viernes, mayo 11, 2012

“El arte de la lluvia”, de Pablo Neruda







Así como se desataban el frío, la lluvia y el barro de las calles, es decir, el cínico y desmantelado invierno del sur de América, el verano también llegaba a esas regiones, amarillo y abrasador. Estábamos rodeados de montañas vírgenes, pero yo quería conocer el mar. Por suerte mi voluntarioso padre consiguió una casa prestada de uno de sus numerosos compadres ferroviarios. Mi padre, el conductor, en plenas tinieblas, a las cuatro de la noche (nunca he sabido por qué se dice las cuatro de la mañana) despertaba a toda la casa con su pito de conductor. Desde ese minuto no había paz, ni tampoco había luz, y entre velas cuyas llamitas se doblegaban por causa de las rachas que se colaban por todas partes, mi madre, mis hermanos Laura y Rodolfo y la cocinera corrían de un lado a otro enrollando grandes colchones que se transformaban en pelotas inmensas envueltas en telas de yute que eran apresuradamente corridas por las mujeres. Había que embarcar las camas en el tren. Estaban calientes todavía los colchones cuando partían a la estación cercana. Enclenque y febe por naturaleza, sobresaltado en mitad del sueño, yo sentía náuseas y escalofríos. Mientras tanto los trajines seguían, sin terminar nunca, en la casa. No había cosa que no se llevaran para ese mes de vacaciones de pobres. Hasta los secadores de mimbre, que se ponían sobre los braseros encendidos para secar las sábanas y la ropa perpetuamente humedecida por el clima, eran etiquetados y metidos en la carreta que esperaba los bultos.

El tren recorría un trozo de aquella provincia fría desde Temuco hasta Carahue. Cruzaba inmensas extensiones deshabitadas sin cultivos, cruzaba los bosques vírgenes, sonaba como un terremoto por túneles y puentes. Las estaciones quedaban aisladas en medio del campo, entre aromos y manzanos floridos. Los indios araucanos con sus ropas rituales y su majestad ancestral esperaban en las estaciones para vender a los pasajeros corderos, gallinas, huevos y tejidos. Mi padre siempre compraba algo con interminable regateo. Era de ver su pequeña barba rubia    levantando una gallina frente a una araucana impenetrable que no bajaba en medio centavo el precio de su mercadería.

Cada estación tenía un nombre más hermoso, casi todos heredados de las antiguas posesiones araucanas. Esa fue la región de los más encarnizados combates entre los invasores españoles y los primeros chilenos, hijos profundos de aquella tierra.

Labranza era la primera estación, Boroa y Ranquilco la seguían. Nombres con aroma de plantas salvajes, y a mí me cautivaban con sus sílabas. Siempre estos nombres araucanos significaban algo delicioso: miel escondida, lagunas o río cerca de un bosque, o monte con apellido de pájaro. Pasábamos por la pequeña aldea de Imperial donde casi fue ejecutado por el gobernador español el poeta don Alonso de Ercilla. En los siglos XV y XVI aquí estuvo la capital de los conquistadores. Los araucanos en su guerra patria inventaron la táctica de tierra arrasada. No dejaron piedra sobre piedra de la ciudad descrita por Ercilla como bella y soberbia.

Y luego la llegada a la ciudad fluvial. El tren daba sus pitazos más alegres, oscurecía el campo y la estación ferroviaria con inmensos penachos de humo de carbón, tintineaban las campanas y se olía ya el curso ancho, celeste y tranquilo, del río Imperial que se acercaba al océano. Bajar los bultos innumerables, ordenar la pequeña familia y dirigirnos en carreta tirada por bueyes hasta el vapor que bajaría por el río Imperial, era toda una función dirigida por los ojos azules y el pito ferroviario de mi padre. Bultos y nosotros nos metíamos en el barquito que nos llevaba al mar. No había camarotes. Yo me sentaba cerca de proa. Las ruedas movían con sus paletas la corriente fluvial, las máquinas de la pequeña embarcación resoplaban y rechinaban, la gente sureña taciturna se quedaba como muebles inmóviles dispersos por la cubierta.

Algún acordeón lanzaba su lamento romántico, su incitación al amor. No hay nada más invasivo para un corazón de quince años que una navegación por un río ancho y desconocido, entre riberas montañosas, en el camino del misterioso mar.

Bajo Imperial era sólo una hilera de casas de techos colorados. Estaba situado sobre la frente del río. Desde la casa que nos esperaba y, aún antes, desde los muelles desvencijados donde atracó el vaporcito, escuché a la distancia el trueno marino, una conmoción lejana. El oleaje entraba en mi existencia.

La casa pertenecía a don Horacio Pacheco, agricultor gigantón que, durante ese mes de nuestra ocupación de su casa, iba y   llevaba por las colinas y los caminos intransitables su locomóvil y su trilladora. Con su máquina cosechaba el trigo de los indios y de los campesinos, aislados de la población costera. Era un hombrón que de repente irrumpía en nuestra familia ferroviaria hablando con voz estentórea y cubierto de polvo y paja cereales. Luego, con el mismo estruendo, volvía a sus trabajos en las montañas. Fue para mí un ejemplo más de las vidas duras de mi región austral.

Todo era misterioso para mí en aquella casa, en las calles maltrechas, en las desconocidas existencias que me rodeaban, en el sonido profundo de la marina lejanía. La casa tenía lo que me pareció un inmenso jardín desordenado, con una glorieta central menoscabada por la lluvia, glorieta de maderos blancos cubiertos por las enredaderas. Salvo mi insignificante persona nadie entraba jamás en la sombría soledad donde crecían las yedras, las madreselvas y mi poesía. Por cierto que había en aquel jardín extraño otro objeto fascinante: era un bote grande, huérfano de un gran naufragio, que allí en el jardín yacía sin olas ni tormentas, encallado entre las amapolas.

Porque lo extraño de aquel jardín salvaje era que por designio o por descuido había solamente amapolas. Las otras plantas se habían retirado del sombrío recinto. Las había grandes y blancas como palomas, escarlatas como gotas de sangre, moradas y negras, como viudas olvidadas. Yo nunca había visto tanta inmensidad de amapolas y nunca más las he vuelto a ver. Aunque las miraba con mucho respeto, con cierto supersticioso temor que sólo ellas infunden entre todas las flores, no dejaba de cortar de cuando en cuando alguna cuyo tallo quebrado dejaba una leche áspera en mis manos y una ráfaga de perfume inhumano. Luego acariciaba y guardaba en un libro los pétalos de seda suntuosos. Eran para mí alas de grandes mariposas que no sabían volar.

Cuando estuve por primera vez frente al océano quedé sobrecogido. Allí entre dos grandes cerros (el Huilque y el Maule) se desarrollaba la furia del gran mar. No sólo eran las inmensas olas nevadas que se levantaban a muchos metros sobre nuestras cabezas, sino un estruendo de corazón colosal, la palpitación del universo.

Allí la familia disponía sus manteles y sus teteras. Los alimentos me llegaban enarenados a la boca, lo que no me importaba mucho. Lo que me asustaba era el momento apocalíptico en que mi padre nos ordenaba el baño de mar de cada día. Lejos de las olas gigantes, el agua nos salpicaba a mi hermana Laura y a mí    con sus latigazos de frío. Y creíamos temblando que el dedo de una ola nos arrastraría hacia las montañas del mar. Cuando ya con los dientes castañeteando y las costillas amoratadas, nos disponíamos mi hermana y yo, tomados de la mano, a morir, sonaba el pito ferroviario y mi padre nos ordenaba salir del martirio.

Contaré otros misterios del territorio aquél. Uno eran los percherones y otro la casa de las tres mujeres encantadas.

Al extremo del villorrio se alzaban unas casas grandes. Eran establecimientos posiblemente de curtiembres. Pertenecían a unos vascos franceses. Casi siempre estos vascos manejaban en el sur de Chile las industrias del cuero. La verdad es que no sé bien de qué se trataba. Lo único que me interesaba era ver cómo salían de los portones, a cierta hora del atardecer, unos grandes caballos que atravesaban el pueblo.

Eran caballos percherones, potros y yeguas de estatura gigantesca. Sus grandes crines caían como cabelleras sobre los altísimos lomos. Tenían patas inmensas también cubiertas de ramos de pelambre que, al galopar, ondulaban como penachos. Eran rojos, blancos, rosillos, poderosos. Así habrían andado los volcanes si pudieran trotar y galopar como aquellos caballos colosales. Como una conmoción de terremoto caminaban sobre las calles polvorientas y pedregosas. Relinchaban roncamente haciendo un ruido subterráneo que estremecía la tranquila atmósfera. Arrogantes, inconmensurables y estatuarios, nunca he vuelto a ver caballos como ésos en mi vida, a no ser aquellos que vi en China, tallados en piedra como monumentos tumbales de la dinastía Ming. Pero la piedra más venerable no puede dar el espectáculo de aquellas tremendas vidas animales que parecían, a mis ojos de niño, salir de la oscuridad de los sueños para dirigirse a otro mundo de gigantes.

En realidad, aquel mundo silvestre estaba lleno de caballos. Por las calles, jinetes chilenos, alemanes o mapuches, todos con ponchos de lana negra de castilla, subían o bajaban de sus monturas. Los animales flacos o bien tratados, escuálidos u opulentos, se quedaban allí donde los jinetes los dejaban, rumiando hierbas de las veredas y echando vapor por las narices. Estaban acostumbrados a sus amos y a la solitaria vida de poblado. Volvían más tarde, cargados con bolsas de comestibles o de herramientas, hacia las intrincadas alturas, subiendo por pésimos caminos o galopando infinitamente por la arena junto al mar. De cuando en cuando salía de una agencia de empeño o de una taberna sombría algún jinete araucano que, con dificultad, montaba   a su inmutable caballo y que luego tomaba el camino de regreso a su casa entre los montes, tambaleando de lado a lado, borracho hasta la inconsciencia. Al mirarlo comenzar y continuar su camino, me parecía que el centauro alcoholizado iba a caer al suelo cada vez que se ladeaba peligrosamente, pero me equivocaba: siempre volvía a erguirse para luego inclinarse otra vez doblándose hacia el otro lado y siempre recuperándose pegado a la montura. Así continuaría montado sobre el caballo por kilómetros y kilómetros, hasta undirse en la salvaje naturaleza como un animal vacilante, oscuramente invulnerable.

Muchos veranos más volvimos, con las mismas ceremonias domésticas, a la región fascinante. Fui creciendo, leyendo, enamorándome y escribiendo al paso del tiempo, entre los amargos inviernos de Temuco y el misterioso estío de la costa.

Me acostumbré a andar a caballo. Mi vida fue haciéndose más alta y espaciosa por las rutas de empinada arcilla, por caminos de curvas imprevistas. Me salían al encuentro los vegetales enmarañados, el silencio o el sonido de los pájaros selváticos, el estallido súbito de un árbol florido, cubierto con un traje escarlata como un inmenso arzobispo de las montañas, o nevado por una batalla de flores desconocidas. O de cuando en cuando también, inesperada, la flor del copihue, salvaje, indomable, irreductibles, colgando de los matorrales como una gota fresca de sangre. Fui habituándome al caballo, a la montura, a los duros y complicados aperos, a las crueles espuelas que tintineaban en mis talones. Se comenzó por infinitas playas o montes enmarañados una comunicación entre mi alma, es decir, entre mi poesía y la tierra más solitaria del mundo. De esto hace muchos años, pero esa comunicación, esa revelación, ese pacto con el espacio han continuado existiendo en mi vida.




en Confieso que he vivido, 1974











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