Joaquín Edwards Bello, que creía en la mala suerte, pudo caracterizar el Centenario como uno de esos períodos en que el hado se ensañaba contra Chile; si este cronista viviera hoy, seguramente escribiría una columna comparando los designios del destino que, en ambas efemérides, tuvo un terremoto. En Valparaíso, en 1906, y en la zona central, en febrero de 2010. Si extremamos la comparación, en 1907 ocurrió la Matanza de Santa María de Iquique y, recientemente, la tragedia de los 33 mineros atrapados en la mina San José, cercana a Copiapó.
Esto del sino trágico de Chile no es más que un mito – por cierto que nadie puede evitar los terremotos, que no son producto de la voluntad humana, ni castigo de Dios – sin embargo, hay formas de enfrentar las catástrofes, pero con un modelo de castas en el poder como el actual, que terminan por radicalizar sus efectos, sobretodo en los pobres, poco se puede esperar para cambiar la forma de enfrentar los estragos de fenómenos naturales.
En ambos Centenarios la oligarquía y las castas neoliberales actuales han sido cultoras de un modelo cuyo centro es el lucro ilimitado, que no considera como seres humanos a los trabajadores y los arriesga a la muerte. Es el caso actual de la mina San José, y también es la masacre, como fue la Matanza de Santa María de Iquique-.
Tanto las víctimas del reciente terremoto en la zona central, como los familiares de los 33 mineros atrapados en la mina de San José padecen la explotación de una clase empresarial inmisericorde, cuyo único interés es el enriquecimiento sin límites, unos verdaderos cultores de “Mammon”. Ya existen demasiadas pruebas de negligencia culpable, no sólo por parte de los propietarios de la mina, sino también de organismos del Estado, que incumplieron el deber de fiscalizar el funcionamiento de las faenas y, especialmente, proteger la vida de los mineros.
Todos deseamos que los mineros sean rescatados con vida, sin embargo, esta tragedia marcará un antes y un después en el repugnante Chile neoliberal que luce brillantes cifras macroeconómicas, pero que desde el punto de vista de las dignidad de las condiciones de los trabajadores no hemos avanzado un ápice desde 1910 hasta nuestros días. Chile es un país fracturado: desde condiciones de seguridad moderna en la gran minería, hasta monstruosas en las medianas y pequeñas faenas que muchas veces, son propias de la esclavitud, amén de las enormes diferencias en distintos campos del mundo del trabajo.
En 1910, a causa de la muerte de dos presidentes, en el mismo mes, Pedro Montt y Elías Fernández Alvano, algunos prohombres propusieron postergar las festividades de conmemoración del Centenario, pero los señorones y doñas de la oligarquía tenían el festín preparado y, para dilapidarlo, estaban los dineros fiscales. A lo mejor, no faltará hoy, para el Bicentenario, encontrar motivos – y que los hay y muchos – para suspender festividades, cuyo sentido es muy discutible en un país que trata como ilotas a sus trabajadores, que se ven forzados a arriesgar su vida para poder subsistir, ellos y sus familias. Era perfectamente conocido que el “chiflón del diablo” de la mina San José había sido clausurado y, luego, reabierta por presión ante las autoridades de turno, ignorando que representaba un verdadero peligro de muerte para los trabajadores. En el Chile prepotente del Bicentenario, enviar al sepulcro a los pobres tiene poco significado humano para los empresarios, cuyo único centro es el enriquecimiento ilimitado.
Como lo he escrito varias veces, lo más miserable de este Bicentenario es que reina un conformismo de tal manera servil que, ni siquiera, los intelectuales – hoy transformados en funcionarios del ministerio Cultura – poco o nada denuncian sobre las verdaderas iniquidades de la nación, donde existe la brecha más pronunciada entre ricos y pobres. En 2010 ni siquiera tendremos a los críticos del Centenario que, al menos, denunciaron la crisis moral de la época; en el Chile de hoy, los empresarios, los especuladores, los jugadores de la Bolsa, son los verdaderos dueños del poder. No hay partido político dispuesto a cambiar – ni de derecha, ni de izquierda- la única diferencia que existe entre la Coalición por el Cambio y la Concertación es si recurren a la “caja Chica” o a la “caja grande”: ambas combinaciones saben vivir perfectamente bien a costa del país.
El terremoto y maremoto, sumados a la catástrofe minera, se están constituyendo en símbolos de un Chile cuya forma brutal de trato a los trabajadores, a los pobres del campo y la ciudad y a los estudiantes es cada día más inaceptable. Lo terrible es que este drama se desarrolla en el reinado del borreguismo más absoluto, con chilenos de una paciencia musulmana, dispuestos a soportar cualquier tipo de injusticia y de degradación humana. La república murió el 11 de septiembre de 1973, por consiguiente, no tenemos nada qué celebrar el 18 de septiembre de 2010, máxime cuando se está en peligro de derramar sangre obrera.
Esto del sino trágico de Chile no es más que un mito – por cierto que nadie puede evitar los terremotos, que no son producto de la voluntad humana, ni castigo de Dios – sin embargo, hay formas de enfrentar las catástrofes, pero con un modelo de castas en el poder como el actual, que terminan por radicalizar sus efectos, sobretodo en los pobres, poco se puede esperar para cambiar la forma de enfrentar los estragos de fenómenos naturales.
En ambos Centenarios la oligarquía y las castas neoliberales actuales han sido cultoras de un modelo cuyo centro es el lucro ilimitado, que no considera como seres humanos a los trabajadores y los arriesga a la muerte. Es el caso actual de la mina San José, y también es la masacre, como fue la Matanza de Santa María de Iquique-.
Tanto las víctimas del reciente terremoto en la zona central, como los familiares de los 33 mineros atrapados en la mina de San José padecen la explotación de una clase empresarial inmisericorde, cuyo único interés es el enriquecimiento sin límites, unos verdaderos cultores de “Mammon”. Ya existen demasiadas pruebas de negligencia culpable, no sólo por parte de los propietarios de la mina, sino también de organismos del Estado, que incumplieron el deber de fiscalizar el funcionamiento de las faenas y, especialmente, proteger la vida de los mineros.
Todos deseamos que los mineros sean rescatados con vida, sin embargo, esta tragedia marcará un antes y un después en el repugnante Chile neoliberal que luce brillantes cifras macroeconómicas, pero que desde el punto de vista de las dignidad de las condiciones de los trabajadores no hemos avanzado un ápice desde 1910 hasta nuestros días. Chile es un país fracturado: desde condiciones de seguridad moderna en la gran minería, hasta monstruosas en las medianas y pequeñas faenas que muchas veces, son propias de la esclavitud, amén de las enormes diferencias en distintos campos del mundo del trabajo.
En 1910, a causa de la muerte de dos presidentes, en el mismo mes, Pedro Montt y Elías Fernández Alvano, algunos prohombres propusieron postergar las festividades de conmemoración del Centenario, pero los señorones y doñas de la oligarquía tenían el festín preparado y, para dilapidarlo, estaban los dineros fiscales. A lo mejor, no faltará hoy, para el Bicentenario, encontrar motivos – y que los hay y muchos – para suspender festividades, cuyo sentido es muy discutible en un país que trata como ilotas a sus trabajadores, que se ven forzados a arriesgar su vida para poder subsistir, ellos y sus familias. Era perfectamente conocido que el “chiflón del diablo” de la mina San José había sido clausurado y, luego, reabierta por presión ante las autoridades de turno, ignorando que representaba un verdadero peligro de muerte para los trabajadores. En el Chile prepotente del Bicentenario, enviar al sepulcro a los pobres tiene poco significado humano para los empresarios, cuyo único centro es el enriquecimiento ilimitado.
Como lo he escrito varias veces, lo más miserable de este Bicentenario es que reina un conformismo de tal manera servil que, ni siquiera, los intelectuales – hoy transformados en funcionarios del ministerio Cultura – poco o nada denuncian sobre las verdaderas iniquidades de la nación, donde existe la brecha más pronunciada entre ricos y pobres. En 2010 ni siquiera tendremos a los críticos del Centenario que, al menos, denunciaron la crisis moral de la época; en el Chile de hoy, los empresarios, los especuladores, los jugadores de la Bolsa, son los verdaderos dueños del poder. No hay partido político dispuesto a cambiar – ni de derecha, ni de izquierda- la única diferencia que existe entre la Coalición por el Cambio y la Concertación es si recurren a la “caja Chica” o a la “caja grande”: ambas combinaciones saben vivir perfectamente bien a costa del país.
El terremoto y maremoto, sumados a la catástrofe minera, se están constituyendo en símbolos de un Chile cuya forma brutal de trato a los trabajadores, a los pobres del campo y la ciudad y a los estudiantes es cada día más inaceptable. Lo terrible es que este drama se desarrolla en el reinado del borreguismo más absoluto, con chilenos de una paciencia musulmana, dispuestos a soportar cualquier tipo de injusticia y de degradación humana. La república murió el 11 de septiembre de 1973, por consiguiente, no tenemos nada qué celebrar el 18 de septiembre de 2010, máxime cuando se está en peligro de derramar sangre obrera.
en El Clarín, 21 de agosto, 2010
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