

La lectura de las notas escritas aquellos días produce una tremenda impresión. El viento sopla constantemente. El invierno llegó antes de tiempo, y la nieve blanda se endurece, destroza el calzado, aprisiona los pies y dificulta la marcha enormemente. El frío les resta fuerzas. Brota un poco de alegría cada vez que, después de una penosa marcha, consiguen llegar a un depósito. Entonces las palabras palpitan con cierta esperanza.

Nada revela de un modo más elocuente el heroísmo espiritual de aquellos hombres como el hecho de que Wilson, el naturalista, pese a las tremendas circunstancias, continúe sus investigaciones científicas y, arrastrando su propio trineo con la carga natural, aumente ésta con dieciséis kilos de piedras raras encontradas por el camino. Pero la Naturaleza, despiadada en aquellos parajes, puede más que el esfuerzo humano, por heroico que sea, conjurándose el frío, el hielo y el viento contra los cinco expedicionarios.

Desde hace días tienen los pies llenos de llagas y se hallan con insuficientes calorías, pues sólo pueden hacer una comida caliente diaria. Debilitados por raciones disminuidas, sus fuerzas empiezan a fallar. Con horror se dan cuenta de que Evans, el más fuerte de todos ellos, se conduce extrañamente: se regaza por el camino, se queja sin cesar de sufrimientos reales o imaginarios, tiembla, sostiene monólogos absurdos. Debido a las espantosas penalidades, se ha vuelto loco. ¿Qué deben hacer con él? ¿Abandonarlo en aquel desierto de hielo? A toda costa deben llegar al depósito más próximo, si no... Scott no se atreve a escribir la palabra... A la una de la madrugada del 17 de febrero muere el desdichado oficial, a una jornada escasa del campamento de «El Matadero», donde por vez primera les espera comida más nutritiva, suministrada por la carne de los animales que unos meses antes se vieron obligados a sacrificar allí.

Ya son sólo cuatro los que emprenden la marcha, pero, ¡ oh fatalidad!, el depósito que han encontrado les depara una nueva y amarga decepción. Hay poco petróleo, lo que significa que tienen que limitar el combustible a lo más imprescindible, tienen que ahorrar calor, la única defensa de que disponen contra aquel tremendo frío. ¡Oh, qué noche polar tan terrible, helada y tormentosa y qué despertar más doloroso! Apenas tienen fuerzas para calzarse. Pero deciden continuar la marcha. Uno de ellos, Oates, ha de avanzar arrastrándose. Se le han helado los pies. El viento arrecia más que nunca, y al llegar al segundo depósito, el 2 de marzo, se repite otra vez la decepción cruel: el combustible es también insuficiente. Sus palabras son angustiosas y no pueden disimular la congoja interior que los invade. Se comprende el esfuerzo de Scott para dominar sus temores. Pero a cada momento se adivina el desgarrado grito de la desesperación detrás de las palabras contenidas: «¡Esto no puede continuar! ». O bien: «¡Dios mío, no nos abandones; nuestras fuerzas no resisten estas dificultades!». O: «Nuestro drama va convirtiéndose en tragedia». Y, por último, la espantosa sentencia: «¡Que Dios nos proteja! Nada podemos esperar de los hombres».

Pero continúan la marcha, sin esperanza, abatidos. Oates apenas puede seguir; representa una carga más para sus compañeros. Tienen que retrasarse por su causa, a una temperatura de 420 bajo cero al mediodía. El desgraciado reconoce que en su estado resulta un estorbo para sus camaradas. Todos están dispuestos para el fin. Piden a Wilson, el naturalista, las diez tabletas de morfina de que van provistos para acelerar la muerte en caso de absoluta necesidad. Pero hacen una jornada más, cargados con el enfermo. Este mismo les pide que le dejen en su saco de dormir, abandonado a su suerte. Enérgicamente rechazan semejante proposición, aunque estén convencidos de que sería para ellos un alivio. El enfermo puede andar todavía unos pocos kilómetros sobre sus helados y vacilantes pies, y de esta manera pueden llegar al campamento más próximo, donde duermen.

Al despertar a la mañana siguiente y salir al exterior, el huracán ha arreciado. De repente, Oates se levanta: «Voy a salir afuera —dice a sus amigos—. Tardaré un poco». Sus compañeros se estremecen. Todos saben lo que significa aquella salida. Pero ninguno de ellos se atreve a detenerle, ninguno le tiende la mano como última despedida. Todos saben que el capitán de caballería Lawrence J. E. Oates, de los dragones de Inniskilling, va como un héroe al encuentro de la muerte.

Tres hombres de la expedición se arrastran sin fuerzas por aquel infinito desierto de hielo. Exhaustos, sin esperanza, sólo el instinto de conservación los impulsa a continuar la marcha. El tiempo es cada vez más despiadado. Cada depósito supone para ellos una nueva decepción. Continúa la escasez de petróleo y la consiguiente falta de calor. El 21 de marzo se hallan a una distancia de veinte kilómetros de uno de los depósitos, pero el viento sopla con tal furia que no pueden salir de la tienda. Cada noche esperan que a la mañana siguiente podrán alcanzar la meta, y, entre tanto, van consumiéndose las provisiones, y con ellas desaparece la postrera esperanza. Ya no les queda combustible y el termómetro marca 40° bajo cero. Han de morir de hambre o de frío.

Durante tres días, aquellos hombres cobijados en la tienda luchan contra la fatalidad en el seno de aquel gélido e inhóspito mundo. El 29 de marzo saben ya que ni un milagro puede salvarlos. Entonces deciden no dar un paso más y aceptar la muerte dignamente, con la entereza con que soportaron todas las demás penalidades. Se meten en sus sacos de dormir, y de sus últimos sufrimientos no ha trascendido el menor detalle.


Las cartas póstumas de un moribundo

En aquellos terribles momentos en que se encuentra solo, frente a frente con la muerte, mientras sopla con furia el huracán, arremetiendo rabiosamente contra las frágiles paredes de la tienda, piensa el capitán Scott en todas aquellas personas a las cuales está ligado con distintos lazos.

En medio de aquel helado silencio se despiertan sus sentimientos de fraternidad para con su propia nación, para la Humanidad entera. La íntima Fata Morgana de su espíritu va evocando en el lejano y blanco desierto las imágenes de aquellos seres queridos a quienes debe amor, fidelidad y amistad. A todos les dirige la palabra. Con los dedos entorpecidos por el frío, el capitán Scott, a la hora de la muerte, escribe cartas a los seres vivos que son entrañables para él. Fueron escritas a sus contemporáneos, pero sus palabras pasarán a la eternidad.

Escribe a su mujer. Le recomienda que cuide a su tesoro, su hijo. Le pide que lo defienda y lo proteja. Al final de una de las empresas más nobles de la historia del mundo hace una confesión: «Como tú sabes, tenía que esforzarme para ser activo, pues siempre he sido inclinado a la pereza».

Cerca de la muerte se muestra satisfecho de su resolución en vez de lamentarla: «¡Cuántas cosas podría contarte de este viaje! A pesar de todo, ha sido mucho mejor que lo realizara, en vez de quedarme en casa rodeado de comodidades». Y como fiel camarada escribe también a la madre y a la esposa de cada uno de sus compañeros de infortunio, que mueren con él, para testimoniar su heroicidad. Un moribundo consuela a los familiares de los demás, impulsado por un sentimiento poderoso, sobrehumano, por la grandiosidad del trágico momento y lo memorable del desastre. Escribe, además, a los amigos.

Modesto consigo mismo, se muestra orgulloso respecto a su patria, de la que se siente hijo dignísimo. «No sé si he sido un gran descubridor —declara—, pero nuestro fin será testimonio del espíritu valiente, de la resistencia al dolor, que no se han extinguido en nuestra raza.» Y la muerte le hace confesar un profundo sentimiento de amistad que su gran delicadeza y su timidez espiritual le impidieron expresar debidamente. Y escribe: «En toda mi vida encontré un hombre que me inspirase mayor afecto y admiración que usted, aunque nunca pude demostrarle lo que para mí significa su amistad, pues usted tenía mucho que dar y yo no podía corresponderle».

Luego escribe una última carta, la más hermosa de todas, dirigida a la nación inglesa, en la que manifiesta que, en aquella lucha por la gloria de Inglaterra, perece completamente inocente de culpa. Hace constar la serie de obstáculos conjurados contra él y, con un acento que la presencia invisible de la muerte hace hondamente patético, se dirige a todos sus compatriotas para suplicarles que no abandonen a sus huérfanos. Sus últimas palabras no se refieren a él, sino a la vida de los demás: «¡Por el amor de Dios, no desamparéis a los que quedan!». Siguen luego las páginas en blanco. Hasta que el lápiz se desprendió de sus rígidos y helados dedos, el capitán Scott continuó escribiendo en el diario de la expedición.

El pensamiento de que junto a su cadáver podrían hallarse aquellas páginas, testimonios evidentes de su valor, representativo del de la raza inglesa, fue el que le permitió realizar el sobrehumano esfuerzo. Y aún añadió con letra insegura, debido a los agarrotados dedos, para expresar su última voluntad: «Remitan el diario a mi esposa». Luego, impulsado por una cruel certidumbre, tacha la palabra «esposa» y escribe: «a mi viuda».


La respuesta

Durante varias semanas los esperaron sus compañeros. Primero esperanzados, luego algo preocupados y por fin dominados por una terrible angustia. Por dos veces se enviaron expediciones de socorro, pero el mal tiempo los obligó a retroceder. Todo el invierno pasaron los expedicionarios en su refugio, deprimidos por el presentimiento de la catástrofe.

Durante todos aquellos meses, la suerte y la hazaña del capitán Scott quedaron envueltas en el silencio, sepultadas bajo la nieve. El hielo guardó a los heroicos hombres en un sarcófago de cristal. No sale otra expedición hasta el 29 de octubre, en la primavera austral, para hallar por lo menos los restos de aquellos valientes y los mensajes que sin duda habrían dejado. Y el 18 de noviembre llegan a la tienda, donde encuentran los cadáveres metidos dentro de los sacos de dormir. Scott está abrazado a Wilson. Los expedicionarios recogen las cartas y los documentos. Antes de partir sepultan a las víctimas.

Como solitario recuerdo, sobre un montón de nieve se destaca una sencilla cruz en aquel blanco mundo que guarda en su helado seno una de las mayores gestas de la Humanidad. ¡Pero no! Inesperada y maravillosamente, las hazañas resucitan gracias a la milagrosa técnica moderna. Los expedicionarios llevan a Inglaterra las placas fotográficas y las películas encontradas. Al ser reveladas puede volver a verse a Scott y a sus compañeros en su peregrinación por las inmensas regiones polares, que sólo Amundsen había podido contemplar aparte de ellos. Por todos los ámbitos del admirado mundo se difunden por cable sus palabras y sus cartas, y en la catedral del Reino Unido, el Rey dobla la rodilla en homenaje a los héroes. Así vuelve a ser fecundo lo que pareciera estéril.

De una muerte heroica surge una vida magnífica. Sólo la ambición se aviva con la llama del éxito, pero no existe nada que eleve tanto los sentimientos humanos como la muerte de un hombre en su lucha contra el poder invisible del destino.

Es la tragedia más sublime, cantada de vez en cuando por un poeta y que la vida plasma millares de veces.




en Momentos estelares de la humanidad, 1927