martes, noviembre 30, 2010

“Los ayudantes”, de Giorgio Agamben







En las novelas de Kafka vienen a nuestro encuentro criaturas que se definen como "ayudantes" (Gehilfen). Pero en verdad ellas no parecen estar en condiciones de dar ninguna ayuda. No entienden nada, no tienen "instrumentos", no hacen más que combinar tonterías con chiquilinadas, son "molestos" y encima a veces "descarados" y "lascivos". En cuanto a su aspecto, son tan parecidos que se distinguen solamente por el nombre (Arturo, Jeremías), se asemejan "como serpientes". Y sin embargo, son observadores atentos, son "esbeltos" y "desenvueltos", tienen ojos centelleantes y, en contraste con sus modales pueriles, sus rostros parecen de adultos, "de estudiantes, casi", y sus barbas son largas y abundantes. Alguno, no se sabe bien quién, nos los ha asignado y no es fácil sacárselos de encima. En suma, "nosotros no sabemos quiénes son", acaso son los "enviados" del enemigo (lo cual explicaría por qué no hacen otra cosa que apostarse y espiar). Y aun así se asemejan a ángeles, a mensajeros que ignoran el contenido de las cartas que deben entregar, pero cuya sonrisa, cuya mirada, cuyo propio andar "parece un mensaje".

Cada uno de nosotros ha conocido a estas criaturas que Benjamin define como "crepusculares" e incompletas, similares a los gandharva de las sagas de la India, mitad genios celestes, mitad demonios. "Ninguna tiene puesto fijo, contornos netos e inconfundibles; no hay una que no esté en actitud de alzarse o de caer; ninguna que no pueda intercambiarse con su enemigo o con su vecino; ninguna que no haya cumplido ya su edad y que no sea todavía inmadura; ninguna que no esté profundamente exhausta aunque se encuentre recién al inicio de un largo viaje". Más inteligentes y dotados que otros de nuestros amigos, siempre absortos en fantasías y proyectos para los cuales parecen tener todas las cualidades, no logran, sin embargo, terminar nada y se quedan generalmente sin obra. Ellos encarnan el tipo del eterno estudiante y del embaucador que envejece mal y que al final debemos, aunque sea de mala gana, dejar a nuestras espaldas. No obstante, algo en ellos, un gesto inconcluso, una gracia imprevista, una cierta matemática jactanciosa en los juicios y en el gusto, una soltura aérea de los miembros y de las palabras testimonia acerca de su pertenencia a un mundo complementario, alude a una ciudadanía perdida o a un otro lado inviolable. En este sentido, nos han dado una ayuda, aun si no alcanzamos a definir de qué clase. Quizá consista precisamente en el hecho de ser imposibles de ayudar, en su obstinado "por nosotros no hay nada qué hacer"; pero, precisamente por esto sabemos, al final, que los hemos traicionado de algún modo.

Acaso porque el niño es un ser incompleto, la literatura para la infancia está llena de ayudantes, seres paralelos y aproximativos, demasiado pequeños o demasiado grandes, gnomos, larvas, gigantes buenos, hadas y genios caprichosos, grillos y caracoles que hablan, borricos que cagan dinero y otras criaturitas encantadas que en el momento del peligro logran por milagro sacar del problema a la buena princesita o a Juan Sin Miedo. Son los personajes que el narrador olvida al final de la historia, cuando los protagonistas viven felices y contentos hasta el fin de sus días; pero de ellos, de aquella "gentuza” inclasificable a la cual, en el fondo, le deben todo, no se sabe nada más. Y sin embargo, traten de preguntarle a Próspero, cuando ha renunciado a todos sus encantos y regresa con los otros humanos a su ducado, qué tal es la vida sin Ariel.

Un tipo perfecto de ayudante es Pinocho, la maravillosa marioneta que Geppetto quiso fabricarse para dar la vuelta al mundo con ella y ganar así "un mendrugo de pan y un vaso de vino". Ni vivo ni muerto, medio golem y medio robot, siempre listo para ceder a todas las tentaciones y a prometer, un instante después, que "de hoy en adelante seré bueno", este arquetipo eterno de la seriedad y de la gracia de lo inhumano, en la primera versión de la novela, antes de que al autor se le ocurriera la idea de agregarle un final edificante, en un cierto momento "estira la pata" y muere del modo más vergonzoso, sin convertirse en un muchacho. Y un ayudante es también Espárrago, con aquella "apariencia seca, enjuta y esmirriada, como un pabilo nuevo de una lámpara de noche", que anuncia a los compañeros la existencia del País de la Abundancia y se ríe a carcajadas cuando se da cuenta de que les han crecido orejas de burro. Del mismo material son los "asistentes" de Walser, ocupados en forma irreparable y obstinada en colaborar con una obra del todo superflua, por no decir incalificable. Si estudian -y parece que estudian duro- es para convertirse en verdaderos ceros a la izquierda. ¿Y por qué deberían ayudar en aquello que el mundo considera serio, visto que en verdad no es otra cosa que locura? Prefieren pasear. Y si, caminando, encuentran un perro u otro ser viviente, le murmuran: "no tengo nada para darte, querido animal; te daría gustoso cualquier cosa si la tuviese". Excepto, al final, cuando se tienden sobre un prado para llorar amargamente su "estúpida existencia de mocoso presumido".

Incluso entre las cosas existen ayudantes. Quién no conserva estos objetos inútiles, mitad recuerdo, mitad talismán, de los cuales se avergüenza un poco, pero a los cuales no quisiera por nada del mundo renunciar. Se trata, a veces, de un viejo juguete que sobrevivió a los estragos infantiles, de un estuche de escolar que custodia un olor perdido o de una camiseta encogida que seguimos guardando, sin ninguna razón, en el cajón de las camisas "de hombre". Algo por el estilo debía ser, para Kane, el trineo Rosebud. O para sus perseguidores, el halcón maltés que, al final, se revela como hecho "de la misma materia de los sueños". O el motorcito de bicicleta transformado en batidora, de la cual habla Sohn-Rethel en su estupenda descripción de Nápoles. ¿Dónde van a terminar estos objetos-ayudantes, estos testimonios de un edén inconfesado? ¿No existe para ellos un depósito, un arca en la cual serán recogidos por lo que dure la eternidad, como la genizah en la que los judíos guardan los viejos libros ilegibles, porque en ellos podría estar escrito para siempre el nombre de Dios?

El capítulo 366 de Las iluminaciones de la Meca, la obra maestra del gran sufí lbn Arabi, está dedicado a los "ayudantes del Mesías". Estos ayudantes (wuzara, plural de wazir; es el visir que hemos encontrado tantas veces en Las mil y una noches) son hombres que, en el tiempo profano, poseen ya las características del tiempo mesiánico, pertenecen ya al último día. Curiosamente -aunque quizá por esto mismo-- ellos son elegidos entre los no-árabes, son extranjeros entre los árabes aunque hablan en su lengua. El Mahdi, el mesías que viene al final de los tiempos, necesita de sus ayudantes, que son de alguna manera sus guías, aun si ellos no son, en verdad, otra cosa que la personificación de las cualidades o "estaciones" de su propia sabiduría. "El Mahdi toma sus decisiones y pronuncia sus juicios sólo después de haber consultado con ellos, dado que son los verdaderos conocedores de aquello que existe en la realidad divina". Gracias a sus ayudantes, el Mahdi puede comprender la lengua de los animales y extender su justicia tanto a los hombres como a los djinn. Una de las cualidades de los ayudantes es, de hecho, la de ser "traductores" (mutarjim) de la lengua de Dios a la lengua de los hombres. Según lbn Arabi, todo el mundo no es otra cosa que una traducción de la lengua divina y los ayudantes son, en este sentido, los operarios de una incesante teofanía, de una continua revelación. Otra cualidad de los ayudantes es la "visión penetrante", con la que reconocen a los "hombres del invisible", es decir a los ángeles y otros mensajeros que se esconden en formas humanas o animales. Pero, ¿cómo se hace para reconocer a los ayudantes, los traductores? Si, siendo extranjeros, se esconden entre los fieles, ¿quién tendrá la visión para distinguir a los visionarios? Una criatura intermedia entre los wuzara y los ayudantes de Kafka es el hombrecito jorobado que Benjamin evoca en sus recuerdos infantiles. Este "inquilino de la vida torcida" no es solamente una cifra de la torpeza pueril, no es sólo el pícaro que roba el vaso a quien quiere beber y la plegaria a quien quiere rezar. Antes que nada, quien lo mira "pierde la capacidad de prestar atención". A sí mismo y al hombrecito. El jorobadito es, de hecho, el representante de lo olvidado, que se presenta para exigir en cada cosa la parte de olvido. Y esta parte tiene que ver con e! fin de los tiempos, así como la negligencia no es otra cosa que un anticipo de la redención. Las torceduras, la joroba, las torpezas son la forma que sume las cosas en el olvido. Y aquello que nosotros hemos olvidado por siempre es el Reino, nosotros que vivimos "como si no fuéramos Reino". Pero cuando el Mesías venga, lo torcido se pondrá derecho, el impedimento se volverá desenvoltura y el olvido se recordará a sí mismo. Porque, está dicho, "a ellos y a sus semejantes, a los imperfectos y a los inhábiles, les ha sido dada la esperanza".

La idea de que el Reino esté presente en el tiempo profano en formas bizcas y torcidas, que los elementos del estado final se escondan precisamente en aquello que hoy aparece como infame y digno de burla, que la vergüenza, en suma, tenga secretamente algo que ver con la gloria, es un profundo tema mesiánico. Todo aquello que ahora nos aparece como canallesco e inepto es la prenda que deberemos rescatar en el último día, y quien nos guiará hacia la salvación será precisamente el compañero que se ha perdido por el camino. Es su rostro el que reconoceremos en el ángel que hace sonar la trompeta o en aquel que, distraído, deja caer de su mano el libro de la vida. La gota de luz que aflora en nuestros defectos y en nuestras pequeñas abyecciones no era otra cosa sino la redención. Ayudantes, en este sentido, fueron también el mal compañero de escuela que nos pasó por debajo del banco las primeras fotografías pornográficas o el sórdido cuartito en el cual alguno nos mostró por primera vez sus desnudeces. Los ayudantes son nuestros deseos insatisfechos, aquellos que no nos confesamos siquiera a nosotros mismos, que en el día del juicio vendrán a nuestro encuentro sonriendo como Arturo y Jeremías. Ese día, alguno nos descontará nuestros rubores como pagarés para el paraíso. Reinar no significa cumplir con todo. Significa que lo incumplido es aquello que permanece.

El ayudante es la figura de lo que se pierde. 0, mejor dicho, de la relación con lo perdido. Se refiere a todo aquello que, tanto en la vida colectiva como en la individual, se olvida a cada instante; se refiere a la masa infinita de lo que de por sí se pierde irremediablemente. A cada instante, la medida del olvido y de la ruina, el derroche ontológico que llevamos con nosotros, excede en mucho la piedad de nuestros recuerdos y de nuestra conciencia. Pero este caos informe de lo olvidado, que nos acompaña como un golem silencioso, no es inerte ni es ineficaz. Por el contrario, actúa en nosotros con no menos fuerza que los recuerdos conscientes, si bien de una manera distinta. Constituye una fuerza y casi una invectiva de lo olvidado que no puede medirse en términos de conciencia ni ser acumulado como un patrimonio, pero cuya insistencia determina el rango de todo saber y de toda conciencia. Aquello que lo perdido exige no es ser recordado o complacido, sino permanecer en nosotros en tanto que olvidado, en tanto que perdido, y únicamente por esto, inolvidable. En todo esto, el ayudante cumple un papel importante. Él es quien concluye el texto de lo inolvidable y lo traduce a la lengua de los sordomudos. De allí su gesticular obstinado, de allí su impasible rostro de mimo. De allí, incluso, su irremediable ambigüedad. Porque de lo inolvidable sólo se puede hacer parodia. El puesto del rincón está vacío. A los costados y alrededor trabajan los ayudantes, que de ese modo preparan el Reino.






en Profanaciones, 2005















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