Las derivaciones imperialistas y fascistas del hombre
salvaje no son una muestra representativa de las muchas variaciones que adopta
el mito en el siglo XX. He hecho referencia a ellas sólo para que no perdamos
de vista el problema de la plasticidad de su estructura, capaz de adoptar
muchas formas y de adaptarse a muy diferentes contextos culturales. Como se ve,
mientras que la adaptación del salvaje a la cultura industrial de masas tiene
un gran éxito, la mutación fascista tuvo la misma vida efímera que la aberración
política que la auspició. Ni los superhéroes de los cómics y del cine
encabezados por Tarzán, ni mucho menos los escuadrones de fascistas salvajes,
son los principales herederos de las expresiones decimonónicas del mito del homo sylvestris. El siglo XIX proyecta
hacia nosotros, además de las personificaciones del salvaje, sobre todo un
paisaje anímico que es, al mismo tiempo, un espacio interior y una actitud
hacia la civilización moderna. Aunque la cultura popular tradicional y el
folclor han preservado hasta nuestros días personajes agrestes y feroces, la
influencia más profunda del mito se observa en una textura espiritual que nos
vuelve extremadamente sensibles a los peligros y a los atractivos del
salvajismo. Esta textura envuelve y permea la cultura occidental moderna, y sus
manifestaciones son múltiples. Para definirla prefiero tomar como ejemplo un núcleo
literario cuya dialéctica es un latido que se escucha en diferentes ámbitos;
dos textos fundamentales palpitan en este núcleo: Walden (1854) de Henry David Thoreau y El corazón de las tinieblas (1899) de Joseph Conrad. En ambos
textos hallamos el testimonio de un viaje interior, de un itinerario hacia la
condición salvaje primigenia del hombre occidental. Tanto en Thoreau como en
Conrad la metáfora central está conformada por la naturaleza salvaje: pero
mientras en Walden se trata del
apacible bosque de Massachussets, en El
corazón de las tinieblas nos encontramos con la inquietante jungla del
Congo. Thoreau se retira a la soledad de los bosques que rodean la laguna de
Walden en 1845 para –como él lo explicó- “enfrentar únicamente los hechos
esenciales de la vida, y ver si podría aprender lo que debía enseñar y no, en
el momento de la muerte, descubrir que no había vivido”. [1] Para Thoreau los
espacios en blanco de los mapas del Oeste o de África representan nuestro
propio ser interior, y las expediciones que intentan explorar las regiones
desconocidas del globo no son más que “un reconocimiento indirecto del hecho de
que hay continentes y mares en el mundo moral para los cuales cada hombre es un
istmo o una ensenada, aún no explorados por él, pero que es más fácil navegar
muchos miles de millas a través del frío, las tormentas y los caníbales, en un
barco oficial asistido por quinientos hombres y muchachos que explorar el mar
privado, los océanos Atlántico y Pacífico de nuestra soledad.” [2]
En contraste, el personaje central de la novela de
Conrad, Marlow, vive fascinado por los espacios vacíos en los mapas y no
resiste la tentación de embarcarse en un viaje por el río Congo hacia el corazón
de las tinieblas.[3] Thoreau busca la luz; Conrad va hacia la oscuridad. Pero
ambos se dirigen hacia lo que en inglés llaman wilderness, palabra de difícil traducción al castellano, y que hace
referencia a la naturaleza desierta sólo habitada por las fieras y, si acaso,
por los hombres salvajes.[4] Esta naturaleza salvaje o desierta –wilderness- se refiere a un espacio
interior, y también anterior, a la civilización. Cuando Marlow inicia el relato
de su viaje a las tinieblas, advierte que a orillas del Támesis también reinó
alguna vez, en los viejos tiempos, la oscuridad salvaje, lo que nos induce a
pensar que la metáfora que da título al libro –el corazón de las tinieblas- se
refiere no sólo a los espacios geográficos deshabitados, sino también a la
condición salvaje que anida en el seno de la civilización. En esos tiempos
primigenios un extremo salvajismo (savagery)
reina en las orillas del Támesis: “toda esa misteriosa vida de la naturaleza
salvaje (wilderness) que se agita en
el bosque, en las junglas, en los corazones de los hombres salvajes”.[5]
El viaje que relata Conrad nos lleva por los meandros
peligrosos de un río que remontamos en busca de Kurtz, el misterioso europeo
que se ha sumergido en la naturaleza salvaje. La excursión de Thoreau, por su
lado, nos lleva a una laguna tranquila cuyas aguas simbolizan la naturaleza
interior del hombre: es necesario sondearla con cuidado, y estudiar sus
orillas, para poder dibujar el perfil del fondo.[6] Conrad, en cambio, nos hace
ir contra la corriente del río hacia el fondo de la selva, como si retrocediésemos
hacia los orígenes del mundo; en su viaje hacia los tiempos primigenios se
encuentra con un hombre blanco, Kurtz, al que la naturaleza salvaje “le había
susurrado cosas sobre él mismo que no conocía, cosas de las que no tenía idea
hasta que fue aconsejado por esta gran soledad”.[7] Los salvajes africanos no son más que parte del paisaje selvático;
como ha señalado Chinua Achebe, África es solamente un campo de batalla metafísico
que sirve de escenario para mostrar la forma en que la mentalidad europea puede
sumirse en una terrible condición salvaje.[8] Ciertamente, el contexto colonial
africano de la novela de Conrad tiene una función similar a la que tiene el
desierto en los textos bíblicos: es un espacio de prueba y de encuentros. Kurtz
penetra la selva como representante de la caritativa Sociedad Internacional par
la Eliminación de las Costumbres Salvajes; pero cuando él mismo termina
sumergido en el salvajismo, ya sólo le queda un consejo brutal para tratar a
los africanos: “Exterminen a todas las bestias”.[9]
También Thoreau usó el modelo bíblico para
representar su idea de naturaleza salvaje; pero él no penetró los bosques
navegando los ríos en agresivos barcos y con voraces apetitos comerciales, sino
que exaltó –al igual que Rousseau- la caminata como la mejor forma de conocer
el mundo.
En un ensayo titulado “Caminar”, donde desarrolla con
gran finura sus ideas sobre la naturaleza salvaje, declaró enfáticamente que “la
conservación de mundo se halla en la naturaleza salvaje” [wilderness]:[10] para Thoreau la naturaleza salvaje era un paraíso
donde descubrir las fuentes de la libertad y de la vida, pero también un
desierto retador. Antes de retirarse dos años a la soledad de Walden había
caminado por el norte de Maine, donde escaló el monte Katahdin: allí se enfrentó
a la terrible amenaza de una naturaleza agresiva e inhumana y a unos indios
que, lejos de ser dulces criaturas de la naturaleza, le parecieron siniestros;
en esa soledad llegó a una conclusión que hubiese disgustado a Rousseau: “ya no
se puede seguir acusando a las instituciones y a la sociedad, sino que es
necesario enfrentar la verdadera fuente del mal”, que se halla dentro de uno mismo.[11]
Esta actitud religiosa, de raíz emersoniana y trascendentalista, permea la obra
de Thoreau; con razón se ha dicho que Walden
es la experiencia de los viajes microcósmicos y cósmicos del yo. [12] Durante
sus excursiones se descubrió a sí mismo como un salvaje y comprendió que el
radical salvajismo de los hombres no es sólo una fuente de peligros, sino también
el origen de su libertad; cuando tenía apenas veintitrés años le confesó a un
amigo: “Cada día soy más y más salvaje, como si me alimentara de carne cruda, y
mi docilidad sólo es el reposo de la indocilidad”.[13] Pero el suyo es un
salvajismo severo, disciplinado y sencillo que excluye los apetitos eróticos y
los placeres carnales. Thoreau jugó el papel de un salvaje puritano y austero;
en Walden no hay sexo ni mujeres.
En El corazón
de las tinieblas la naturaleza salvaje está empapada de una sensualidad
exuberante, al mismo tiempo atractiva y peligrosa. Hay un momento culminante de
la novela en que todo el oscuro erotismo de la selva se concentra en la figura
de una mujer salvaje, ésta sí africana, que aparece con su soberbia y feroz
hermosura para convocar con sus movimientos pausados la precipitación de las
tinieblas sobre los aterrorizados europeos que contemplan la magnificencia de
la amante de Kurtz.[14] El europeo está atrapado en la jungla por “el pesado y
mudo hechizo de la naturaleza salvaje, que parecía atraerlo a su seno
despiadado al despertar en él instintos olvidados y brutales, traídos por la
memoria de pasiones satisfechas y monstruosas”.[15] En el momento previo a su
muerte, desde el fondo de la naturaleza desierta que lo ha engullido, Kurtz
tiene una visión que posiblemente resume toda su vida, y grita en un susurro: “¡El
horror! ¡El horror!”[16] ¿Qué imagen vio en sus últimos momentos? Tal vez Jorge
Luis Borges se asomó alguna vez a este pozo de horror cuando nos describió a
unos hombres salvajes aquejados por la más terrible de las enfermedades: la
inmortalidad. Son unos seres cuyos espíritus, como el de Kurtz, quedaron inmóviles
en su desdén por el mundo: en perfecta quietud se convirtieron en trogloditas
que viven desnudos en el desierto, devorando serpientes. Se trata de unos seres
barbados repulsivos, de piel gris, que han casi perdido el uso de la palabra,
se refugian en cuevas y en mezquinos agujeros hechos en la arena. La mente de
estos salvajes borgianos es un juego infinito de espejos, donde nada puede
ocurrir una sola vez, y por lo tanto ignoran la muerte, como las bestias. Todos
los reflejos acaban convirtiéndose en arquetipos que se reproducen sin fin. Es
posible que el horror hacia la condición salvaje sea una forma del miedo a
quedar atrapado en una inmortalidad que anula, como dice Borges, el valor de lo
irrecuperable y lo azaroso.[17]
Thoreau también deja que su alma y su cuerpo sean
invadidos por los arquetipos de la naturaleza salvaje. Pero aquí se trata de
una inmersión apacible en un estado salvaje que no es propuesto como modo de
vida sino como modelo para pensar y, sobre todo, para sentir la condición humana.
Thoreau sigue los pasos de Ralph Waldo Emerson, para quien el viaje hacia la
naturaleza salvaje es la ocasión para que la mente individual descubra los
infinitos reflejos de sí misma y, con ello, confirme la existencia de Dios.
Pero Thoreau no cree, como creía Emerson, que los linderos que separan la
condición salvaje de la civilización sean fijos. El hombre puede atravesar la
frontera para despertar en sí mismo la conciencia primitiva o arcaica en la
Magna Mater, como ha observado Ölschläger.[18]
El acercamiento a la gran madre natural es la
propuesta de un punto de vista, no una verdadera inmersión en la condición
salvaje. Una versión fantástica y moderna del hombre que escoge para siempre la
condición salvaje como punto de vista la hallamos en El barón rampante (1957) de Italo Calvino, donde el buen humor y la
ternura se unen en el personaje que, desde su infancia, decide subirse a los árboles
para no volver a tocar nunca más el suelo, y desde la altura observar a la
sociedad, no con soberbia, sino con una deliciosa ironía crítica. El barón
trepador, Cósimo, adopta una soledad compartida y controlada desde la cual
contempla la turbulenta historia europea de fines del siglo XVIII y principios
del XIX. Thoreau también inventa una soledad artificial desde la cual mira críticamente
a la sociedad: ello no le da una perspectiva irónica, pero sí una fuerza moral
para, por ejemplo, oponerse al gobierno de los Estados Unidos al negarse a
pagar impuestos a un Estado que tolera la esclavitud y que conduce una guerra
imperialista contra México.
La vida en los bosques es, tal como la propone Thoreu
en Walden, un programa de educación
ciudadana, similar al Emilio de
Rousseau. Como ha dicho Stanley Cavell, se trata de una educación para el
aislamiento, en la que los ciudadanos depositarios de la verdadera autoridad
son identificados como “vecinos”.[19] Estos solitarios vecinos deber ser, en
su relación con el Estado, como hombres salvajes que odian las inevitables
formas modernas de gobierno, pero que saben transmutar el odio en desobediencia
civil y en actitudes pastorales pacíficas. Este pastoralismo trascendental,
como ha sido calificado, se ha convertido paradójicamente en una de las bases
de la cultura cívica moderna en los Estados Unidos.[20]
En contraposición, la oscura condición salvaje que
espera a Marlow en la selva es una fuerza que pone en peligro la civilización;
es una potencia interior autodestructiva, pero que también ofrece una salida al
malestar que embarga a la cultura europea moderna- la condición salvaje atrae,
como un brillante sol negro, a los hombre inquietos que navegan en círculos,
fascinados por el remolino que los arrastra a un abismo que puede convertirse
en la temible alternativa revolucionaria de la que habló Yeats: el culto a un
nuevo Dios Salvaje llamando a destruir la civilización europea.[21] La epifanía
de este Dios Salvaje ya la había anunciado William Blake cuando invocó a Orc,
espíritu inflamado de la revolución, que con su poderoso cuerpo velludo rompió
las cadenas que lo mantenían prisionero en una cueva subterránea, para poder
copular con la oscura mujer natural que lo custodiaba y lanzarse después a la
rebelión para liberar América- la fuerza que simboliza Orc proviene de la vieja
Europa, del civilizado corazón de las tinieblas que es, para usar una metáfora
de Blake, una tumba que lanza gritos de alegría y cuyo “seno se hincha, presa
de un salvaje deseo”. La voz profética de Blake nos llega desde el Siglo de las
Luces, para hablarnos de un dios salvaje que vigila los secretos agrestes de la
civilización moderna:[22]
Orc, furioso
en medio de las tinieblas de Europa,
se levantó
como una columna de fuego por encima de los Alpes,
se irguió
como una serpiente en llamas.
Notas:
[1] Henry David Thoreau, Walden, Norton, New York, 1992, p. 64.
[2] Ibid,
p. 214.
[3] Joseph Conrad, Heart of Darkness, Norton, New York, 1988, p. 11. Hay un
paralelismo notable entre las imágenes de Conrad y Thoreau; este último
escribe: “¿Qué representa África, o el Oeste? ¿Los espacios blancos en el mapa
no son nuestro propio interior, a pesar de que al ser descubierto resulta
negro, como la costa?” (Walden, p.
213). En El corazón de las tinieblas
Marlow dice, después de reflexionar sobre los espacios vacíos que en los mapas
escudriñaba de niño y que ahora ya han sido llenados con ríos, lagos y nombres:
“Había dejado de ser un espacio vacío de delicioso misterio, un pedazo blanco
en el que un muchacho sueña gloriosamente. Se había convertido en un lugar de
tinieblas” (Heart od Darkness, p.
12).
[4] Thoreau usa con frecuencia también la palabra wildness, que se puede traducir como
salvajismo; pero él la usa más bien como sinónimo de wilderness: naturaleza desierta o salvaje.
[5] Conrad, Heart
of Darkness, p. 10.
[6] Sobre el tema del fondo de la laguna, véase
Walter Benn Michaels, “Walden’s False
Bottoms”.
[7] Conrad, Heart
of Darkness, p. 57. Ian Watt ha hecho notar que en la época de Conrad no
era rara la crítica que veía a la expansión colonial y al proceso de civilización
como una regresión; el ejemplo de la novela de Grant Allen, The British Barbarians (1895) es significativo.
Véase Watt, “Heart of Darkness and
the Nineteenth-Century Thought”.
[8] Chinua Achebe, “An Image of Africa: Racism in
Conrad’s Heart of Darkness”. Véase
también el excelente análisis de Michael Taussig, Shamanism, Colonialism and the Wild Man, pp. 10 y ss.
[9] Conrad, Heart
of Darkness, p. 51.
[10] Thoreau, “Walking”, en The Writings of Henry David Thoreau, vol. 9, Excursions, Boston, p. 275.
[11] Thoreau, “Ktaadn, and the Maine Woods”, citado
por Robert Sattelmeyer, “The Remarking of Walden”, p. 437. Véase también
Roderick Nash, Wilderness and the
American Mind (capítulo 5) y Max Ölschläger, The Idea of Wilderness (capítulo 5).
[12] Sherman Paul, “Resolution of Walden”.
[13] Carta de 1841, citada por Nash, Wilderness and the American Mind, p. 87.
Véase también F. O. Matthiesen, American
Renaissance, p. 175, quien se refiere a la base anárquica salvaje en el
pensamiento de Thoreau.
[14] La asociación entre la naturaleza salvaje y la
condición femenina es frecuente en la cultura europea. Cito aquí algunos
ejemplos significativos en el teatro moderno: en La sauvage (1938) de Jean Anouilh el mundo salvaje es representado
por lo femenino y por la miseria. La joven salvaje, Thérèse, toca (mal) el violín
en la orquesta de su padre, en un café; su madre toca el violoncello, es
borracha y se acuesta con el que toca el contrabajo. Viven un mundo mezquino,
pobre y corrupto, donde el odio y el sufrimiento son moneda corriente. La obra
desarrolla la tensa y compleja domesticación de Thérèse, cuyo amor por Florent –pianista
y compositor de familia rica- la lleva a integrarse al mundo civilizado de la
felicidad burguesa; pero ella, la salvaje, está condenada al sufrimiento. Sin
duda podemos encontrar un importante precedente en Cuando los muertos despertamos (1889) de Henrik Ibsen; allí Irene,
la modelo del artista, es una mujer salvaje que enloquece (véase Barbara Fass
Leavy, “The Wild Men and Wild Women in When
We Dead Awaken”). En una pieza de José Marín Recuerda (Los salvajes en Puente San Gil, 1961) las salvajes son las actrices
de un teatro de revista, cuya sola presencia en la sociedad conservadora es
suficiente para subvertir un orden basado en la intolerancia moral y la represión
sexual.
[15] Conrad, Heart
of Darkness, p. 65.
[16] Ibid.,
p. 68.
[17] Jorge Luis Borges, “El inmortal”, p. 23.
[18] Véase en Ölschläger, The Idea of Wilderness, una comparación y un estudio de las
diferencias entre Thoreau y Emerson.
[19] Stanley Cavell, “Captivity and Despair in Walden and ‘Civil Disobedience’”, p.
399.
[20] Véase sobre el pastoralismo Leo Marx, The Machine in the Garden: Technology and
the Pastoral Ideal in America.
[21] La fascinación por una alternativa primitiva,
simbolizada por el Dios Salvaje del poema de Yeats, “The Second Coming”, ha
sido muy bien analizada por K. K. Ruthven, “The Savage God: Conrad and Lawrence”,
para quien la epifanía de la nueva deidad la presenció el poeta irlandés
durante el estreno del Ubu roi de
Jarry el 10 de diciembre de 1896 en París. Véanse también los agudos
comentarios a esta interpretación escritos por C. B. Cox, Joseph Conrad: The Modern Imagination, pp. 55 y ss.
[22] William Blake, “Asia”, The Songo of Los, traducción de Agustí Bartra. “Orc, raging in
Europeian Darkness, / Arose like a pillar of fire above the Alps / Like a
serpent of fiery flame.”
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