En muchos documentos figuraban con el nombre Delle Catene, pero en otros como los señores Von Ketten. Procedentes del norte, se habían detenido en el umbral del Mediodía. Según sus conveniencias, hacían valer la filiación alemana o la latina, pero la verdad era que sólo se sentían ligados a sí mismos.
Un poco al margen de la carretera que conduce a Italia a través del Brennero, entre Brixen y Trento, su castillo se erguía, señero, al borde de un barranco. Quinientos pies más abajo el agua de un torrente hacía tal estruendo que si alguien hubiera asomado su cabeza por la ventana no habría podido oír la campana de una iglesia que sonara en el mismo recinto. Frenado por esa impenetrable cortina de ruido, todo eso del mundo permanecía ajeno al castillo de los Catene, pero la mirada, indiferente al estrépito, atravesaba sin problema ese obstáculo y vacilaba, llena de asombro, frente a la cóncava profundidad de esa perspectiva.
Todos los Ketten eran conocidos por su vista penetrante y alerta. Jamás se les escapaba algo que, en varias leguas a la redonda, les pudiese reportar algún provecho. Eran malvados como cuchillos que cortan rápida y profundamente. Ni la cólera los enrojecía, ni la alegría los sonrojaba; por el contrario, la ira los volvía sombríos, y en la satisfacción resplandecían al igual que el oro, como él, extraños y hermosos. Y todos ellos, cualquiera que fuese el año o el siglo en que vivieran, tenían como rasgos comunes las tempranas canas que aparecían en su barba y en sus cabellos oscuros, y algo más: morían antes de los sesenta. También se asemejaban en que la tremenda fuerza que desplegaban en ciertas ocasiones parecía no tener cabida ni origen en sus cuerpos delgados y no demasiado fornidos, sino nacer de sus ojos y su frente; éste al menos era el comentario de los amedrentados sirvientes y vecinos. Echaban mano a lo que podían, y, según les conviniese, procedían con rectitud, con violencia o con astucia, pero siempre tranquilos e implacables; sus breves vidas se desarrollaban sin prisa y acababan pronto, sin conocer la decadencia, una vez que habían cumplido su papel.
En el clan de los Ketten existía la costumbre de no emparentarse con los nobles del contorno. Iban a buscar muy lejos a sus mujeres y procuraban que fuesen ricas, a fin de estar ellos en mejores condiciones para la libre elección de sus aliados y de sus enemigos. El señor Von Ketten, que doce años atrás había desposado a una hermosa portuguesa, tenía ahora treinta años. La boda se había celebrado en el extranjero, y la joven esposa estaba a punto de alumbrar cuando el cortejo penetró en las tierras de los Catene con todos sus criados, caballos, sirvientes, perros y bestias de carga. El viaje de bodas había durado un año. En verdad, todos los Ketten eran resplandecientes caballeros, pero sólo lo demostraban en el año en que salían en busca de novia. Sus mujeres eran hermosas, porque ellos querían que sus hijos fueran hermosos, y en el extranjero, donde no eran tan apreciados como en su país, no hubieran podido, de otro modo, conquistar a semejantes mujeres. Pero ellos mismos no habrían podido decir si era en ese año, o en el resto de su vida, cuando aparecían como realmente eran. Un mensajero, portador de importante noticia, vino al encuentro del cortejo. Los trajes y banderas multicolores de la comitiva parecían aún una enorme mariposa, pero en Ketten se había operado un cambio. Siguió cabalgando junto a su mujer como si se hubiera recuperado o como si quisiera demostrar que estaba más allá de toda urgencia, pero su expresión se había vuelto impenetrable como un banco de niebla. Un cuarto de hora más tarde, cuando el castillo surgió de pronto frente a ellos tras una curva del camino, Ketten rompió, no sin esfuerzo, aquel silencio.
Quería que su mujer regresara. El cortejo se detuvo. Pero la portuguesa prefería continuar. Suplicó y tuvo éxito; ya habría tiempo para regresar después de haber escuchado las razones.
Los obispos de Trento eran poderosos señores y su palabra era ley. Desde los tiempos de su bisabuelo, los Ketten mantenían con ellos un litigio a causa de una parcela de tierra. Ya fuera en ocasión de pleitos, ya en sangrientos encuentros originados por la provocación o la resistencia, los Ketten habían tenido que ceder frente a la superioridad del adversario. Su mirada, a la que por lo común nada escapaba, aquí sólo servía para vigilar en vano; no obstante, la tarea era transmitida de padres a hijos y, a través de las generaciones, su indeclinable orgullo seguía aguardando.
A este señor de Ketten se le ofreció la ocasión. Por un instante tuvo miedo de haberla desperdiciado. Un poderoso partido, surgido entre los nobles, se enfrentó al obispo y tomó la decisión de atacarlo por sorpresa y hacerlo prisionero. Desde que se supo que Ketten regresaba a su tierra, se le consideró como una carta de triunfo. Al cabo de una larga ausencia, Ketten no tenía noción de cuál era exactamente el poder episcopal, pero sí sabía que iba a ser una terrible prueba, de larga duración e incierto desenlace, y que, si no lograba sorprender a Trento desde el comienzo, no era previsible que todos llegaran al amargo final. Sentía rencor hacia su linda mujer, sencillamente porque ésta había estado a punto de hacerle perder la oportunidad; sin embargo, ella le gustaba tanto que él, inclinado sobre el caballo, se le acercó como siempre y su mujer le pareció tan misteriosa como las perlas de su collar. Cabalgando a su lado, pensó que esas perlas, si se las sostenía en el hueco de una mano crispada, podían ser estrujadas como guisantes; sin embargo, parecían extrañamente confiadas. La nueva noticia había disipado el hechizo, tal como se esfuman las fantasmagorías del invierno, cuando los soleados días estivales irrumpen como niños desnudos. En el futuro le aguardaban años de mucho cabalgar, durante los cuales mujer y criatura se desvanecerían como desconocidos.
Entretanto los caballos habían llegado al muro del castillo, y la portuguesa, ya enterada de todo, insistió en que quería quedarse. El castillo tenía una agreste apariencia. Aquí y allá, en la pared rocosa, raquíticos arbustos daban la impresión de raleada pelambre. Las montañas, cubiertas de bosques, creaban tal desorden en el paisaje que, para quien sólo conocía las olas del mar, esa confusión resultaba indescriptible. El aire tenía un aroma que se había vuelto frío, y parecía como si los caballos hubieran penetrado en una enorme y resquebrajada marmita de un extraño color verde. Pero en los bosques habitaban el ciervo, el oso, el jabalí, el lobo y tal vez el unicornio; más allá, las cabras del monte y las águilas. Insondables abismos ofrecían guarida a los dragones. Sólo atravesado por las sendas que abrían las alimañas, el bosque tenía semanas de ancho y semanas de profundidad; y allá arriba, donde ese bosque era coronado por la montaña, comenzaba el reino de los espíritus. Allí, con los vientos y las nubes, moraban los demonios; no había un solo camino que fuese transitable por un cristiano, y si a veces alguien excesivamente curioso se extraviaba, ello le acarreaba consecuencias que en las veladas de invierno las criadas sólo se atrevían a mencionar en un susurro, en tanto que los sirvientes guardaban silencio y se encogían de hombros, ya que, después de todo, la vida de los hombres es peligrosa y tales aventuras pueden ocurrirle a cualquiera. Pero de todo lo que la portuguesa había escuchado, había algo que le resultaba particularmente extraño: se decía que, así como nadie había podido alcanzar los extremos del arco iris, tampoco nadie había podido tener una imagen completa del paisaje que estaba detrás de los muros de piedra, ya que más allá había siempre nuevos muros y, entre uno y otro, nuevos valles que eran como lonas llenas de piedras, grandes como casas. Aun la más fina gravilla que uno pisaba, incluía piedras del tamaño de una cabeza. O sea un mundo que no era tal. A menudo ella se había representado en sueños esta tierra, de la que provenía el hombre que ella amaba, a imagen de éste, y se había representado la imagen del hombre de acuerdo con lo que él narraba de su tierra. Cansada del paisaje marítimo y su azul de pavo real, ella había esperado encontrar un país tan colmado de imprevistos como la tensa cuerda de un arco. No obstante, cuando se halló frente al misterio y lo encontró más feo de lo que había esperado, hubiera preferido huir. Con su encantamiento de piedras y rocas, con sus vertiginosas paredes llenas de moho, con sus maderas podridas y sus troncos rugosos y húmedos, con sus trastos de guerra y de labranza, con sus cadenas de establo y sus varas de carro, el conjunto del castillo tenía el aspecto de un gallinero. Pero ahora que estaba aquí, aquí pertenecía, y llegaba a creer que aquello que veía no era en realidad feo, sino de una belleza semejante a las costumbres de estas gentes, a las que había comenzado a habituarse.
Cuando Ketten vio a su mujer cabalgando hacia la montaña, no quiso retenerla. Él no se lo agradeció, pero algo había en ella que, sin dominar su voluntad ni ceder a la misma, al eludirlo de algún modo lo atraía y a la vez lo obligaba a ir tras ella, sumido en un torpe silencio, como una pobre alma perdida.
Dos días después, Ketten montaba nuevamente.
Once años más tarde, seguía montando. El golpe contra Trento, preparado a la ligera, había fracasado. Desde el comienzo, había costado a los nobles más de un tercio de sus fuerzas y más de la mitad de su osadía. Ketten, herido durante la retirada, no regresó inmediatamente a sus dominios; estuvo dos días escondido en la cabaña de unos campesinos y luego volvió a recorrer los castillos para reencender la llama de la resistencia. Llegado demasiado tarde para los preparativos y la organización de la empresa, después del fracaso se aferró a aquella idea, tal como un perro se prende de la oreja de un toro. Advirtió a los nobles lo que les aguardaba si el poderío episcopal contraatacaba antes de que ellos se reagruparan; a los indolentes y a los avaros los presionó hasta arrancarles dinero; consiguió refuerzos, movilizó a la gente y fue elegido como jefe de la nobleza. Al comienzo, las heridas le sangraban tanto que se veía obligado a cambiar los vendajes dos veces al día. Ahora, mientras cabalgaba y trataba de persuadir a la gente, y se ausentaba un día del castillo por cada semana que había faltado a su puesto de lucha, no sabía verdaderamente si lo hacía pensando en la hechizante portuguesa, que mientras tanto se angustiaba.
Cuando fue a verla, sólo habían transcurrido cinco días desde que cayera herido; pero apenas se quedó un día. Ella lo miró sin hacerle preguntas, tal como se sigue la trayectoria de una flecha para ver si acierta en el blanco.
Ketten reclutó a su gente, incluido el último muchacho disponible. Preparó el castillo para la defensa, organizó, ordenó. Fue una jornada con bullicio de la servidumbre, caballos que relinchaban, traslado de vigas, ruido de hierros y de piedras. Durante la noche, volvió a partir. Fue tan amable y tan tierno como se debe ser con una criatura noble y admirada, pero sus ojos estaban fijos, exactamente como si la mirada saliera de un yelmo, y eso era así aun en los momentos en que no lo llevaba puesto. Cuando llegó el momento de la despedida, la portuguesa, en un repentino impulso de feminidad, quiso lavarle las heridas y cambiarle el vendaje, pero él no lo permitió; con más urgencia de la necesaria se despidió riendo, y ella también rió.
La táctica del enemigo era violenta, como correspondía al hombre noble y rudo que vestía los hábitos de obispo, pero también como si esa vestidura de corte femenino le hubiera enseñado a ser condescendiente, disimulado y tenaz. Su riqueza y sus extensas posesiones desplegaban gradualmente su influencia, permitiendo así que los sacrificios se demoraran hasta el último instante, cuando ni la posición ni el ascendiente alcanzaban para conseguir aliados. Esa técnica de combate evitaba las decisiones. Cuando la resistencia se agudizaba, prefería replegarse, pero apenas advertía que esa misma resistencia aflojaba, entonces arremetía. De ese modo podía acontecer que un castillo fuese asaltado y cayese, si el sitio no era antes levantado, después de sangrientas matanzas, y también, en otras ocasiones, que las tropas ocupasen aldeas durante semanas, en las que nada acontecía, salvo el robo de alguna vaca a los campesinos o el sacrificio de dos o tres pollos. Las semanas formaban veranos e inviernos, y las estaciones formaban años. Dos fuerzas luchaban entre sí, una desenfrenada y agresiva, pero demasiado débil; la otra, semejante a un cuerpo inerte y blando, aunque cruel y pesado, y a quien hasta el tiempo prestaba su fuerza.
Ketten sabía todo esto. Le costaba sus buenas fatigas retener a los malhumorados y debilitados nobles y conseguir que gastaran sus últimas fuerzas en un ataque por sorpresa. Él acechaba el punto débil, el cambio, lo improbable, eso que sólo el azar podía brindar. Su padre y su abuelo habían esperado, y cuando se espera durante mucho tiempo, aun lo increíble puede suceder. Esperó once años. Durante once años cabalgó sin cesar entre castillos y campamentos, a fin de mantener viva la resistencia, renovando siempre, mediante cien pequeñas escaramuzas, tal reputación de audacia y de valor que nadie podía atribuirle timidez en la dirección de la guerra, llegando de vez en cuando a provocar grandes y sangrientos choques, a fin de mantener despierta la cólera de sus aliados. Sin embargo, al igual que el obispo, eludía una acción decisiva. En varias ocasiones fue levemente herido, pero jamás permaneció en su casa más de dos veces durante doce horas. Los rasguños y la vida nómada lo iban cubriendo con sus costras. Probablemente temía quedarse por más tiempo en el hogar, tal como un hombre cansado evita sentarse. Los caballos nerviosos bajo las riendas, las risas de los hombres, el fulgor de las antorchas, la serie de fogatas del campamento semejante a un tronco de oro en polvo en medio del brillo verde de los árboles del bosque, la fragancia de la lluvia, las maldiciones, los jinetes fanfarrones, los perros que olfatean a los heridos, las faldas recogidas, los campesinos aterrorizados, tales fueron sus diversiones en esos años. En medio de todo eso, se conservó esbelto y distinguido. Aunque en su pelo castaño empezaban a aparecer algunas canas, su rostro se mantenía sin edad. Cuando debía replicar a bromas groseras, lo hacía como un hombre, pero sus ojos permanecían inmóviles. Cuando la disciplina aflojaba, era capaz de arremeter como un vaquero, pero nunca gritaba; sus palabras eran breves y suaves, los soldados le temían, la cólera jamás lo dominaba. Su aspecto era radiante, pero su rostro permanecía sombrío. En el combate se olvidaba de sí mismo. Sólo se expresaba a través de la violencia, abundante en heridas y gestos contundentes. Se embriagaba de baile y de sangre. No sabía lo que hacía, y sin embargo siempre hacía lo que estaba bien. De ahí que los soldados lo idolatraran. Corría la voz de que, por odio hacia el obispo, se había vendido al diablo y lo visitaba en secreto, ya que el diablo permanecía en el castillo bajo el aspecto de una hermosa extranjera.
La primera vez que Ketten oyó esto, no se indignó ni se rió, pero la alegría hizo que su rostro tomara el color del oro oscuro. A menudo, cuando estaba sentado junto al fuego, o en el desguarnecido hogar de un campesino, mientras el día se derretía en el calor tal como el cuero se ablanda bajo la lluvia, entonces pensaba. Pensaba en el obispo de Trento, acostado entre limpias sábanas, en medio de sabios clérigos y pintores que estaban a su servicio, en tanto él se revolvía como un lobo. También habría podido tener todo eso. En el castillo había instalado a un capellán, a fin de que atendiera a las necesidades del espíritu, así como a un clérigo que debía leer en voz alta, e incluso una alegre doncella. Desde muy lejos había venido un cocinero con objeto de desterrar para siempre de la cocina cualquier tipo de nostalgia; allí eran alojados, a fin de obtener de su charla algunos días de distracción, los doctores y los estudiantes que pasaban de viaje. Llegaban costosos tapices y telas para engalanar los muros. Sólo él se mantenía a distancia. Durante un año entero, mientras viajaba por tierras lejanas, había pronunciado palabras coléricas, burlonas o zalameras, ya que como toda cosa bien creada (se trata de una hoja de cedro o un vino generoso, de un caballo o un chorro de agua) tiene su gracia, también los Catene poseían la suya. Sin embargo, su patria estaba entonces lejos, y acaso se podía cabalgar durante semanas sin que fuera posible captar su verdadero carácter. A veces podía decir palabras irreflexivas, pero sólo mientras los caballos descansaban. Llegaba por la noche y volvía a partir por la mañana, o se quedaba desde los Maitines hasta el Ángelus. Era algo tan familiar como las cosas que se llevan por mucho tiempo. Cuando uno ríe, ellas ríen con uno; cuando uno se va, ellas se van con uno; cuando uno se palpa, las encuentra; pero si uno las levanta en vilo para mirarlas, entonces guardan silencio y parecen mirar hacia otra parte. Si alguna vez se hubiera quedado por más tiempo, habría aparecido como en verdad era. Pero no recordaba haberle dicho jamás a su mujer: «Soy éste», o «Quiero ser aquél». Sólo había hablado de caza, de aventuras, de las cosas que efectivamente hacía. Tampoco ella, contrariamente a como suele proceder la gente joven, le preguntaba qué pensaba él de esto o aquello, ni le hablaba acerca de cómo habría querido ser cuando envejeciese. Ella se abría en silencio, como una rosa, tan llena de vida como se había mostrado desde el comienzo, cuando había aparecido en la escalinata de la iglesia, lista para el viaje, como quien sube a una piedra para montar más fácilmente, dispuesta a trasladarse hacia su nueva vida. Él conocía apenas a los dos hijos que ella le había dado, pero aun esos dos hijos sentían pasión por ese padre siempre lejano, cuyas hazañas habían colmado sus oídos desde que habían sido capaces de escuchar. Extraño era el recuerdo de aquella noche a la que el menor debía la vida. Cuando Ketten llegó, vio un flotante vestido, gris claro, con flores de un gris oscuro, los negros cabellos trenzados en la noche, y la linda nariz que se perfilaba nítidamente sobre la tersa e iluminada superficie amarilla de un libro con misteriosas ilustraciones. Era algo así como un sortilegio. Apaciblemente instalada en su rico atuendo, con la falda que descendía en incontables pliegues, la figura se elevaba por sí misma y en sí misma acababa, semejante al chorro de una fuente. Ahora bien, ¿cómo liberar el chorro de una fuente, y arrancarlo de su vacilante existencia, tan dócil a sí misma, sino mediante la magia o el milagro? Al abrazar a esa mujer, uno podía de pronto chocar contra una mágica resistencia. No sucedió así, pero la simple ternura ¿no es acaso todavía más inquietante? Al entrar él silenciosamente, ella le consagró la mirada que se dedica a un abrigo que uno ha usado largamente y que sin embargo hace mucho que no ve, o sea algo que siempre parece un poco ajeno y en cuyo interior uno sin embargo se desliza.
En comparación, qué tristes le parecían a él las estratagemas de guerra, las mentiras políticas, la cólera, los muertos... Un hecho es siempre la consecuencia de otro. El obispo contaba con su oro; el general, con la capacidad de resistencia de la nobleza. Dar órdenes es algo claro. Esta vida es clara como el día, sólida como un objeto; el golpe de un dardo bajo el cuello de acero es algo tan sencillo como cuando se señala con el dedo y se dice: «Es esto». El resto nos es tan ajeno como la luna. Pero el señor de Ketten amaba en secreto precisamente ese resto. No disfrutaba con el orden, ni con el gobierno de su casa, ni con el aumento de su riqueza. Y aunque desde hacía muchos años luchaba por apropiarse de bienes ajenos, sus afanes no apuntaban a la paz que trae consigo la victoria, sino que iban más allá. En la frente de los Catene residía su fuerza, pero de ella sólo surgían acciones silenciosas. Cada mañana, cuando montaba, sentía renovarse en él la felicidad de no entregar el alma de su alma; pero luego, por la noche, cuando desmontaba, no pocas veces experimentaba esa sensación de desabrida estupidez que sigue a todo exceso, como si a lo largo de la jornada hubiera gastado todas sus fuerzas en querer ser, no sin fatiga, algo hermoso que no podía designar con palabras. El obispo, ese hipócrita, podía rogar a Dios cuando Ketten lo acosaba; Ketten, en cambio, sólo podía galopar en medio de campos floridos, sentirse transportado por la viva y reacia ola de su caballo, lograr compulsivamente el hechizo de la amistad. Sin embargo, le hacía bien que todo eso existiera ya que lo consideraba la prueba de que, aun sin el resto, se podía vivir y morir. Eso negaba y desechaba algo que se insinuaba en el fuego cuando se miraba fijamente, y que desaparecía no bien uno, rígido de ensueños, se incorporaba y volvía la cabeza. A veces, cuando pensaba en el obispo, a quien él tanto provocara; le parecía estar metido en una maraña de la que sólo un milagro podía rescatarlo.
Su mujer, cuando se quedaba a mirar las ilustraciones de los libros, invitaba al viejo servidor que administraba el castillo, para que la acompañase a vagabundear por el bosque. Un bosque puede abrirse, pero su alma siempre retrocede. La portuguesa atravesaba grandes zonas arboladas, trepaba a las rocas, seguía rastros y alimañas, pero al regreso sólo traía consigo esos pequeños temores, esos obstáculos vencidos, esas curiosidades satisfechas que pierden toda su fuerza cuando se sale del bosque, y aun aquel verde espejo que conocía por relatos antes de venir a este país. Apenas se salía del bosque, éste se cerraba a espaldas de uno. En el castillo, empero, su indolencia no conspiraba contra el orden. Sus hijos, ninguno de los cuales había visto ni una sola vez el mar, ¿eran verdaderamente sus criaturas? A veces le parecía que, más bien, eran semejantes a pequeños lobos. Cierta vez le trajeron del bosque un lobezno y también lo crió. Entre él y los enormes perros reinaba una incómoda tolerancia. Era cosa de dejar hacer, sin ningún intercambio de señales. Si el lobo atravesaba el patio del castillo, los perros se incorporaban y lo seguían con los ojos, pero no ladraban ni gruñían. El lobo parecía tener la vista siempre fija hacia adelante, aun cuando a veces miraba de soslayo, y, para no hacerse notar, andaba más tieso y más despacio, siguiendo a su ama, dondequiera ella se dirigiese, sin que fuera visible otro signo de amor y de fidelidad. El lobo la miraba con sus ojos intensos, pero ella no decía nada. La portuguesa quería a este lobo, porque sus músculos, su pelo castaño, su muda bravura, la intensidad de sus ojos, todo le recordaba a Ketten.
Por fin llegó el momento esperado: el obispo cayó enfermo y murió. El Capítulo quedó sin amo. Ketten vendió todos sus bienes muebles, prendó sus propiedades y, recurriendo a todos los medios, equipó un pequeño ejército personal; luego, inició negociaciones. Frente a la alternativa de volver a iniciar la vieja pugna contra una fuerza renovada, antes aún de que se hubiera decidido quién habría de ser el sucesor del obispo o de hallar una solución no demasiado costosa, el Capítulo se decidió por esto último. Sólo una cosa podía suceder: Ketten, último en aguantar, firme y amenazador, embolsó la mayor parte de las indemnizaciones que el cuerpo de eclesiásticos capitulares pagó a expensas de los más débiles y timoratos.
De ese modo llegó a su fin una guerra que durante cuatro generaciones había sido como una pared que, en cada mañana y en cada desayuno, era visible y a la vez no lo era. De pronto esa pared faltó. Hasta ese momento, los hechos se habían desarrollado al igual que en la vida de todos los Ketten, pero lo que ahora quedaba por hacer en la vida de este Ketten en particular consistía meramente en dar los últimos toques e instituir el orden, o sea una tarea que era más de artesanos que de caballeros.
Entonces, cuando regresaba al hogar, le picó una mosca. De inmediato se le hinchó la mano y se sintió muy cansado. Entró en la taberna de una aldea miserable, y no bien se sentó junto a la grasienta mesa de madera, sintió que el sueño lo invadía. Apoyó la cabeza en aquella tabla sucia y cuando, ya de noche, despertó, tenía fiebre. Si hubiera tenido prisa, habría de todos modos continuado su camino, pero no la tenía. Cuando a la mañana siguiente quiso montar, se sintió repentinamente débil y se derrumbó. Se le habían hinchado el brazo y el hombro, y como él los había comprimido bajo la armadura, no tuvo más remedio que permitir que se la aflojaran. Mientras estaba de pie y dejaba hacer, fue presa de unos escalofríos tan fuertes como no había imaginado que existiesen. Sus músculos se contraían y bailoteaban de un modo tal que él no podía ni siquiera juntar sus manos, y las piezas de la armadura, a medio quitar, sonaban como un canalón suelto en mitad de la tormenta. Se dio cuenta del lado ridículo de la situación y, con la furia pintada en el rostro, rió de aquel golpeteo, pero sentía las piernas débiles como una criatura. Envió un mensajero a su mujer; otro, a un barbero; un tercero, a un conocido médico. El barbero, que fue el primero en llegar, ordenó compresas de hierbas calientes, y pidió autorización para efectuar una sangría. Ketten, ahora mucho más impaciente por llegar a su casa, le dio la orden de que lo sangrase, de modo que muy pronto tuvo casi tantas heridas nuevas como antiguas. Era extraño sentir esos dolores contra los cuales nada podía hacer. Ketten estuvo dos días tendido sobre aquellas hierbas succionantes, luego se dejó fajar de píes a cabeza y le transportaron al castillo. Tres días duró el viaje, pero aquella cura brutal, que podía haberle provocado la muerte ya que consumía todas sus defensas, frenó de algún modo la enfermedad. Cuando esas defensas parecían ya tocar fondo, el intoxicado tenía aún una fiebre altísima, pero la infección había sido detenida.
Semejante a un enorme incendio de pasto seco, la fiebre duró semanas. El enfermo parecía irse fundiendo en ese juego, pero también se consumían y se evaporaban los malos jugos. Ni siquiera el célebre médico pudo conseguir mejores resultados. Sólo la portuguesa colocaba, además, misteriosos signos en la puerta y en la cama. El día en que apenas quedaba del señor de Ketten una forma llena de ceniza blanda y caliente, súbitamente la fiebre bajó muchos grados y a partir de ese instante ardió, suave y tranquila, en ese nuevo nivel. Si por una parte los dolores, contra los cuales nada podía hacer, ya eran en sí mismos bastante extraños, por otra, el enfermo no vivió lo que vino después como alguien que está en el centro mismo de la peripecia. Dormía mucho, y aun cuando abría los ojos, estaba ausente. Cuando recuperó la conciencia, era como si ese cuerpo, sin voluntad, impotente, con la tibia temperatura de un niño, no fuera el suyo, ni tampoco fuese suya esa alma débil que podía ser irritada por un soplo. Sin duda, se sentía a sí mismo como un muerto, y durante todo ese tiempo esperaba algo, no importaba qué, para el caso de que se recobrara una vez más. Jamás se le había ocurrido que morir fuese algo tan placentero. Una parte de su ser había muerto por anticipado y se había dispersado como los viajeros que llegan a destino. Desde el momento en que sus huesos estaban aún en la cama, y la cama estaba ahí, su mujer se inclinaba sobre él, y él, por curiosidad, por cambiar un poco, vigilaba los gestos de aquel rostro atento. Todo cuanto amaba, estaba lejos. El señor de Ketten y su hechicera, poderosa como la luna, habían salido de él y se alejaban en silencio. Él los veía aún, sabía que le habrían bastado unos pocos saltos para alcanzarlos. Sólo que no sabía si estaba con ellos o si permanecía todavía en su lecho. Todo descansaba en una mano buena y gigante, suave como una cuna, una mano que todo lo sopesaba sin hacer mucho caso de la decisión. Seguramente sería Dios. Ketten no dudaba al respecto. Tampoco se excitaba. Aguardaba simplemente, y ni siquiera respondía a la sonrisa que sobre él se inclinaba, ni tampoco a las tiernas palabras.
Llegó el momento en que Ketten supo, de pronto, que ésa sería su última jornada si no reunía toda su voluntad para mantenerse vivo. Precisamente fue en esa noche, que cedió la fiebre.
No bien sintió bajo sus pies ese primer peldaño de la curación, dejó que diariamente lo llevaran al breve espacio verde que coronaba el pico, rocoso y desprovisto de murallas, que se elevaba en el aire. Envuelto en mantas, allí permanecía extendido bajo el sol, y era imposible saber si dormía o estaba despierto.
Cierta vez, cuando despertó, el lobo estaba junto a él. Ketten miró fijamente esos ojos intensos y no pudo moverse. Transcurrió cierto tiempo, que él no pudo calcular, y de pronto advirtió que su mujer estaba a su lado, con el lobo junto a sus rodillas. Nuevamente cerró los ojos, como si no estuviera despierto. Pero cuando lo llevaron de nuevo a su cama, pidió que le trajeran su ballesta. Estaba tan débil que no pudo tenderla. Se quedó estupefacto. Le hizo señas al criado para que se acercara, le dio la ballesta y le ordenó: el lobo. El criado titubeó, pero él estaba rabioso como una criatura y, a la noche, la piel del lobo apareció colgada en el patio del castillo. Cuando la portuguesa la vio y se enteró por los criados de lo que había sucedido, la sangre se le heló en las venas. Se acercó al lecho de su esposo. Él estaba blanco como la pared y por primera vez desde que estaba enfermo, la miró a los ojos. Ella rió y dijo: «Con esa piel me haré un gorro y vendré por las noches a chuparte la sangre».
Más tarde, Ketten echó al clérigo. Cierta vez éste había dicho que desde el momento que el obispo rogaba a Dios, era peligroso para Ketten; luego le había administrado la Extremaunción. Pero eso no sucedió en seguida. La portuguesa intervino para que el capellán fuese tolerado por lo menos hasta que consiguiese un nuevo empleo. Ketten cedió. Aún se sentía débil y dormía frecuentemente al sol, sobre la hierba. En cierta ocasión, cuando se despertó en aquel sitio, estaba allí el amigo de su infancia, de pie junto a la portuguesa. Acababa de llegar de su país, y aquí, en el norte, se parecía a su compatriota. Saludó con noble decoro y pronunció palabras que, a juzgar por la expresión de su semblante, debían ser de una particular amabilidad. Mientras tanto, lleno de vergüenza, Ketten yacía como un perro entre la hierba.
Era posible, además, que esto aconteciera por segunda vez: Ketten estaba a menudo ausente. Por otra parte, fue después cuando advirtió que su gorra le quedaba grande. Esa gorra de cuero flexible que siempre le había quedado un poco estrecha, ahora, al hacer un leve movimiento, resbaló hacia un costado hasta que la oreja la contuvo. Todavía estaban juntos los tres cuando la portuguesa exclamó: «¡Dios mío, se le achicó la cabeza!» Lo primero que pensó Ketten fue que tal vez se había hecho cortar demasiado los cabellos, aunque no podía recordar cuándo había sido. Se pasó disimuladamente la mano por la cabeza, pero advirtió que el pelo estaba tan largo como de costumbre, y además desaliñado, en razón de que él estaba enfermo. Pensó entonces que la gorra podía haberse agrandado, pero era casi nueva, y además, ¿cómo podía haber aumentado de tamaño sin haber sido usada, mientras estuvo guardada en el fondo de un arcón? Resolvió entonces tomarlo a broma: con tantos años pasados junto a mercenarios, lejos de caballeros instruidos, era posible que el cráneo se le hubiese achicado. Al pronunciarla, advirtió de pronto que la broma se volvía demasiado burda y, además, que no era válida como respuesta a la interrogante fundamental, ya que, ¿puede verdaderamente achicarse un cráneo? La fuerza de las venas puede disminuir; bajo el cuero cabelludo puede la grasa derretirse un poco debido a la fiebre; pero es tan poco lo que eso representa. De vez en cuando fingía alisarse los cabellos, o se preocupaba de secarse el sudor, o bien procuraba doblarse hacia atrás en la sombra sin que nadie lo viera, para poder tomarse la cabeza, en distintos lugares, con las puntas de los dedos, como si éstos fueran un compás de albañil. Pero no había duda: su cabeza se había achicado y cuando se la palpaba desde el interior con los pensamientos, entonces parecía aún más pequeña, algo así como dos salvas unidas.
Hay muchas cosas inexplicables, es cierto, pero no se llevan sobre los hombros, y no se sienten cada vez que se dobla el pescuezo hacia dos personas que hablan cuando uno finge dormir. Había olvidado desde hacía mucho tiempo, y salvo algunas palabras, aquella lengua extranjera. Pero en cierta ocasión comprendió una frase: «Dejas de hacer lo que quieres, y en cambio haces lo que no quieres». El tono estaba más cerca del apremio que de la broma. ¿Qué había querido decir? En otra ocasión, se asomó Ketten por la ventana hacía el estruendo del río. Era un juego que en los últimos tiempos le divertía. El ruido, entreverado como barrido de paja, tapaba los oídos. Luego, al volver de esa sordera, podía escuchar claramente el diálogo de la esposa con el otro; un diálogo animado, como si, al participar en él, aquellas dos almas se sintieran muy a gusto. La tercera vez corrió tras la pareja que, a pesar de que ya había caído la noche, se dirigía al patio del castillo. Ketten pensó que cuando ellos pasaran frente a la antorcha que estaba sobre la escalinata, sus sombras seguramente se irían a proyectar sobre las copas de los árboles. Al llegar ese momento, Ketten se inclinó rápidamente hacia delante, pero las dos sombras, al proyectarse sobre el follaje, por sí mismas se fundieron en una sola. En otros tiempos, había tratado de eliminar el veneno de su cuerpo descargándolo sobre los caballos o los criados, o tal vez quemándolo en el vino; pero el capellán y el clérigo lector bebían y comían con tal voracidad que el vino y los alimentos se les salían por las comisuras de los labios, y el joven caballero les tendía riendo el jarro de vino, tal como se azuza a un perro contra otro. A Ketten le repugnaba el vino que aquellos zafios con barniz escolástico bebían sin medida. Hablando en alemán y en el latín de la misa, entreveraban el milenario Imperio, los temas doctorales y los cuentos obscenos. Cuando hacía falta, un humanista que estaba de paso servía de intérprete entre aquella lengua y la del portugués; en realidad, el humanista se había torcido un pie y estaba enérgicamente consagrado a su curación en el castillo. «Se cayó del caballo porque vio pasar una liebre», bromeaba el clérigo. «Creyó ver un dragón», dijo con involuntaria ironía el señor de Ketten, que asistía reticente a la charla. «¡Y el caballo también!», rugió el capellán, «por algo saltó de esa forma. De modo que el maestro entendía a la bestia mejor que el señor». Los borrachos se rieron de Ketten, que los miró, avanzó un paso y golpeó en la cara al capellán. Éste, que era un rechoncho y joven campesino, primero enrojeció hasta la raíz de los cabellos; luego se quedó pálido y permaneció sentado. El joven caballero se levantó, sonriendo, y fue en busca de su amiga. «¿Por qué no lo apuñaló?», susurró, no bien quedaron solos, el humanista de la liebre. «Es fuerte como dos toros juntos», respondió el capellán, «y además la doctrina cristiana es particularmente apropiada para servir de consuelo en estos casos». Pero la verdad era que el señor de Ketten estaba aún muy débil y recuperaba lentamente su vitalidad, como si no lograra encontrar el segundo peldaño de su curación.
El extranjero no prosiguió su viaje, y la compañera de infancia no comprendía las alusiones de su señor. Se había pasado once años esperando a su esposo. Durante once años él había sido el amante fantástico y glorioso; ahora, vagaba por el patio y el interior del castillo y, carcomido como estaba por la enfermedad, parecía un tipo vulgar si se lo comparaba con la juventud y la elegancia cortesanas. La portuguesa no pensaba demasiado en todo esto, pero estaba un poco cansada de este país que le había prometido cosas de maravilla. No se decidía a alejar del castillo a ese compañero que tenía el aroma de la patria y pensamientos que la divertían; la expresión contrariada de su esposo no le parecía suficiente motivo. Nada tenía que reprocharse. Era verdad que, desde hacía unas semanas, actuaba con cierta frivolidad, pero eso le hacía bien, y ella sentía a veces que su rostro volvía a resplandecer como antes. Ketten consultó a una adivina, y ésta le aseguró que no curaría hasta tanto no hiciera una cosa determinada. Cuando él la apremió para que le revelara de qué se trataba, la mujer se calló y eludió la respuesta diciendo que no sabía.
Ketten había tratado siempre, no sólo de no romper los lazos de la hospitalidad, sino de estrecharlos cada vez más, y no había tenido inconveniente en considerar sagrada la vida y sagrado el derecho a la hospitalidad de aquellos que, durante años, habían sido espontáneos huéspedes de su enemigo. Pero la debilidad que experimentaba durante la convalecencia le hacía sentirse casi orgulloso de su torpeza. La inteligencia llena de astucia no le parecía mejor que la pueril inteligencia verbal del joven. Le aconteció algo extraño. Entre las oprimentes brumas de su enfermedad, el rostro de su mujer le parecía más tierno de lo debido. No muy diferente de antes, cuando él se había asombrado de encontrar a veces el amor de su mujer –sin que hubiera motivos para ello– más impetuoso que de costumbre. Difícilmente habría podido decir si era serenidad o tristeza lo que sentía, igual que en aquellos días en que estuvo cerca de la muerte. No podía moverse. Cuando buscaba los ojos de su mujer, éstos se entornaban y lo miraban con frialdad. Su propia imagen quedaba fuera, ya que aquellos ojos no dejaban penetrar su mirada. Le parecía que, de no sobrevenir un milagro, nada acontecería. Y cuando el destino quiere callar, no debe exigírsele que hable, sino más bien estar a la espera de lo que venga.
Cierto día en que regresaban todos juntos al castillo, vieron un gatito frente a la puerta. Estaba allí, como si no quisiera saltar sobre el muro, a la manera de los gatos, sino penetrar en el castillo a la manera de los seres humanos. Se arqueó en señal de bienvenida y se frotó suavemente contra las botas y las faldas de aquellas enormes criaturas que, sin ningún motivo, se asombraban ante su presencia. Se le hizo entrar, pero fue exactamente como si se acogiera a un huésped. Al día siguiente ya parecía que se hubiera recibido a un niño y no a un simple gato. Tantas pretensiones tenía el gracioso animalito que, en vez de buscar su diversión en los sótanos y desvanes, no abandonaba jamás la compañía de las personas. Por otra parte poseía el don de ocupar el tiempo de todos, aunque eso resultara en cierto modo inexplicable, ya que había en el castillo otros animales más nobles sin contar, además, con que las personas también estaban muy ocupadas consigo mismas. Quizás ello se explicara precisamente por el hecho de que debían bajar la mirada para encontrar aquel pequeño ser que tan imprevisiblemente se comportaba y que quizás era un poco demasiado tranquilo, y hasta se podría decir que demasiado triste y meditabundo para tratarse de un gato. Actuaba como si supiera qué era lo que los seres humanos esperaban de un gato. Se subía al regazo y se tomaba un gran trabajo para ser amable con las personas, pero podía advertirse que no estaba allí con todo su ser, y justamente eso que le faltaba para ser un joven gato común y corriente era como una segunda naturaleza, una ausencia, una aureola tranquila que lo rodeaba sin que nadie hubiera encontrado aún el valor de decirlo. Cuando la portuguesa se inclinaba con cariño hacia aquel animalito que estaba en su regazo y que con las uñas diminutas buscaba sus dedos para jugar con ellos como un niño, el joven amigo se inclinaba a su vez riendo sobre gato y regazo, y ese juego aparentemente inocente recordaba, sin embargo, al señor de Ketten que él había superado sólo a medias su enfermedad, tal como si ésta, con su letal suavidad, se hubiera infiltrado en el cuerpecito del animal, o acaso no estuviera solamente en el gato, sino entre ambos. Luego un criado advirtió que el gato tenía sarna.
El señor de Ketten se asombró de no haberse dado cuenta por sí mismo. El criado repitió que era preciso matar al gato sin demora.
Mientras tanto el animalito ya tenía un nombre, extraído de los libros de cuentos. Cada vez estaba más suave y más dócil. Ahora ya era visible que estaba enfermo y que tenía una debilidad poco menos que luminosa. Se quedaba más tiempo que de costumbre en el regazo a fin de reponerse de los trabajos de este mundo, y sus uñas se agarraban con cierta ansiedad. Ahora había aprendido a examinar a todos, uno después del otro; desde el pálido Ketten hasta el joven portugués, inclinado hacia delante. Éste, a su vez, no le quitaba los ojos de encima, aunque acaso dedicara sus miradas al vaivén respiratorio de aquel regazo que lo sostenía. El gato los miraba como si quisiera que le perdonaran lo feo que resultaba que él, por una misteriosa sustitución, sufriera por todos. Y entonces comenzó el martirio.
Una noche empezó a vomitar, y estuvo vomitando hasta la mañana siguiente. A la luz del día, su aspecto era lánguido y desconcertado, tal como si hubiera recibido muchos golpes en la cabeza. Acaso se tratara simplemente de que, por exceso de cuidado y de amor, se le hubiera alimentado en forma exagerada. Pero ya no era posible que permaneciera en el dormitorio, de modo que se le instaló en una habitación del patio, con los mozos de cuadra. Al cabo de dos días éstos se quejaron, diciendo que el gato estaba cada vez peor. No era posible que por las noches lo dejaran afuera. El gato no sólo seguía vomitando, sino que además padecía diarrea y nada estaba a salvo de sus deposiciones. Era una ardua prueba tener que elegir entre una aureola casi invisible y aquella horrible inmundicia. Después de haber averiguado la procedencia del gato (una granja junto al río, al pie de la montaña) se decidió restituirlo a sus dueños. Hoy se diría que fue devuelto a su comuna de origen, evitando de ese modo la responsabilidad y a la vez el ridículo. Como también les remordía la conciencia, le ofrecieron leche y un poco de carne, y hasta soltaron unas monedas para que los campesinos (en cuya granja la inmundicia sin duda importaba menos) lo cuidaran bien. Frente a ese proceder de sus amos, los criados sacudían la cabeza.
El criado que recibió el encargo de transportar el gato hasta abajo contaba que cuando inició el regreso vio que el animal corría tras él. De modo que el criado había tenido que bajar dos veces más. Dos días después, el gato reapareció en el castillo. Los perros lo evitaban; los sirvientes, por miedo a sus amos, no lo apresaban. Cuando los criados advirtieron su presencia, fue tácitamente aceptado que nadie le impediría morir allí arriba. El gato había enflaquecido y perdido su brillo; sin embargo, parecía haber superado la etapa más repugnante de su dolencia, limitándose a volverse cada vez menos corpóreo. Siguieron luego dos días durante los cuales volvió a acentuarse lo que antes había pasado: lento y vacilante deambular en el sitio donde se le cuidaba; distraído entretenimiento de las patas, que trataban de apresar algún trozo de papel que se moviera en la cercanía; de vez en cuando, cierta vacilación a causa de su debilidad y a pesar de su condición de cuadrúpedo. El segundo día llegó a caerse hacia un costado. En una persona, tal desvanecimiento no habría tenido nada de extraordinario, pero en aquel animal parecía la consecuencia de una metamorfosis en algo casi humano. Lo contemplaban casi con respeto. Desde su particular situación, cada uno de esos seres no podía dejar de pensar que su propio destino estaba representado en ese gato poco menos que desligado de la tierra. Al tercer día recomenzaron los vómitos y la inmundicia. El criado estaba allí, y aunque no se atrevía a repetirlo, era evidente que su silencio tenía un solo significado: había que matar al gato. El portugués inclinaba la cabeza como quien se enfrenta con una tentación y luego le decía a su amiga: «De otra manera, no saldremos de esto». Le parecía haber pronunciado su propia condena a muerte. De pronto, todos miraron al señor de Ketten. Éste se quedó pálido como la pared, luego se levantó y salió. Entonces la portuguesa le dijo al criado: «Llévatelo».
El criado llevó el gato a su habitación. Al día siguiente, el animal había desaparecido. Nadie hizo preguntas, pero todos sabían que el criado lo había matado a palos. Se sentían oprimidos por una culpa inexpresable. Tan sólo los niños no advertían nada, y encontraban perfectamente normal que el criado matara a golpes a un gato asqueroso con el que ya no se podía jugar. A los perros, que en el patio olisqueaban la hierba iluminada por el sol, las patas se les ponían tiesas, la piel se les erizaba; después, miraban de reojo. En uno de esos momentos se enfrentaron el señor de Ketten y la portuguesa. Permanecieron de pie, uno junto al otro; dirigieron la vista hacía los perros y no hallaron nada que decirse. La señal había sido visible, pero ¿cómo interpretarla? Y además ¿qué se esperaba que aconteciese? Sobre ambos se formó una cúpula de silencio.
Si desde ahora hasta la noche ella no le sugiere que se vaya, me veré obligado a matarlo, pensó el señor de Ketten. Llegó la tarde y nada sucedió. Pasó la hora de las vísperas. Ketten estaba sentado, con expresión grave, y también con un poco de fiebre. Fue hasta el patio para refrescarse y allí permaneció durante largo rato. No tuvo fuerzas para tomar la última decisión a pesar de que, en toda su vida, eso había sido un juego para él. Montar a caballo, ajustarse la coraza, empuñar la espada, todo eso que había dado el tono a su existencia, le parecía ahora algo disonante. El combate era un movimiento ajeno y sin sentido. Aun la breve senda de un cuchillo era como una de esas largas, interminables rutas, donde siempre es posible marchitarse. Por otra parte, sufrir no era la especialidad de Ketten. Se daba cuenta de que, si no salía de esto, no curaría jamás. Pero junto a esos dos pensamientos había también un tercero que reclamaba espacio: cuando muchacho había soñado siempre con encaramarse a la inaccesible pared que se elevaba al pie del castillo. Era una idea desatinada y suicida, pero que llevaba en sí misma un oscuro presentimiento, como si se tratara de un dictamen divino o de un milagro inminente. Le parecía ahora que ya no él, sino el gato, podría regresar, por esa vía, directamente desde el más allá. Rió por lo bajo, y sacudió la cabeza como si quisiera sentirla sobre los hombros; pero, mientras lo hacía, había ya iniciado el descenso por el camino pedregoso.
Al llegar abajo, junto al río, se volvió. Pasó primero sobre las rocas entre las cuales corría ya el agua, y luego entre los arbustos, hasta llegar al muro. La luna indicaba con trazos de sombra las pequeñas cavidades en las que manos y pies podían afirmarse. De pronto, una piedra cedió bajo sus pies. Sintió el tirón en los músculos, después en el corazón. Ketten escuchó: le pareció que transcurría un lapso infinito antes de que la piedra golpeara el agua. En ese momento ya había ascendido por lo menos un tercio de la pared. Fue como si despertara y sólo entonces comprendiera lo que había hecho. Únicamente un muerto podía volver abajo; arriba, en cambio, le aguardaba el diablo. Tanteando hacia arriba, buscó un apoyo. En cada asidero, su vida pendía de esas diez delgadas correas que eran los tendones de sus dedos. En su frente había gotas de sudor y un extraño calor ascendió por su cuerpo. Sus nervios se habían convertido en hilos de piedra. Pero, cosa extraña, durante esta lucha la fuerza y la salud, como si le llegaran desde fuera, comenzaron a instalarse nuevamente en sus miembros. Y lo increíble aconteció: todavía tuvo que evitar un saliente, luego pudo introducir su brazo en una ventana. Por otra parte, no había otra posibilidad, pero él ya sabía dónde estaba; de modo que saltó, se sentó en el antepecho de la ventana e introdujo sus piernas en la habitación. Al mismo tiempo que la fuerza también había recuperado la osadía. Respiró. No había perdido el puñal. Le pareció que el lecho estaba vacío. Aguardó, sin embargo, a que su corazón y sus pulmones se tranquilizaran. Advirtió, cada vez con mayor nitidez, que estaba solo en la habitación. Sin hacer el menor ruido, se acercó a la cama: evidentemente, esa noche nadie había dormido allí.
Ketten se deslizó a través de habitaciones, corredores y puertas que nadie habría podido encontrar sin la ayuda de un guía, y así llegó a la alcoba de su mujer. Escuchó y aguardó, pero no le llegó ni un murmullo. Entró en la pieza: la portuguesa dormía y respiraba suavemente. Ketten se inclinó hasta los rincones más oscuros, y cuando al fin salió de la alcoba hubiera cantado, tanta era la increíble alegría que experimentaba. Recorrió todo el castillo, pero ahora las tablas del piso y las baldosas sonaban bajo sus pasos, tal como si fuera al encuentro de una alegre sorpresa. En el patio, un centinela quiso saber de quién se trataba, y él aprovechó para preguntarle por el huésped. El hombre respondió que el extranjero se había ido en el instante mismo en que asomaba la luna. Ketten se acomodó sobre una pila de madera a medio descortezar, y el centinela se asombró al ver que permanecía allí durante tanto tiempo. De pronto, Ketten tuvo la certeza de que, si volvía a la alcoba de la portuguesa, ya no la encontraría. Golpeó con fuerza en la puerta y entró. La joven se comportó exactamente como si, en su sueño, hubiera estado esperando eso. Lo vio de pie frente a ella, vestido en la misma forma que cuando la había dejado. Nada se había probado; nada tampoco estaba borrado. Pero ella no hizo preguntas y él, por su parte, nada hubiera podido preguntar. Descorrió la pesada y ruidosa cortina de la ventana, detrás de la cual todos los Catene habían nacido y habían muerto.
«Si Dios llegó a convertirse en hombre, también puede llegar a convertirse en gato», dijo la portuguesa. Ante semejante blasfemia, él tendría que haberle tapado la boca con su mano, pero ambos sabían que ni una sola palabra saldría jamás de aquellos muros.
en Tres mujeres, 1923
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