martes, septiembre 27, 2011

"El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas", de Haruki Murakami

Fragmento



¿Cómo es que el sol continúa brillando?
¿Cómo es que los pájaros todavía cantan?
¿Acaso no lo saben?
¿No saben que ha llegado el fin del mundo?

En todo caso, lo único que podía hacer yo era clavar los ojos, sin palabras, en aquellos fragmentos heterogéneos que iban perfilándose y desapareciendo. También había imágenes conocidas, claro está. Hierba verde mecida por el viento, nubes blancas corriendo por el cielo, la luz del sol temblando sobre la superficie del río. Imágenes, paisajes normales y corrientes. Pero estos paisajes ordinarios colmaban mi corazón de una extraña e inexplicable tristeza. ¿En qué parte de éstos se ocultaban los elementos que me entristecían tanto? Ni yo mismo lo sabía. Y, como un barco que cruzara por el otro lado de la ventana, aparecían y se desvanecían sin dejar rastro.

Las imágenes se mantenían unos instantes y, después, al igual que se va retirando la marea, los viejos sueños empezaban a perder su calor y volvían a ser cráneos blancos y fríos. Los viejos sueños se sumían de nuevo en su largo letargo. Y el agua se escurría entre los dedos de ambas manos y caía al suelo. Mi labor como «lector de sueños» consistía en repetir eso, una y otra vez.

Cuando los viejos sueños habían quedado completamente fríos, se los pasaba a ella, que iba alineando los cráneos sobre el mostrador. Mientras, yo permanecía con ambas manos posadas sobre la mesa, para descansar un poco y aplacar mis nervios. Podía leer unos cinco o seis viejos sueños al día. Superado este número, perdía la concentración y las yemas de mis dedos no captaban más que un débil murmullo. Cuando las agujas del reloj marcaban las once, me sentía tan exhausto que, durante un tiempo, apenas podía ponerme en pie.

Al final, ella siempre preparaba café caliente. A veces traía de su casa unas galletas o un pastel de frutas que había preparado durante el día y nos lo tomábamos como tentempié. Sentados frente a frente, sin apenas abrir la boca, nos bebíamos el café y comíamos las galletas o el pastel. Yo estaba tan cansado que, durante un rato, no lograba articular bien las palabras y ella, que lo sabía, también enmudecía.
—Quizá no puedas abrir tu corazón por mi culpa, ¿no crees? —me dijo un día—. Yo no puedo responder a tu corazón, y tal vez por eso tú lo cierras tanto.

Nos habíamos sentado, como solíamos, en las escaleras que conducían a la isleta del centro del Puente Viejo y mirábamos el río. La luna helada y blanca, convertida en un pequeño fragmento, se reflejaba temblorosa en las aguas del río. Un bote de madera fina que alguien había dejado amarrado al poste de la isleta unía su ligero chapoteo al murmullo del río. Como estábamos sentados el uno al lado de la otra en los estrechos escalones, yo percibía junto a mi hombro el calor de su cuerpo.

«¡Qué extraño!», pensé. «La gente asocia el corazón con algo cálido. Pero no hay relación alguna entre el corazón y el calor del cuerpo.»
—No, no es cierto —repliqué—. Que no abra mi corazón es un problema únicamente mío. Tú no tienes la culpa. No comprendo bien mi corazón, y por eso estoy confuso.
—Entonces, ¿tú tampoco entiendes lo que es el corazón?
—No siempre lo entiendo —dije—. En ocasiones sólo logro entenderlo mucho después, cuando ya es demasiado tarde. La mayoría de las veces, las personas tenemos que tomar decisiones sin entender nuestro corazón, y esto nos hace titubear.
—A mí me parece que el corazón es algo muy imperfecto —dijo ella sonriendo.

Me saqué las manos de los bolsillos y las contemplé a la luz de la luna. Teñidas de aquella tonalidad lechosa, se me antojaron un par de esculturas sin objeto, confinadas en aquel pequeño mundo.
—Sí, también a mí me lo parece. Es muy imperfecto —dije—. Pero deja huella. Y podemos seguir su rastro, del mismo modo que se siguen las pisadas sobre la nieve.
—¿Y adonde conducen?
—A uno mismo —respondí—. El corazón es así. Sin corazón no llegas a ninguna parte. —Alcé los ojos hacia la luna. La luna de invierno flotaba en el cielo de la ciudad cercada por la alta muralla y emitía una luz tan clara que casi parecía incongruente—. Tú no tienes la culpa de nada —añadí.






1985









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