Entre los hombres no hizo amigos. A Bibiano y a mí, cuando nos veía, nos saludaba correctamente pero sin exteriorizar el menor signo de familiaridad, pese a que nos veíamos, entre el taller de Stein y el taller de Soto, unas ocho o nueve horas a la semana. Los hombres no parecían importarle en lo más mínimo. Vivía solo, en su casa había algo extraño (según Bibiano), carecía del orgullo pueril que los demás poetas solían tener por su propia obra, era amigo no sólo de las muchachas más hermosas de mi época (las hermanas Garmendia) sino que también había conquistado a las dos mujeres del taller de Diego Soto, en una palabra era el blanco de la envidia de Bibiano O'Ryan y de la mía propia, Y nadie lo conocía.
Juan Stein y Diego Soto, que para mí y para Bibiano eran las personas más inteligentes de Concepción, no se dieron cuenta de nada. Las hermanas Garmendia tampoco, al contrario, en dos ocasiones Angélica alabó delante de mí las virtudes de Ruiz-Tagle: serio, formal, de mente ordenada, con una gran capacidad de escuchar a los demás. Bibiano y yo lo odiábamos, pero tampoco nos dimos cuenta de nada. Sólo la Gorda Posadas captó algo de lo que en realidad se movía detrás de Ruiz-Tagle. Recuerdo la noche en que hablamos. Habíamos ido al cine y tras la película nos metimos en un restaurant del centro. Bibiano llevaba una carpeta con textos de la gente del taller de Stein y del taller de Soto para su undécima breve antología de jóvenes poetas de Concepción que ningún periódico publicaría. La Gorda Posadas y yo nos dedicamos a curiosear entre los papeles. ¿A quiénes vas a antologar?, pregunté sabiendo que yo era uno de los seleccionados. (En caso contrario mi amistad con Bibiano se hubiera roto probablemente al día siguiente). A ti, dijo Bibiano, a Martita (la Gorda), a Verónica y Angélica, por supuesto, a Carmen, luego nombró a dos poetas, uno del taller de Stein y el otro del taller de Soto, y finalmente dijo el nombre de Ruiz-Tagle. Recuerdo que la Gorda se quedó callada un momento mientras sus dedos (permanentemente manchados de tinta y con las uñas más bien sucias, cosa que parecía extraña en una estudiante de medicina, si bien la Gorda cuando hablaba de su carrera lo hacía en términos tan lánguidos que a uno no le quedaban dudas de que jamás obtendría el diploma) escudriñaban entre los papeles hasta dar con las tres cuartillas de Ruiz-Tagle. No lo incluyas, dijo de pronto. ¿A Ruiz-Tagle?, pregunté yo sin creer lo que oía pues la Gorda era una devota admiradora suya. Bibiano, por el contrario, no dijo nada. Los tres poemas eran cortos, ninguno pasaba de los diez versos: uno hablaba de un paisaje, describía un paisaje, árboles, un camino de tierra, una casa alejada del camino, cercados de madera, colinas, nubes; según Bibiano era «muy japonés»; en mi opinión era como si lo hubiera escrito Jorge Teillier después de sufrir una conmoción cerebral. El segundo poema hablaba del aire (se llamaba Aire) que se colaba por las junturas de una casa de piedra. (En éste era como si Teillier se hubiera quedado afásico y persistiera en su empeño literario, lo que no hubiera debido extrañarme pues ya entonces, en el 73, la mitad por lo menos de los hijos putativos de Teillier se habían quedado afásicos y persistían). El último lo he olvidado completamente. Sólo recuerdo que en algún momento aparecía sin que viniera a cuento (o eso me pareció a mí) un cuchillo. ¿Por qué crees que no lo debo incluir?, preguntó Bibiano con un brazo extendido sobre la mesa y la cabeza apoyada en éste, como si el brazo fuera la almohada y la mesa la cama de su dormitorio. Creí que eran ustedes amigos, dije yo. Y lo somos, dijo la Gorda, pero igual yo no lo metería. ¿Por qué?, dijo Bibiano. La Gorda se encogió de hombros. Es como si no fueran poemas suyos, dijo después. Suyos de verdad, no sé si me explico. Explícate, dijo Bibiano. La Gorda me miró a los ojos (yo estaba frente a ella y Bibiano, a su lado, parecía dormido) y dijo: Alberto es un buen poeta, pero aún no ha explotado. ¿Quieres decir que es virgen?, dijo Bibiano, pero ni la Gorda ni yo le hicimos caso. ¿Tú has leído otras cosas de él?, quise saber yo. ¿Qué escribe, cómo escribe? La Gorda se sonrió para sus adentros, como si ella misma no creyera lo que a continuación iba a decirnos. Alberto, dijo, va a revolucionar la poesía chilena. ¿Pero tú has leído algo o estás hablando de una intuición que tienes? La Gorda hizo un sonido con la nariz y se quedó callada. El otro día, dijo de pronto, fui a su casa. No dijimos nada pero vi que Bibiano, recostado sobre la mesa, se sonreía y la miraba con ternura. No era esperada, por supuesto, aclaró la Gorda. Ya sé lo que quieres decir, dijo Bibiano. Alberto se sinceró conmigo, dijo la Gorda. No me imagino a Ruiz-Tagle sincerándose con nadie, dijo Bibiano. Todo el mundo cree que está enamorado de la Verónica Garmendia, dijo la Gorda, pero no es verdad. ¿Te lo dijo él?, preguntó Bibiano. La Gorda se sonrió como si estuviera en posesión de un gran secreto. No me gusta esta mujer, recuerdo que pensé entonces. Tendrá talento, será inteligente, es una compañera, pero no me gusta. No, no me lo dijo él, dijo la Gorda, aunque él me cuenta cosas que a otros no les cuenta. Querrás decir a otras, dijo Bibiano. Eso, a las otras, dijo la Gorda. ¿Y qué cosas te cuenta? La Gorda pensó durante un rato antes de responder. De la nueva poesía, pues, de qué otra cosa. ¿La que él piensa escribir?, dijo Bibiano con escepticismo. La que él va a hacer, dijo la Gorda. ¿Y saben por qué estoy tan segura? Por su voluntad. Durante un momento esperó que le preguntáramos algo más. Tiene una voluntad de hierro, añadió, ustedes no lo conocen. Era tarde. Bibiano miró a la Gorda y se levantó para pagar. ¿Si tienes tanta fe en él por qué no quieres que Bibiano lo meta en su antología?, pregunté. Nos pusimos las bufandas en el cuello (nunca he vuelto a usar bufandas tan largas como entonces) y salimos al frío de la calle. Porque no son sus poemas, dijo la Gorda. ¿Y tú cómo lo sabes?, pregunté exasperado. Porque conozco a las personas, dijo la Gorda con voz triste y mirando la calle vacía.
1996
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