Llegó puntual el tren a Sevilla y fui de los primeros en descender. Delante de mí en el andén, a unos cincuenta metros de distancia, vi que marchaba, con paso algo zigzagueante, el tipo del traje a rayas, estilo Chicago. El hombre, con su libro de Roth en el bolsillo (era curioso y extraño el magnetismo que el color rojo de la portada de aquel libro ejercía sobre mí), comenzó a subir por las escalerillas mecánicas, por las que unos segundos después también comencé a subir yo. Hacia el final del ascenso, divisé a lo lejos al taxista que me esperaba para llevarme al Zenit, el hotel que me había asignado la organización. El taxista exhibía un papel en el que había anotado mi nombre con una falta de ortografía no demasiado grave. De pronto, vi atónito cómo el tipo del traje a rayas, tras un breve titubeo, se detenía ante el taxista y hablaba con él, se daba a conocer (debió de decirle que era yo) y se marchaban los dos, en animada conversación, hacia la puerta de salida.
Me di cuenta enseguida de que no tendría nunca una mejor oportunidad para desaparecer y que, si yo quería, aquél era el primer momento importante de mi vida.
Sólo debía seguir andando y no preocuparme del taxi ni de la persona que había usurpado mi triste identidad. Y así hice. Dejé que esa persona —aquel hombre con un traje a rayas y un libro de Roth en el bolsillo— se marchara en mi coche. Salí a la calle, fui más allá de la parada de taxis y de la estación y me dediqué a andar con pasos nerviosos, como si me encontrara al comienzo de una fuga sin fin.
Después, me calmé y anduve más despacio, anduve mucho rato con mi bolsa de viaje por calles desconocidas, y lo hice como si la fuerza con la que avanzaba procediera precisamente de mi escasa propensión a hacerlo. Anduve un buen rato hasta que llegué a las calles del centro y acabé entrando en la catedral, donde me senté en uno de sus bancos para descansar y, al mismo tiempo, preguntarme quién era yo y qué iba a ser de mi vida.
La catedral estaba vacía. Viciado como estaba por el tema de la ausencia, sentí que aquello podía leerse como una alegoría de que Dios tal vez seguía ahí, pero el sujeto moderno estaba desapareciendo. Yo mismo, sin ir más lejos, acababa de desaparecer. Un sentimiento de bienestar por haberme sabido borrar del mundo comenzó a invadirme y acabé sintiéndome, allí en la catedral vacía, igual que un día me había sentido en lo alto de la torre de Montaigne, rodeado por la soledad, el silencio, la locura, la libertad. Y por la bella infelicidad, otro de esos abismos. Seguramente la libertad era de todos ellos el abismo con el que era más fácil tratar, de modo que no fui a La Cartuja y dormí en un desabrido hotel de la Avenida de Kansas City (horrible nombre y horrible avenida para una ciudad tan bella), donde pasé la noche preguntándome qué extraña depravación era aquélla: alegrarse secretamente al comprobar que uno se ocultaba un poco.
Al día siguiente, volé a Barcelona, recogí de mi casa un poco de ropa (dos mudas) y algunos libros esenciales para mí, metí todo en el amplio maletín rojo que había heredado de mi abuela, y, ligero de equipaje, a cuatro días de la llegada del invierno, salí de nuevo hacia el aeropuerto. Allí pregunté cuál era el primer vuelo en el que hubiera una plaza libre. Madrid, Frankfurt, Londres y Nápoles eran los primeros. Salí hacia Nápoles. No era tan mal lugar esa ciudad para esconderse, pues en cualquier caso quedarían allí muy pocas de las personas que había yo conocido quince años antes. Seguramente no iba a encontrarme con ninguna de ellas. Y, además, no tenía por qué dejarme ver demasiado. Me encerraría en un cuarto de hotel, con mi identidad convertida en un hueco vacío. Y en ese cuarto, por ocupar mi tiempo en algo (los días son muy largos) y a la espera de ver si yo era o no buscado, me pondría a escribir con cierta minuciosidad —con la lentitud que da el lápiz y sintiendo que éste me acerca más que una pluma a la idea de eclipse— la historia de mi viaje a Sevilla, la historia de mi desaparición. Por ocupar mi tiempo en algo, he dicho. Pero sobre todo porque escribir constituye mi única posibilidad de existencia interior.
Llegué a Nápoles al atardecer y me registré en este hotel, en Corso Vittorio Emanuele, en la parte alta de la ciudad. Me pregunté —ahora sé que muy ingenuamente— si habrían ya empezado a buscarme. En recepción, el conserje me pidió el pasaporte, leyó atentamente mi nombre, me dio las llaves del cuarto, una habitación sin terraza, pero con vistas a la bahía, un buen lugar —pensé— para mi personal tiniebla.
—El horario del desayuno es de siete a diez. Su llave, señor Pasavento —me dijo hablando en un correcto español.
Instintivamente, miré hacia la calle, donde unos chiquillos correteaban libres y con gran alboroto, y después, con un timbre de voz deliberadamente misterioso, le dije al conserje:
—Me llamo Pasavento, pero también responderé por teléfono a quienes pregunten por el doctor Pynchon.
El conserje me pidió que repitiera lo que le había dicho, y así lo hice.
—Comprendo, señor. Tomo nota. Responderá también a las llamadas que pregunten por el doctor. Aquí tiene la llave, señor Pasavento.
Volví a mirar hacia la calle, y poco después corregí al conserje.
—Doctor —le dije—, doctor Pasavento.
en Doctor Pasavento, 2005
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