jueves, febrero 16, 2012

"La traducción literaria como creación", de Dolors Udina





He mencionado el término de literatura nacional a pesar de que me parece un concepto limitador y encorsetado basado en una distinción entre nativo y extranjero que, aunque sin duda es válida y útil en muchos terrenos, no es aplicable a la literatura gracias a la traducción, una actividad que parece empeñarse en negar el efecto del castigo divino por la construcción de la Torre de Babel. La traducción abre la posibilidad de una experiencia unificada de la literatura en la multiplicidad de lenguas del mundo. Cuesta imaginar lo desolados que nos sentiríamos si sólo pudiésemos explorar los mundos de ficción escritos en las lenguas que conocemos. Según nuestras carencias lingüísticas, significaría que nunca tendríamos la oportunidad de leer a Homero, Dante, Tolstoi, Goethe, Proust, Dickens, por citar al azar sólo un puñado de grandes escritores.

Creo que ninguna de las infinitas definiciones de la traducción refleja tan bien lo que significa traducir como la de Umberto Eco en el título de su libro sobre experiencias de traducción: Dire quasi la stessa cosa. Decir casi lo mismo. En este casi se concentra la esencia de lo que significa traducir: un fenómeno complejo que consiste en una serie de procesos interdependientes (perceptivo, cognitivo, pragmático, interactivo y comunicativo) que se produce en un marco de contextos variables temporales, espaciales y culturales. En el proceso de traducción, el traductor intenta escuchar la primera versión de la obra con la máxima profundidad y amplitud, as pirando a descubrir la carga lingüística, el ritmo estructural, las implicaciones sutiles, la complejidad de significados y lo que sugiere cada palabra, cada frase, el ambiente de la obra y las inferencias culturales. En el acto de traducir, durante unos instantes, la frase en el idioma original es descodificada para quedar suspendida en el terreno de las ideas, en procelosa tierra de nadie, antes de ser cifrada de nuevo en otro sistema lingüístico. El traductor, lector privilegiado, no sólo interpreta el estilo y las palabras de la obra que ha leído, como todo lector, sino que tiene la oportunidad de volver a escribirla erigiéndose en portavoz del autor original para ponerla al servicio de otros lectores que, a su vez, realizarán una traducción no menos personal e intransferible.

Traducir “es servir a dos amos: al extranjero en su obra, al lector en su deseo de apropiación” (Rosenzweig), y es difícil contentarlos a los dos. El traductor, pontífice en el sentido etimológico de la palabra, actúa como puente entre dos lenguas y entre dos culturas, además de entre un autor y su lector. De este modo, la célebre trampa del traduttore tradittore tiene dos direcciones: por un lado traiciona el texto de partida metiéndolo a presión en un traje que no siempre le cabe sin mutilaciones; por el otro, traiciona a sus lectores al imponer entre ellos y el autor de la obra una interpretación personal intransferible. Tradicionalmente se ha concebido la traducción como una práctica inmersa en una atmósfera de desasosiego y desolación. Augusto Monterroso, el escritor guatemalteco afincado en México, en su entrañable texto “Llorar a orillas del río Mapocho”, precisamente sobre sus experiencias de exiliado en Santiago de Chile: “Desde que por primera vez traté de traducir algo me convencí de que si con alguien hay que ser paciente y comprensivo es con los traductores, seres por lo general más bien melancólicos y dubitativos. Cuando digamos en media página me encontré consultando el diccionario en no menos de cinco ocasiones, sentí tanta compasión por quienes viven de este trabajo que juré no ser nunca uno de ellos, a pesar de que finalmente he terminado traduciendo más de un libro”. Lo cierto es que, a pesar de la zozobra e inseguridad que produce, el esfuerzo de comprensión y el reto de suplantar al autor para hacer revivir su obra en otro idioma, en otra cultura, llegan a compensar las interminables horas de dedicación necesaria para intentar acercarse a un resultado satisfactorio.

Las frases clásicas sobre la traducción repetidas hasta la saciedad resumen siempre con ingenio la visión negativa de la tarea: la citada traduttore tradittore (creo que es difícil encontrar traidores tan fieles), y la odiosa pregunta de Robert Frost repetida hasta la saciedad: “¿Qué es la poesía? Lo que se pierde en la traducción”. (Probablemente es tanto lo que se pierde en la traducción como lo que se pierde entre la ocurrencia de algo y el hecho de llegar a existir en palabras.) La necesidad de comunicarse es tan acuciante que lo que se pierde en la traducción queda en segundo plano. Todo en nuestra cultura es traducción. La traducción es una necesidad absoluta de la historia de la humanidad. Quiero añadir aquí, hablando de Robert Frost, que acabo de traducir al castellano una antología de textos del poeta norteamericano en los que expone su poética y su visión de la literatura en general y donde queda claro que para él la literatura abarca solo lo escrito en inglés. Su frase célebre sobre la traducción es la que he citado, aunque en honor a la verdad hay que decir que en ninguna parte se cita su procedencia exacta y no he conseguido encontrarla en ninguno de sus textos. Sí que es evidente que la traducción era algo que no le complacía en absoluto. Entre las perlas que aparecen en este libro antológico, dice: “Otro peligro para la sensibilidad hoy en día es que acabemos habituados a las traducciones. Debería servirnos de aviso lo raro que es encontrar un poema bien vertido de una lengua a otra. Desde luego, en determinados momentos una traducción puede ser útil, pero nunca tanto como para acostumbrarse a ellas. Para curarse en salud, la lectura de una traducción debería dejarnos siempre cierto regusto de insatisfacción”.

Mi opinión en este sentido no puede ser más contraria a la de Robert Frost. Como traductora, pero sobre todo como lectora, me parece un privilegio poder leer traducciones al catalán y al castellano de las lenguas que desconozco, que son todas exceptuando el inglés, el francés y el italiano. Sin duda, siendo como son una versión personal de la lectura de un original, las traducciones pueden tener errores, desviaciones, registros equivocados, pero es gracias a ellas que recibimos y podemos rastrear las influencias de otras literaturas. Recuerdo haber leído en los años 70 la traducción al catalán de The Catcher in the Rye de Salinger, publicada en 1961 en traducción de Xavier Benguerel, un escritor y traductor, por cierto, que después de la guerra española vivió durante más de diez años de exilio en Santiago de Chile, y a la que puso el curioso título de “El ingenuo seductor”. La novela me fascinó: era una obra transgresora, escrita con un estilo entonces sorprendente, llena de palabrotas y de situaciones vitales insospechadas para una adolescente barcelonesa en la gris época franquista. Se convirtió en un libro de culto y de lectura obligada para varias generaciones. Sin embargo, hace unos años, preparando unos talleres de traducción tuve ocasión de comparar la traducción con el original y comprobé la cantidad de errores, invenciones, eufemismos y omisiones que contenía la traducción. Curiosamente, nada de todo eso pudo cargarse el efecto mítico que tuvo la novela en quienes la leímos. A pesar de sus imperfecciones, esa traducción era capaz de transmitir el sentido del tono general de la obra y de su significado. Quiero decir con esto que una traducción, aunque si está bien escrita evidentemente contribuye al placer de su lectura, sirve también, a pesar de tener sus defectos, para permitirnos rastrear la influencia que pudo tener por ejemplo Dostoievski, que escribía en ruso, en Kafka, que escribía en alemán, que a su vez influyó en Borges, que escribía en español, el cual a su vez influyó en J.M. Coetzee que escribe en inglés.

De Coetzee, el autor de quien he sido más veces “alter ego” hasta el momento (he traducido 11 de sus libros al catalán) hablaré más adelante. Ahora quería decir dos palabras de cómo llegué a convertirme en traductora, un oficio que practico desde hace más de veinte años y entre cuyas miserias y grandezas he ido pasando la vida. Para la generación de los nacidos entre los años cuarenta y los sesenta, el catalán era la lengua vehicular y familiar, pero no la lengua de cultura. En la escuela, en la época franquista, hablar en catalán estaba prohibido y todos nuestros estudios, tanto primarios como secundarios, fueron en castellano. A pesar de ello, el catalán seguía siendo para muchos la lengua familiar, la que configuraba nuestra identidad más profunda: para decirlo con las palabras del poeta, la lengua en la que soñábamos.

Un rasgo característico y especial de la cultura catalana es la estrecha convivencia de dos lenguas, una de ellas hablada por 300 millones de personas y otra hablada por apenas 10. Posiblemente esta riqueza lingüística sea lo que confiere a Barcelona un papel preponderante y singular en la industria editorial española y a sus habitantes un bilingüismo de doble filo, con sus ventajas e inconvenientes, que sin embargo nos permite beber de muchas fuentes. De las más de cien novelas que he traducido hasta la fecha, la mayoría han sido del inglés al catalán, pero nunca he dejado, cuando he tenido ocasión, de traducir ensayo al castellano, la lengua en la que realicé todos mis estudios. Si escritores catalanes como Mercè Rodoreda, Pere Calders o Josep Pla fueron el modelo que me sirvió para buscar una forma de expresión propia y han constituido mi lengua de referencia, el inicio de mi avidez literaria coincide plenamente con la época del “boom” y durante muchos años me pareció encontrar realmente “mi” literatura en autores latinoamericanos como Mújica Laínez, Vargas Llosa, García Márquez, Julio Cortázar y Bryce Echenique, entre muchos otros. La lectura de sus libros enriquecía de tal modo la realidad que empezó a germinar entonces en mí el deseo de emular a los escritores y con el tiempo fui descubriendo que la mejor manera de poder leer y leer todo el tiempo era dedicarme a traducir.

A lo largo de mi carrera de traductora, que tuve la suerte de empezar con Wide Sargasso Sea, la prodigiosa novela de Jean Rhys, he traducido más de un centenar de novelas inglesas y norteamericanas y un buen número de ensayos, y aunque la cantidad parece dar a entender que no debe de costar tanto, tengo plena conciencia de las grandes dificultades que cada uno de esos cien libros entraña. Pienso por ejemplo en In the South Seas de Robert Louis Stevenson, unas memorias bellísimas del viaje que hizo el autor a los mares del Sur al final de su vida. Es sabido que Stevenson es un maestro de la literatura inglesa y la música de su prosa es inigualable: recrearla en catalán me exigía empaparme del ritmo de las frases y la música en inglés, con toda la tradición literaria de la que derivan, para rescribirla en catalán partiendo de una tradición totalmente alejada de la original. Recuerdo también, con especial cariño por las dificultades que me supuso, la obra de John Steinbeck sobre The Acts of King Arthur and His Noble Knights. En este caso, lo sorprendente fue descubrir la diferencia de la evolución en el Reino Unido y en Francia, que es la que nos ha llegado a España, de la llamada “materia de Bretaña”. Eso me obligó (bendita obligación) a leer todos los textos de tema artúrico que pude encontrar en catalán, que afortunadamente era bastantes, y me abrió la puerta a todo un mundo desconocido y apasionante. Recientemente he traducido un par de libros de la escritora canadiense Alice Munro, cuyo estilo es endemoniadamente sencillo: la lectura es fácil y no parece esconder grandes obstáculos pero en un solo párrafo acumula tal cantidad de información y de detalles sutiles de la mayor importancia, que a la hora de traducir uno se encuentra con una abundancia de palabras y conceptos, muy difícil de rearmar en un idioma mucho menos conciso que el inglés.

Como he dicho antes, el autor de quien más libros he traducido es el sudafricano J.M.Coetzee, el último de ellos el titulado Summertime, una biografía del autor supuestamente difunto en el que un periodista entrevista a cinco personas que le conocieron a lo largo de la vida y les pregunta su opinión sobre el escritor. Me cuesta imaginar cómo puede ser el próximo libro de Coetzee después de haberse dado por muerto en este que se publicó en 2010, pero espero con ansiedad que salga uno nuevo para abordar una traducción más de este novelista extraordinario. Traducir varios libros de un mismo autor es maravilloso: la sensación de conocerlo a fondo, de haberse convertido casi en su alter ego, concede una suerte de libertad que permite traducir con soltura y convencimiento, algo poco habitual en una tarea que casi diría que está basada en la duda continua y constante.

…Se dice a menudo que sólo un poeta puede traducir poesía: yo me atrevo a disentir. Así como no hace falta ser escritor, o mejor dicho se es escritor por el hecho de ser traductor, pienso que para traducir poesía no es tan necesario ser poeta como ser lector de poesía y tener sensibilidad para la musicalidad poética. Cuando uno se enfrenta a la traducción de un poema, el proceso para irlo absorbiendo es muy largo, a cada lectura se le plantea una nueva manera de entenderlo y, a base de irlo cultivando, acaba encontrándolo. Cuanto más trabajas un poema más llegas a identificarse con él, en un proceso muy parecido a cuando leemos poesía: a cada lectura de un mismo poema encontramos algo nuevo, cada vez nos dice más cosas y finalmente lo hacemos nuestro. Traducir poesía y traducir prosa literaria no son dos tareas tan diferentes: en ambos casos se presupone que en el original se hace un uso exquisito de la lengua para crear la serie de efectos que puede provocar el arte: impacto emocional, atracción conceptual, ritmo, tensión estética y el puro goce de la expresión. Y tanto la poesía como la prosa presentan un reto a la sensibilidad literaria del traductor y a su capacidad de alcanzar el fondo del texto. Lo que distingue a la poesía de la prosa, y no es algo baladí al encarar la traducción, es que la primera es absolutamente inseparable de la lengua en que está escrita, de la textura de la lengua, su musicalidad, la tradición específica de formas, métrica e imaginería de cada lengua, las modalidades y estructuras intrínsecas que hacen posible expresar determinados conceptos, emociones y respuestas de una manera específica y no de otra. El proceso de la traducción del poema es el contrario del que ha seguido el poeta para escribirlo: el traductor está obligado a dividir las partes constituyentes del poema que eran indivisibles en la concepción del poeta para recrearlos en otra lengua sin desfigurarlos hasta el extremo de hacerlos irreconocibles. Pero tanto el poeta, como el escritor y el traductor, parten de la nada: la nada del lenguaje.

Amparada en la idea de que no hace falta ser poeta para traducir poesía, me embarqué en la traducción de los Sonetos del portugués de la poeta inglesa Elizabeth Barrett Browning. Estos sonetos relatan con maestría la historia de amor que vivió la autora con el poeta Robert Browning a mediados del siglo xix. Había leído estos sonetos en alguna versión castellana de los años cincuenta y, cuando los leí en inglés, tuve la impresión de que la versión española era más edulcorada de lo necesario y me propuse leer, es decir, traducir esos poemas pensando en cómo los escribiría Elizabeth Barrett –cuya vida no parecía en absoluto de dama cortesana y cursi— si viviera en el siglo xxi y lo hubiera escrito en catalán. Para traducirlo, asumí las palabras que escribía Marina Tsvetáieva para explicar su actitud a la hora de traducir a Pushkin: “Lo que sobre todo quise fue seguirlo lo más de cerca posible, sin ser su esclava, lo que indiscutiblemente habría hecho que me quedara yo a la zaga del texto del poeta.  Y cada vez que sentía yo ganas de esclavizarme – el poema perdía”. No sé hasta qué punto lo conseguí, pero la experiencia de vivir durante varios meses contando palabras para cuadrar los versos del soneto y expresar con propiedad la riqueza de sentimientos de la autora fue francamente enriquecedora.

Transcribo a continuación la traducción al catalán de uno de estos sonetos:

                                   
                                      18
Mai no he donat un ble dels meus cabells
a cap home, estimat meu, sinó aquest
que ara jo acaricio entre els meus dits,
llarg i negre com és, per dir-te: “Pren-lo”.
Ja he deixat enrere la joventut;
els cabells ja no em cauen fins als peus,
ni els treno amb roses i branques de murtra
com les noies. Ara només ombregen
pàl·lides galtes solcades de llàgrimes,
i emmarquen una cara aclaparada
pel dolor. Creia que només la mort
me’l tallaria, però ha guanyat l’amor…
Tants anys després, hi trobaràs ben pur
el bes que, en morir, hi deixà ma mare.




18
 
I never gave a lock of hair away / To a man, Dearest, except this to thee, / Which now upon my fingers thoughtfully, / I ring out to the full brown length and say / ‘Take it’. My day of youth went yesterday; / My hair no longer bounds to my foot’s glee, / Nor plant I from rose or myrtle-tree / As girls do, any more: it only may / Now shade on two pale cheeks the mark of tears, / Taught drooping from the head that hangs aside / Through sorrow’s trick. I thought the funeral-shears / Would take this first, but Love is justified –/ Take it thou – finding pure, from all those years, / The kiss my mother left there when she died.







2011










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