jueves, abril 14, 2011

"Alicia en el País de las Maravillas", de Lewis Carroll

Fragmento



[Alicia] miró en derredor y vio muchas flores y hojas de hierba, pero nada que tuviera el aspecto de ser lo que debía comer o beber en esas circunstancias. Una gran seta se erguía ahí cerca, casi tan grande como ella; después de haber mirado por debajo y luego por ambos lados, se le ocurrió que también podría mirar a ver si había algo encima.

Se puso de puntillas y miró por encima del borde de la seta: sus ojos se toparon de inmediato con los ojos de una gran oruga azul, que la observaba imperturbable, sentada en el centro con los brazos cruzados, fumando un narguile y sin prestar la menor atención ni a Alicia ni a ninguna otra cosa.

Alicia y la Oruga se estuvieron contemplando en silencio durante algún tiempo. Al fin la Oruga se quitó la boquilla del narguile de la boca y le habló con voz lánguida y adormilada.
“¿Quién eres ?”, preguntó la Oruga.

No era ésta precisamente la manera más alentadora de iniciar la conversación. Alicia replicó, algo intimidada: “Pues verá usted, señor..., yo..., yo no estoy muy segura de quién soy, ahora, en este momento; pero al menos sí sé quién era cuando me levanté esta mañana; lo que pasa es que me parece que he sufrido varios cambios desde entonces”

“¿Qué es lo que quieres decir?”, dijo la Oruga con severidad. “¡Explícate!”
“Mucho me temo, señor, que no sepa explicarme a mí misma”, respondió Alicia, “pues no soy la que era, ¿ve usted?”
“¡No veo nada!”, dijo la Oruga.
“Temo que no poder decírselo con mayor claridad”, insistió Alicia muy cortésmente, “pues, para empezar, ni yo misma lo comprendo; y además, cambiar tantas veces de tamaño en un solo día resulta muy desconcertante”.
“No lo es”, replicó la Oruga.
“Bueno, quizá a usted aún no se lo parezca así”, dijo Alicia; “pero cuando se haya transformado en una crisálida –y eso ha de pasarle algún día, ¿sabe?-, y después, cuando se convierta en una mariposa, ¿no cree usted que le parecerá todo eso un poco extraño?”
“¡En absoluto!”, declaró la Oruga.
“Bueno, quizás tenga usted sentimientos distintos a los míos”, dijo Alicia; “pero lo que sí sé es que yo, en su lugar, ¡me sentiría ciertamente muy rara!”
“¡Ah tú! ¡ !”, dijo la Oruga con desdén. “¿Y quién eres ?”

Con lo cual acababan volviendo por donde habían empezado. Alicia comenzaba a sentirse irritada por estas observaciones tan tajantes y tan secas de la Oruga, de forma que poniéndose muy derecha le dijo gravemente: "Me parece que es usted quien debe decirme antes quién es".
"¿Por qué?", replicó la Oruga

Era ésta otra pregunta desconcertante; y como a Alicia no se le ocurría un buen argumento para contestarle, y puesto que la Oruga estaba dando pruebas de estar en un estado de ánimo muy desagradable, se dio vuelta, decidiendo alejarse.

“¡Vuelve acá!”, exclamó la Oruga a sus espaldas. “Tengo algo importante que decir.”

Esto, ciertamente, parecía harina de otro costal; de forma que Alicia retornó, esperanzada, a la seta.

“¡Guárdate de ese mal genio!”, sentenció la Oruga.
“¿Es eso todo lo que tenía que decir?”, le repuso Alicia, tragándose la rabia lo mejor que pudo.
“No”, dijo la Oruga.

Alicia decidió que, como no tenía otra cosa mejor que hacer, igual le daba quedarse ahí a ver si la Oruga decía algo que valiera la pena, después de todo. Durante algunos minutos, ésta siguió fumando sin decir palabra; pero al fin abrió los brazos, que tenía cruzados sobre el pecho, y dijo: “Así que tú crees haber cambiado, ¿eh?”
“Me temo que sí, señor”, dijo Alicia; no me acuerdo de las cosas de la misma manera que antes…, ¡y no pasan ni diez minutos sin que cambie de tamaño!”
“¿No te acuerdas… ¿de qué cosas?”, preguntó la Oruga.
“Pues verá usted, intenté recitar ‘Ved cómo la pequeña e industriosa abeja...’, ¡pero me salió todo diferente!, replicó Alicia con melancolía.
“A ver: recítame ‘Eres viejo, Padre Guillermo’”, ordenó la Oruga.
Alicia cruzó los brazos y empezó:


                  “Es usted viejo, Padre Guillermo”,
                  dijo el joven,
                  “y su pelo se ha puesto ya muy cano.
                  Sin embargo,
                  ¡se está poniendo siempre de cabeza!
                  ¡Dígame!
                  ¿Le parece eso bien a su edad?”

                  “En mi juventud”, replicó Guillermo
                  a su hijo,
                  “temí que me hiciera daño a los sesos.
                  Pero ahora,
                  cuando sé que no me queda ninguno,
                  ¡vaya!,
                  ¡lo hago cuando me viene en gana!”

                  “Es usted viejo”, dijo el joven,
                  “como antes observé,
                  y has engordado de manera descomunal.
                  Pero al cruzar el umbral
                  ¡diste una voltereta hacia atrás!
                  Le ruego me responde:
                  ¿cómo me explica el portento?”

                  “En mi juventud”, replicó el anciano
                  sacudiendo sus blancos cabellos,
                  “mantuve bien la agilidad de mis miembros
                  Con este ungüento.
                  ¡A un chelín la caja!
                  ¿Me permites
                  Que te venda unas cuantas?”

                  “Es usted viejo”, dijo el joven,
                  “y sus mandíbulas,
                  ya débiles, no pueden mascar más que manteca.
                  Y, sin embargo,
                  ¡se ha comido un ganso sin dejar un hueso!”
                  ¿Cómo, se lo pido,
                  ha logrado hacerlo?”

                  “En mi juventud”, dijo el padre,
                  “estudié leyes
                  y en todo discutí con mi mujer.
                  Con todo eso,
                  desarrollé tal fuerza muscular en la mandíbula
                  que me ha durado
                  ¡para el resto de mis días!"

                  “Es usted viejo”, dijo el joven,
                  "y nadie diría que conservan aún la vista de antaño.
                  Y, sin embargo,
                  ¡hace equilibrios con una anguila sobre la nariz!
                  ¿Cómo ha podido
                  desarrollar talento tan desmesurado?”

                  “A tres preguntas he respondido y ¡basta!”,
                  dijo el padre.
                  “¿Acaso he de aguantar todas esas necedades?
                  ¡Menos humos! y
                  ¡fuera de aquí! No vaya a ser
                  que de una patada te eche a rodar escaleras abajo!”


“Eso está mal dicho”, sentenció la Oruga.
“No está del todo bien”, interpuso Alicia tímidamente; “algunas palabras me han salido trastocadas”.
“Está mal de arriba abajo", insistió la Oruga de manera inapelable; tras lo cual pasaron varios minutos en silencio.
La Oruga fue la primera en romperlo: “¿Y qué tamaño querrías tener?”, preguntó.
“No soy nada particular en cuanto a tamaños”, se apresuró a replicar Alicia; “es sólo que a una no le gusta estar cambiando de tamaños con tanta frecuencia, ¿no cree?”
“No creo nada”, repuso la Oruga.

Alicia no quiso contestar; nunca la habían contradicho tanto en toda su vida, y sintió que le subía el mal genio.

“¿Estás satisfecha con tu tamaño actual?”, le preguntó la Oruga.
“Pues verá usted, señor”, respondió Alicia, “si no le importa, me gustaría ser un poco más alta, porque con tan solo siete centímetros ¡cualquiera se siente tan desgraciada…!”
“¡Pues yo diría que es una estatura muy afortunada!”, dijo la Oruga furiosa, irguiéndose cuan larga era (medía exactamente siete centímetros de altura).
“¡Pero es que yo no acostumbro a medir siete centímetros!”, rogó la pobre Alicia con voz lastimera, mientras pensaba para sus adentros: “¡Ojalá todos estos bichos no fueran tan susceptibles!”
“Ya te irás acostumbrando”, sentenció la Oruga llevándose el narguile a la boca y poniéndose nuevamente a fumar.

Esta vez Alicia esperó pacientemente hasta que decidiera hablar de nuevo. Al cabo de uno o dos minutos, la Oruga dejó la boquilla del narguile y bostezó unas cuantas veces, desperezándose. Luego descendió de la seta y comenzó a deslizarse por la hierba, diciendo tan sólo mientras se alejaba:
“Un lado te hará crecer; el otro, menguar.
“Un lado ¿de qué? Otro lado ¿de qué?”, pensaba Alicia.
“De la seta”, dijo la Oruga, como si la hubiese oído; y al momento siguiente se perdió de vista.












1865







Ilustración de John Tenniel








Traducción de Jaime de Ojeda










1 comentario:

Anónimo dijo...

¿te metiste en los hongos alucinógenos?