Querido doctor, me pongo en sus manos. Haga usted de mi
lo que guste.
Voy a decirle con toda franqueza mi extraño estado de
ánimo, y juzgue si no sería mejor que cuidasen de mí durante algún tiempo en
una casa de salud, en vez de dejarme presa de las alucinaciones y sufrimientos
que me atormentan.
Ésta es la historia, larga y exacta, de la singular
enfermedad de mi alma.
Vivía yo como todo el mundo, mirando la vida con los
ojos abiertos y ciegos del hombre, sin sorprenderme ni comprender. Vivía como
viven las bestias, como vivimos todos, cumpliendo todas las funciones de la
existencia, analizando y creyendo ver, creyendo saber, creyendo conocer lo que
me rodea, cuando un día me di cuenta de que todo es falso.
Fue una frase de Montesquieu la que súbitamente iluminó
mi pensamiento. Es ésta: «Un órgano de más o de menos en nuestra máquina nos
hubiera dado una inteligencia distinta. En una palabra, todas las leyes
asentadas sobre el hecho de que nuestra máquina es de una determinada forma
serían diferentes si nuestra máquina no fuera de esa forma».
He pensado en esto durante meses, meses y meses, y poco
a poco ha penetrado en mí una extraña claridad, y esa claridad ha creado ahí la
oscuridad.
En efecto, nuestros órganos son los únicos
intermediarios entre el mundo exterior y nosotros. Es decir, que el ser
interior que constituye el yo se halla en contacto, mediante algunos hilillos
nerviosos, con el ser exterior que constituye el mundo.
Pero, además de que ese ser exterior se nos escapa por
sus proporciones, su duración, sus propiedades innumerables e impenetrables,
sus orígenes, su futuro o sus fines, sus formas lejanas y sus manifestaciones
infinitas, nuestros órganos, sobre la parcela que de él podemos conocer no nos
suministran otra cosa que informes tan inseguros como poco numerosos.
Inseguros, porque únicamente son las propiedades de
nuestros órganos las que determinan para nosotros las propiedades aparentes de
la materia.
Poco numerosos, porque al no ser nuestros sentidos más
que cinco, el campo de sus investigaciones y la naturaleza de sus revelaciones
se hallan necesariamente muy restringidos.
Me explico: la vista nos indica las dimensiones, las
formas y los colores. Nos engaña en esos tres puntos.
No puede revelarnos otra cosa que los objetos y seres
de dimensión media, proporcionados a la estatura humana, lo cual nos lleva a
aplicar la palabra grande a determinadas cosas y la palabra pequeño a otras,
sólo porque su debilidad no le permite conocer lo que es demasiado vasto o
demasiado menudo para él. De ahí resulta que no se sabe ni se ve casi nada, que
el universo casi entero le queda oculto, la estrella que habita el espacio y el
animálculo que habita la gota de agua.
Incluso aunque tuviera cien millones de veces su
potencia normal, aunque viese en el aire que respiramos todas las especies de
seres invisibles, así como los habitantes de los planetas próximos, todavía
quedarían numerosos infinitos de especies de animales más pequeños y mundos tan
lejanos que jamás alcanzaría.
Así pues, todas nuestras ideas de proporción son falsas
porque no hay límite posible en la magnitud ni en la pequeñez.
Nuestra apreciación sobre las dimensiones y las formas
no tiene ningún absoluto al venir determinada únicamente por la potencia de un
órgano y por una comparación constante con nosotros mismos.
Hemos de añadir que la vista todavía es incapaz de ver
lo transparente. Un cristal sin defecto la engaña. Lo confunde con el aire que
tampoco ve.
Pasemos al color.
El color existe porque nuestra vista está hecha de modo
que transmite al cerebro, en forma de color, las diversas formas en que los
cuerpos absorben y descomponen, siguiendo su constitución química, los rayos
luminosos que dan en ellos.
Todas las proporciones de esa absorción y de esa
descomposición constituyen matices. Así pues, este órgano impone a la
inteligencia su modo de ver, mejor dicho, su forma arbitraria de constatar las
dimensiones y de apreciar las relaciones de la luz y la materia.
Analicemos el oído.
Somos juguetes y víctimas, más todavía que en el caso
de la vista, de ese órgano fantasioso.
Dos cuerpos, al chocar, producen cierta vibración de la
atmósfera. Ese movimiento hace estremecerse en nuestra oreja cierta pielecilla
que trueca inmediatamente en ruido lo que en realidad no es otra cosa que una
vibración.
La naturaleza es muda. Pero el tímpano posee la
propiedad milagrosa de transmitirnos en forma de sentidos, y de sentidos
diferentes según el número de vibraciones, todos los estremecimientos de las
ondas invisibles del espacio.
Esa metamorfosis realizada por el nervio auditivo en el
breve trayecto de la oreja al cerebro nos ha permitido crear un arte extraño,
la música, la más poética y precisa de las artes, vaga como un sueño y exacta
como el álgebra.
¿Qué decir del gusto del olfato? ¿Conoceríamos los
perfumes y la calidad de los alimentos sin las propiedades peregrinas de
nuestra nariz y nuestro paladar?
Sin embargo, la humanidad podría existir sin oído, sin
gusto y sin olfato, es decir, sin ninguna noción del ruido, del sabor y del
olor.
Así pues, si tuviéramos algunos órganos menos,
desconoceríamos cosas admirables y singulares, pero si tuviéramos algunos más,
descubriríamos a nuestro alrededor una infinidad de otras cosas que nunca
supondremos por falta de medio para constatarlas. Por lo tanto, nos equivocamos
cuando juzgamos lo Conocido, y estamos rodeados de Desconocido inexplorado.
Por lo tanto, todo es inseguro, y puede apreciarse de
diferentes maneras.
Todo es falso, todo es posible, todo es dudoso.
Formulemos esta certidumbre sirviéndonos del viejo
proverbio: «Verdad a este lado de los Pirineos, error al otro lado».
Y decimos: verdad en nuestro órgano, error en el de al
lado.
Dos y dos no deben ser cuatro fuera de nuestra
atmósfera.
Verdad en la tierra, error más lejos, de donde deduzco
que los misterios vislumbrados como la electricidad, el sueño hipnótico, la
transmisión de la voluntad, la sugestión y todos los fenómenos magnéticos sólo
siguen ocultos para nosotros porque la naturaleza no nos ha proporcionado el
órgano o los órganos necesarios para comprenderlos.
Después de haberme convencido de que todo lo que me
revelan mis sentidos sólo existe para mí tal como yo lo percibo, y de que sería
totalmente diferente para otro ser organizado de otro modo, después de haber
llegado a la conclusión de que una humanidad hecha de otra forma tendría sobre
el mundo, sobre la vida y sobre todo ideas absolutamente opuestas a las
nuestras, porque el acuerdo de las creencias sólo deriva de la similitud de los
órganos humanos, y las divergencias de opiniones provienen únicamente de
ligeras diferencias de funcionamiento de nuestros hilillos nerviosos, he hecho
un esfuerzo de pensamiento sobrehumano para suponer lo impenetrable que me
rodea.
¿Me he vuelto loco?
Me he dicho: «Estoy rodeado de cosas desconocidas.» He
supuesto al hombre desprovisto de orejas y he supuesto el sonido como suponemos
tantos misterios ocultos; el hombre constata fenómenos acústicos cuya
naturaleza y procedencia no podría determinar. Y he tenido miedo de todo lo que
me rodea, miedo del aire, miedo de la oscuridad. Desde el momento en que no
podemos conocer casi nada, y desde el momento en que todo es ilimitado, ¿qué es
el resto? ¿No es el vacío? ¿Qué hay en el vacío aparente?
Y ese terror confuso de lo sobrenatural que acosa al
hombre desde el nacimiento del mundo es legítimo, porque lo sobrenatural no es
otra cosa que lo que permanece velado para nosotros.
Entonces he comprendido el espanto. Me ha parecido que
rozaba constantemente el descubrimiento de un secreto del universo.
He intentado aguzar mis órganos, excitarlos, hacerles
percibir por momentos lo invisible.
Me he dicho: «Todo es un ser. El grito que pasa en el
aire es un ser comparable a la bestia, puesto que nace, produce un movimiento y
se transforma incluso para morir. Por lo tanto, el espíritu pusilánime que cree
en seres incorpóreos no se equivoca. ¿Quiénes son?».
¡Cuántos hombres los presienten, se estremecen cuando
se acercan, tiemblan con su imperceptible contacto! Uno los siente a su lado,
alrededor, pero es imposible distinguirlos, porque no tenemos los ojos que los
verían, o mejor dicho el órgano desconocido que podría descubrirlos.
Así pues, sentía en mí, más que nadie, a esos
transeúntes sobrenaturales. ¿Seres o misterios? ¿Lo sé acaso? No podría decir
lo que son, pero siempre podría señalar su presencia. Y he visto —he visto un
ser invisible— hasta donde puede verse a esos seres.
Permanecía noches enteras inmóvil, sentado ante mi
mesa, con la cabeza entre las manos y pensando en esto, pensando en ellos. De
pronto creí que una mano intangible, o más bien un cuerpo inasequible, rozaba
ligeramente mi pelo. No me tocaba, por no ser de esencia carnal, sino de
esencia imponderable, incognoscible.
Pero una noche oí crujir el entarimado a mis espaldas.
Crujió de un modo singular. Me estremecí. Me volví. No vi nada. Y no volví a
pensar en ello.
Pero al día siguiente, a la misma hora, se produjo el
mismo ruido. Tuve tanto miedo que me levanté, seguro, completamente seguro de
que no estaba solo en mi cuarto. No se veía nada sin embargo. El aire estaba
límpido y transparente en todas partes. Mis dos lámparas iluminaban todos los
rincones.
El ruido no se repitió y fui calmándome poco a poco;
sin embargo, permanecía inquieto y me volvía a menudo.
Al día siguiente me encerré a hora temprana, buscando
la forma en que podría conseguir ver lo Invisible que me visitaba.
Y lo vi. Estuve a punto de morir de terror.
Había encendido todas las bujías de mi chimenea y de mi
lustro. La habitación estaba iluminada como para una fiesta. Sobre la mesa
ardían mis dos lámparas.
Frente a mí, la cama, una vieja cama de roble con
columnas. A la derecha, mi chimenea. A la izquierda, la puerta, con el cerrojo
echado. A mi espalda, un grandísimo armario de luna. Me miré en él. Tenía unos
ojos extraños y las pupilas muy dilatadas.
Luego me senté como todos los días.
La víspera y la antevíspera el ruido se había producido
a las nueve y veintidós minutos. Esperé. Cuando llegó el momento preciso,
percibí una sensación indescriptible, como si un fluido, un fluido irresistible
hubiera penetrado en mí por todas las parcelas de mi carne, sumiendo mi alma en
un espanto atroz. Y se produjo el crujido, justo a mi lado.
Me incorporé volviéndome tan deprisa que estuve a punto
de caerme. Se veía como en pleno día, ¡pero yo no me vi en el espejo! Estaba
vacío, claro, lleno de luz. Yo no estaba dentro, y sin embargo me hallaba
enfrente. Lo miré con ojos enloquecidos. No me atrevía a avanzar hacia él,
sintiendo que entre nosotros se interponía él, lo Invisible, y que me tapaba.
¡Qué miedo pasé! Y he aquí que empecé a verlo envuelto
en bruma en el fondo del espejo, en una bruma como a través del agua; y me
parecía que aquella agua fluía de izquierda a derecha, lentamente, volviéndome
más preciso segundo a segundo. Era como el final de un eclipse. Lo que me
tapaba no tenía contornos, sino una especie de transparencia opaca que iba
aclarándose poco a poco.
Y finalmente pude verme con claridad, como hago todos
los días cuando me miro.
¡Lo había visto!
Y no he vuelto a verlo.
Pero lo espero sin cesar, y siento que mi cabeza se
extravía en esa espera.
Permanezco horas, noches, días y semanas delante del
espejo esperándole. ¡Ya no viene!
Ha comprendido que yo le había visto. Mas yo sé que le
esperaré siempre, hasta la muerte, que le esperaré sin descanso, delante de ese
espejo, como un cazador al acecho.
Y en ese espejo empiezo ver imágenes locas, monstruos,
cadáveres horribles, toda clase de bestias espantosas, de seres atroces, todas
las visiones inverosímiles que deben acosar la mente de los locos.
Ésta es mi confesión, querido doctor. Dígame qué debo
hacer.
Gil Blas, 17 de febrero de 1885
1 comentario:
Muy buena publicación!!!
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