martes, mayo 01, 2012

“Adiós”, de Vladimir Mayakovski







Cambiando el último franco
al auto

-¿A qué hora sale el de Marsella?

París
corre
despidiéndose de mí
en toda
su imposible belleza.

Acude
a los ojos
líquido del adiós,
reblandéceme de sentimiento
el corazón.

Yo quisiera
vivir
y morir en París

si no hubiera
una tierra llamada
Moscú.



1925













1 comentario:

Unknown dijo...

cacique, sin cuya voluntad o beneplácito no se movía una hoja de papel, no se despachaba un expediente, ni se pronunciaba un fallo, ni se declaraba una exención, ni se nombraba un juez, ni se trasladaba un empleado, ni se acometía una obra; para él no había ley de quintas, ni ley de aguas, ni ley de caza, ni ley municipal, ni ley de contabilidad, ni leyes de enjuiciamiento, ni ley electoral, ni Instrucción de consumos, ni leyes fiscales, ni reglamentos de la Guardia Civil, ni Constitución política del Estado: Juzgados, Audiencias, gobernadores civiles, Diputaciones Provinciales, Administración central, eran un instrumento suyo, ni más ni menos que si hubiesen sido creados sólo para servirle. No había que preguntar si teníais razón, si la ley estaba de vuestra parte, para saber cómo se fallaría el pleito, cómo se resolvería el expediente: había que preguntar si le era indiferente al cacique, y por tanto se mantenía neutral, o si estaba con vosotros o contra vosotros. Era declarado exento del servicio militar quien él quería que lo fuese, por precio o sin él; se extraviaban los expedientes y las cartas que él quería se extraviasen; se hacía justicia cuando él tenía interés en que se hiciera, y se fallaba a sabiendas contra ley cuando no tenía razón aquel a quien él quería favorecer; se encarcelaba a quien él tenía por bien, siquiera fuese el más inocente; a quien quería librar de la cárcel, lo libraba, sacándolo sin fianza, aunque se tratase de un criminal; se imponían multas si era su voluntad que se impusieran, hubiese o no motivo; se repartían los tributos no según regla de proporción y conforme a las instrucciones de Hacienda, sino conforme a su conveniencia y a la de su clientela, o a la fuerza que trataba de hacer a los neutrales, o al castigo que quería imponerles por su desprecio o por su entereza; a quien quería mal o no se sometía, hacía pagar doble; las alzadas no tenían curso o sucumbían en el carpetazo; las carreteras iban no por donde las trazaban los ingenieros, sino por donde caían sus fincas, sus pueblos o sus caseríos; los montes del Estado que habían de comprar ellos o sus protegidos tenían la cabida que ellos fijaban, y se anulaban las compras de los contrarios; se aprobaban las cuentas que él recomendaba, y por otras iguales se multaba o se encausaba a un Ayuntamiento, porque no era de su parcialidad o de su agrado; era diputado provincial, alcalde o regidor aquel a quien él designaba o recibía para instrumento de sus vanidades, de sus medros o de sus venganzas, dándoles en cambio carta blanca o cubriéndoles para que hiciesen impunemente de la hacienda comunal y del derecho de sus convecinos lo que les pareciese. Tenía demarcado por los jerarcas supremos su feudo, el cual abarcaba ora una región, ora una provincia, o bien uno o más distritos dentro de ella; y él a su vez teníalo dividido en marcas y subfeudos por valles, serranías o localidades, en cada uno de los cuales imperaba omnímodamente un cacique de categoría inferior, especie de alcaide suyo, el cual además obraba por cuenta propia; formando en su vasto conjunto una red tupida que tenía cogido debajo a todo el país.