domingo, noviembre 20, 2011

“Que pase el que sigue”, de Eduardo Espina

(Causas sin un único regreso)

 


¿Fue el acontecimiento, causa de cuanto vino como en un
cuento entrando a la imaginación hasta tenerla muy cerca?
La vida, árbol del acontecimiento a cambio de la ignorancia.
No lo sabíamos (a esa noción no se llega en puntas de pie).
Papá moría junto a las definiciones, Mamá supo enseguida
que la voz al terminar de hablar podría decirlo en cualquier
idioma, quedarse inmóvil hasta que el tiempo dispusiera de
palabras para darles significado, si es lo primero a tener en
cuenta cuando los días con sus horas seguidas iban a verse
en el espejo de los demás manteniendo la única calma ante
imágenes cada una mejor que la otra mientras fueran todas.
En aquellos años el pasado empezaba un día antes a ser ya,
el bien iba a todo, a menos que las intenciones no lo dejaran.

Si Mamá lo hubiera sabido, habría muerto antes de quedarse
más semanas, aunque desde el principio supo a la perfección
cómo respirar despacio, acercarse a las ideas huidas al jardín
que por diciembre en la mente era otro mes aquel, respirando
de menos a esto, o al revés porque está bien que el viento vea
de vez en cuando, cierzo al que solo el olvido ha podido dividir.
Enterrar a los padres es como pasar por la infancia sin haber
estado, sin haber sabido a que anónimo nombre se debe todo.
El misterio entiende a la semilla, mucho después de llamarla.
Mientras no sea lo contrario, habrá que darle un empujón a lo
que está cayendo, rodear a la caída para hacerla sentir entera.
Morir es hacer del acerbo una voluntad a la que la vida vuelve,
aunque bien no sé si deberíamos (vivir es haber tenido tiempo).

El resto va rápido, con una velocidad de boda robada a Zenón.
Claro está, el reporte médico deja la metafísica para ser joven,
raras veces vence al sentido común diciendo la verdad a solas.
¿Cuál, la de los hechos, la de los datos debidos a la duración?
Eso cualquiera puede decirlo, mirar al ojo para saber cómo fue.
De tarde fue, pues el verano tiene muchas, cuando un cadáver
de hombre entró al cuerpo de mi padre, con mi madre, aún ahí.
En el camino de vuelta vimos moscas, hasta limones y álamos
movidos por lo primero que pasara, pues hasta el pasado pasó
por la vereda de enfrente comparando a la fe con alguna forma.
Qué fácil es jugar a desenterrar tesoros, qué difícil enterrar las
razones por donde la niñez anduvo repartiendo arrepentimiento.
Anduvimos de voz en voz hasta que la tumba nos vio, fuimos y
huimos, de ida y de vuelta, como lar de alguna lágrima al altar.
Rumbo a la puerta de entrada o de salida, eso depende, la luz
pensó en seguirnos, aunque lo pensó muy poco: salimos solos,
como ha de salir el aire a los años al quedar abierta la ventana.
En un papel donde el alma no podría haber dicho todo, escribí:
«es muy raro dejar el cementerio a la velocidad que uno quiere».
Sin saber la hora exacta volvimos a casa para conocer la nada.
Estaba, como jamás la volvimos a ver, maquillada para el llanto
que halló bajo la lluvia del rayo interpretado, nada sino la misma
nada aún de nadie ni por un día de ninguno. Por no saber abrirle,
encontramos a la muerte preguntando, ¿dónde estará la puerta?






en Todo lo que ha sido para siempre una sola vez, inédito. 








Fotografía de Juan Carlos Villavicencio 







Desde el VI Encuentro Internacional de Poesía del Valle de Colchagua 











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