jueves, julio 28, 2011

"Fedra", de Jean Racine

Escena última



TESEO.- ¡Y bien! Vos triunfáis, mi hijo ya no existe. ¡Ah, cuánto debo temer! ¡Y qué cruel sospecha, absolviéndolo en mi corazón, con justicia me alarma! Pero, señora, ha muerto, recibid vuestra víctima: gozad con su pérdida, legítima o injusta. Acepto que mis ojos se hayan engañado siempre. Lo creo criminal, puesto que sois vos quien lo acusa. Su muerte ofrece motivo suficiente para mi llanto, sin que vaya a buscar revelaciones odiosas, que no pudiendo devolverlo a mi justificado dolor, quizá no harían más que acrecentar mi desdicha. Dejadme, lejos de vos y lejos de estas riberas, escapar de la ensangrentada visión de mi hijo destrozado. Confuso, perseguido por un remordimiento mortal, querría desterrarme del universo. Todo parece levantarse contra mi injusticia. Hasta la gloria de mi nombre acrece mi suplicio. Me ocultaría mejor y si fuese menos conocido de los hombres. Odio hasta los privilegios con que me honran los Dioses, y me retiraré a llorar sus mortíferos favores, sin cansarlos más con inútiles plegarias. Cualquier cosa que por mí hicieran, toda su funesta bondad no podría pagarme lo que me han quitado.
FEDRA.- No, Teseo, hay que romper un injusto silencio: hay que devolver la inocencia a vuestro hijo. El no era culpable.
TESEO.- ¡Ah! ¡Padre infortunado! ¡Y lo condené fiando en vos! Cruel, pensáis que eso basta a perdonaros ...
FEDRA.- Los momentos me son preciosos; escuchadme, Teseo. Fui yo quien sobre ese hijo, casto y respetuoso, me atreví arrojar incestuosas e impías miradas. El cielo puso en mi corazón una pasión funesta, y la destable Enona hizo lo demás. Temió ella que Hipólito, conociendo mis furores, descubriera un fuego que lo horrorizaba, y abusando de mi debilidad extrema, se apresuró la pérfida a acusarlo a él mismo ante vos. Ya ha encontrado su propio castigo, y huyendo de mi enojo, ha buscado en las olas un suplicio demasiado suave. El hierro hubiera cortado ya mi suerte, pero yo dejaba gemir a la sospechada virtud, y he querido, exponiendo ante vos mis remordimientos, descender a la muerte por más largo camino. He tomado y he hecho correr en mis ardientes venas un veneno que Medea trajo de Atenas. Llegando ya a mi corazón, en mi corazón moribundo pone ese veneno un frío desconocido; ya sólo a través de una nube veo el cielo y el esposo a quien mi presencia ultraja; y la muerte, que despoja de claridad a mis ojos, restituye su pureza a la luz del día que manchaban.
PANOPE.- ¡Se muere, señor!
TESEO.- ¡Así pudiera morir con ella el recuerdo de acción tan infame! Demasiado convencido ¡ay! de mi error, vamos a mezclar nuestras lágrimas con la sangre de mi desventurado hijo. Vamos a abrazar lo que queda de ese hijo amado, a expiar la furia de un voto que detesto. Rindámosle aquí los honores que tanto mereció; y, para sosegar mejor sus irritados manes, que su amante, a pesar de las tramas de una familia injusta, ocupe desde hoy junto
a mí lugar de hija.











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