jueves, septiembre 30, 2010

“Dios de las venganzas”, de Ernesto Cardenal

Salmo 93






Dios de las venganzas
Dios de las venganzas
                         muéstrate!
                         ¿Hasta cuándo Señor?
¿Hasta cuándo Señor triunfará su partido?
Sus palabras son pura propaganda
                         y no hablan sino slogans
Defiende Señor a los explotados
                         y a las clases oprimidas
Los ateos dicen que no existes
“Son las fuerzas ciegas de la Naturaleza”
                         dicen ellos
O: “Es el Inconsciente”
El que hizo las células del oído
                         ¿no va a oír?
El que inventó la cámara fotográfica del ojo
                         ¿no va a ver?
Todos nuestros pensamientos están en tus archivos
Todas nuestras palabras están grabadas
Bienaventurado el hombre al que tú le das clases Señor
y le das sabiduría
Sin necesidad de tranquilizantes
                         estará tranquilo

El Señor no abandona a su pueblo
no desampara a los explotados
Y volverá un día la justicia a los Tribunales de Justicia
y los jueces serán justos
¿Quiénes son los partidarios de nosotros?
Si tú no nos hubieras defendido ya nos habrían liquidado
En las grandes persecuciones
alegraban mi alma tus consuelos
¿Pueden ser aliados tuyos los tiranos?

Pero el Señor es mi defensa
Arrojará sobre ellos las balas de ellos mismos
y con su sistema político los aniquilará
los aniquilará el Señor





en Salmos, 1964













miércoles, septiembre 29, 2010

"Rayuela", de Julio Cortázar

Capítulo 68



Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.














1963

















martes, septiembre 28, 2010

“Copy-Paste: La técnica del Neoconceptualismo”, de Alan Meller






Si alguien cree en las relaciones causales. Si alguien cree que al observar un hielo derretirse bajo una llama de fuego, puede establecer una ley tal como: el agua pasa de estado sólido a líquido tras aplicarle calor. Si alguien cree en la ciencia y cree que pueden desplazarse dichas categorías a un estudio literario. Si alguien cree que la realidad es la simiente desde donde surge la literatura, esa persona, ese fiel creyente no podría menos que verse tentado a buscar la raíz del fenómeno llamado Neoconceptualismo en una particular herramienta tecnológica surgida hace muy poco tiempo.

Resulta seductor asociar como primera fuente del Neoconceptualismo aquellas cartas que los sicópatas de las películas de detectives dejaban en la escena del crimen como crucigramas de sus próximos asesinatos. Cartas jamás escritas por ellos. La letra del sicópata era una huella demasiado explícita. Eran cartas construidas con letras recortadas de un diario. La letra, ese mínimo reducto de la palabra escrita, no estaba hecha por el asesino. Con esa sutil estrategia, el sicópata intentaba ocultar su identidad.

Es quizás en este último punto desde donde pueda extraerse la idea de que el Neoconceptualismo tiene sus bases en este tipo de cartas, pues ambos procedimientos ocultan en algún plano la identidad del productor del texto. Sin embargo, todo parece anunciar que la técnica de los sicópatas no hubiese llegado más lejos si no nos hubiese invadido inexpugnablemente la tecnología de las computadoras, y en especial dos comandos específicos, simples y fundamentales: copiar y pegar.

Escribir con el lápiz sobre un papel, es en esencia, no muy diferente a hablar. Pensemos en una lapicera, de tinta. Pensemos en un pliego de papel con las líneas horizontales marcadas con delicadeza. El escriba (o escritor) comienza a dibujar letras, a ocupar el espacio, a llenar la superficie de la hoja con tinta negra. Cuando hablamos, desplazamos sonidos temporalmente. Las palabras ya dichas no pueden ser recuperadas (sí repetidas, pero la palabra exacta, la ya dicha no puede escucharse a menos, claro, de que dispongamos de alguna tecnología que nos permita grabar y reproducir lo antes dicho). Las palabras ya dichas no pueden ser modificadas, y, para el dolor de muchos, no pueden eliminarse como si nunca hubiesen sido pronunciadas. A nuestro escriba, rellenando hojas y hojas de tinta negra, le sucede algo parecido. Puede rayar una palabra, y hacer creer que nunca existió, desde luego. Pero no le resulta tan fácil desplazar trozos ya escritos, o anteponer extensos párrafos.

En la Baja Edad Media, por disputas políticas, el califa musulmán Omar suspendió el envío de papiros a Europa. Los escritores de la época reutilizaron los textos antiguos. Rasparon lo escrito y volvieron a escribir sobre el papiro. Pero ya no podían recuperar lo borrado. Hoy, a través de nuevas técnicas somos capaces de leer ambos textos, el escrito y el borrado, cohabitando en el mismo papiro. Pero salvo estas exiguas referencias, no es mucho más lo que se ha conocido en la historia acerca de la eliminación y recuperación de textos escritos sobre un mismo material.

Quienes se abocan a la técnica neoconceptual, tal como la conocemos hoy, trabajan exclusivamente en el computador. Esto permite una doble función. La pantalla, a diferencia del papel, admite tantas modificaciones como el autor desee. Permite guardar distintas versiones, ínfimamente mutadas, de un mismo texto. Y permite, como ya hemos adelantado más arriba, utilizar dos comandos: copiar y pegar.

El texto escrito, el libro en cuestión, aún es importante para el Neoconceptualismo, pero remontémonos a un futuro no tan distante. Imaginemos un momento histórico en el cual el hombre sea capaz de disponer, desde su computador, de cualquier texto escrito en el pasado. En esa época el neoconconceptualizador ya no necesitará copiar en la pantalla los textos escogidos para reutilizarlos en sus obras; ya no requerirá de la ayuda del teclado, aquel sutil remedo de la antigua imprenta china, sino que le bastará con el lúdico mouse y esos dos comandos: copiar y pegar, para producir sus obras.

Sin embargo, aunque no distemos mucho de esa época en la que todo lo escrito se encuentre digitalizado, un lector avezado no tardará en notar que esa época cabalmente no ha llegado, y aun así el Neoconceptualismo existe. Ese mismo lector, casi molesto se preguntará, ¿alguien podría considerar al Neoconceptualismo como una consecuencia de un fenómeno que aún no ocurre? Inteligente observación pero no muy rigurosa. No es producto de la textualidad digitalizada desde donde quien escribe este texto colige la aparición del Neoconceptualismo [1], sino que es producto de otro fenómeno: la invención de los comandos copiar y pegar [2].

La música electrónica es quizás la mejor analogía que existe para poder explicar la utilidad de estas dos herramientas. En ella el compositor, el deejay, realiza un montaje, un ensamblaje de diversas melodías, sin las antiguas distinciones entre música alta y baja, sin siquiera necesitar saber tocar un instrumento, limitándose (o atreviéndose) a copiar y pegar sonidos preexistentes y el resultado es una obra absolutamente nueva para la tradición y los auditores, modificada apenas para otorgarle coherencia rítmica al conjunto de la obra musical montada.

El copy-paste instaura una nueva lógica textual, donde cada trozo no sólo evoca un aire de intertextualidad sino que lleva más allá la noción de la teórica Julia Kristeva, quien afirma que todo texto es un intertexto, que todo texto es un mosaico de citas, noción que aludía metafóricamente a la dependencia original de la literatura, anclada en el lenguaje; y lleva mucho más allá esa noción pues elude su hálito metafórico transformando a la teoría en el innegable testimonio que otorga el Neoconceptualismo a la tradición, textos que realmente son mosaico de citas, donde no se ha hecho nada más que copiar y pegar. Sin duda, y nunca está de más volver a ello, tal como el deejay modifica sutilmente el ritmo del trozo musical que va a acoplar junto a otro, el neoconceptualizador debe modificar la morfosintaxis del texto utilizado para lograr la coherencia interna del nuevo texto. Nuevo texto ya preexistente en trozos sueltos del saber, y aglomerados en un nuevo orden que revitaliza la tradición y concede nuevas maneras de leer lo que ya se ha leído.

Entre las numerosas consecuencias que pueden derivar de una cultura inmersa en la infinita utilización del copy-paste, surgen, como las más inmediatas e irremediables: el eclecticismo y la confusión histórica. Nada impide que cohabiten en un mismo texto trozos escritos por un autor italiano del siglo XVI como Luigi Tansillo, junto a la violencia pulp del poeta indio Kunwar Narayan, junto al prolijo realismo de Chejov, junto al surrealismo cachondo de Anais Nin, junto al posmodernismo guatemalteco de Rodrigo Rey Rosa, ad eternum

¿Qué implica esta exuberante suma de eclecticismo textual? Sin duda, la inevitable pérdida de valoración de los discursos. Entre tanta cita será imposible discernir de dónde ha surgido éste o aquél párrafo, y por ello perderá el gravitante dominio que su autor poseía sobre él, y sólo quedará la calidad intrínseca del texto y sobre ello resaltará la destreza que el montajista, aquí llamado neoconceptualizador, posea sobre los textos.

Copiar y pegar puede parecer algo sencillo, un juego de niños, pero tras este tentador equívoco subyace otra realidad más señera: copiar y pegar es una técnica que cualquiera puede utilizar, pero cuyo resultado dependerá exclusivamente de la intuición estética que posea el neoconceptualizador.

Copiar y pegar es una técnica. Neoconceptualizar, un arte.






Notas

[1] Aquel fenómeno sólo facilitará la forma de producción de los textos neoconceptuales.
[2] Los más posmodernos pretenderán invertir la causalidad estableciendo dichos comandos como una consecuencia de la aparición del Neoconceptualismo.





2001

















lunes, septiembre 27, 2010

Carta de Diego Portales a Antonio Garfias

10 de Diciembre de 1831



Señor don Antonio Garfias.

Mi don Antonio:

Dígale Ud. a los culiados que creen que conmigo sólo puede haber Gobierno y orden, que yo estoy muy lejos de pensar así y que si un día me agarré los fundillos y tomé un palo para dar tranquilidad al país, fue sólo para que los jodidos y las putas de Santiago me dejaran trabajar en paz. Huevones y putas son los que joden al Gobierno y son ellos los que ponen piedras al buen camino de éste. Nadie quiere vivir sin el apoyo del elefante blanco del Gobierno y cuando los hijos de puta no son satisfechos en sus caprichos, los pipiolos son unos dignos caballeros al lado de estos cojudos. Las familias de rango de la capital, todas jodidas, beatas y malas, obran con un peso enorme para la buena marcha de la administración. Dígales que si en mala hora se me antoja volver al Gobierno, colgaré de un coco a los huevones y a las putas les sacaré la chucha ¡Hasta cuándo... estos mierdas! Y Ud., mi don Antonio, no vuelva a escribirme cartas de empeño, si no desea una frisca que no olvidará fácilmente.

No desea escribirle más su amigo.


D. Portales.












domingo, septiembre 26, 2010

"La conjura de los necios", de John Kennedy Toole

Fragmento





Apartó la vista de la ventanilla cuando el hombre de la barba pelirroja se alejaba corriendo, y abrió la revista Life que le había dado Darlene. En el Noche de Alegría, al menos Darlene había sido amable con él. Darlene estaba suscrita a Life porque quería cultivarse y, al darle a Jones la revista, había sugerido que quizás también pudiera serle útil. Jones intentó adentrarse por una editorial sobre la política norteamericana en Extremo Oriente, pero lo dejó hacia la mitad, preguntándose cómo aquello podría ayudar a Darlene a convertirse en una exótica, que era el objetivo al que ella había aludido una y otra vez. Pasó a los anuncios, pues eran las cosas que le interesaban de la revista. La selección de aquella revista era excelente. Le gustó mucho el anuncio de Seguros de Vida Etna, con la fotografía de la maravillosa casa que acababa de comprarse una pareja. El hombre de loción para el afeitado YARDLEY parecía un tipo rico y desenvuelto. En eso podía ayudarle la revista. Él quería tener el mismo aspecto que aquellos individuos.





1980














sábado, septiembre 25, 2010

"Recuerdos de un patriarca del fútbol". Entrevista a Fernando Riera, de Luis Urrutia O'Nell (Chomsky)

Santiago de Chile, 20 de julio de 1920 - 23 de septiembre de 2010



El fútbol es un juego colectivo que se valoriza por las individualidades
Fernando Riera

En una familia de futbolistas era natural que Fernando Riera siguiera los pasos de sus hermanos Jaime, Melchor y Guillermo. “Nací como jugador en Santa Laura, en Unión Española... Estuve allí hasta que el club se disolvió por la Guerra Civil Española. La colonia vestía el uniforme de la Falange, boina y pantalón negros, e iba al estadio a insultar y arrojar cosas. Yo era puntero y como jugaba al lado de la reja todo resultaba desagradable. Había debutado en Primera División un mes antes de cumplir los 17 años...” Vivía Riera en la empedrada calle Pedro de Valdivia, cerca de la plaza, por donde pasaban caballos y el tranvía 34. Estudiaba en el colegio San Ignacio, en Alonso Ovalle con San Ignacio, cerca de los palacios de las familias Falabella y Astaburuaga. Había sólo un recreo (”el de la una”), los postes del patio servían de arcos y los 45 minutos se pasaban volando. Los estadios eran Campos de Sports, donde ahora está el Estadio Nacional, y el de Carabineros, por Balmaceda abajo, más allá de la Estación Mapocho y del Canódromo. “En el estadio de Carabineros recuerdo haber enfrentado a Obdulio Varela, que venía en un equipo uruguayo que no era Peñarol ni Nacional, de camiseta negra y blanca”.

Chomsky: ¿Cuáles eran sus características de jugador?
Fernando Riera: Tenía buena técnica, excelente para ese tiempo, porque jugaba mucho a dominar una pelota de tenis rebotándola contra la madera, la muralla. Usaba las dos piernas y muy valiente no era para entrar... Por consejo de Melchor que me dijo “siempre tendrás el puesto”, jugué de wing izquierdo. Llevaba el “11″ en la espalda y era diestro, pero mucha gente creía que era zurdo.

De Unión Española pasó a Universidad Católica...
Lo lógico habría sido que fuese a Universidad de Chile, porque ahí estudiaba mi hermano Jaime y jugaba el argentino Alejandro Scopelli, quien era el entrenador de la selección universitaria... Unión Española le había puesto precio a cada futbolista, y la suma se repartía en partes iguales entre el jugador y la institución. Con el dinero que recibí invité a mis amigos al Centro Español.

¿Dónde estaba en esa época?
En la calle Huérfanos, frente al cine Victoria. Claro, al lado del “Bim Bam Bum”... Yo estaba a punto de ir a Santiago Morning, más que nada por la admiración que sentía por el centrodelantero Raúl Toro Julio, cuando me topé frente al Centro Español con dirigentes de Universidad Católica, entre ellos Exequiel Bolumburu, quien también era jugador titular, y me llevaron al club...

De acuerdo con algunos contemporáneos, Raúl Toro fue el mejor jugador chileno de todos los tiempos. Según otros, era lento y no habría podido jugar en el fútbol actual...
O habría dejado o se habría entrenado como hicimos todos... Éramos semiprofesionales, sólo entrenábamos los martes, preparación física, y los jueves, el partido con la reserva. Y los martes todos teníamos algo que hacer... Raúl Toro fue un genio, le pegaba muy bien a la pelota con los dos pies, era un gran cabeceador, goleador, valiente, dribleaba, tocaba... El que a veces me hace acordar de Toro en algunas jugadas es el brasileño Romario...

¿Cuándo empieza el profesionalismo?
Con el argentino Antonio de Mares, un ex half izquierdo de Racing, de entrenador. Con él comenzamos a entrenar todos los días. Tenía un carácter fenomenal y cuando uno le iba a solicitar permiso para faltar, se acercaba y empezaba a sacarte pelusas de la ropa, escuchaba y al final decía que te esperaba mañana...

¿Quién lo bautizó “Tata”?
Luis Vidal, el “Huacho”, con quien fui compañero en Unión Española y en Universidad Católica. No sé el motivo, seguramente porque yo mandaba y retaba...

Usted ganó fama por sus goles olímpicos...
Contando los partidos internacionales, debo haber convertido 11 o 12, pero el que más recuerdo es uno al “Pulpo” Simián, en un clásico universitario... La mayoría los convertí desde la izquierda con la pierna derecha, pero también anoté desde la derecha pateando con la izquierda. Buscaba la comba, en esos años no se conocía la palabra “chanfle”... Llegado el momento, la gente hacía callar y se producía un gran silencio en el estadio cuando yo iba a tirar un corner . Fue tanta la presión que decidí dejar de patear los tiros de esquina.


Chanfle

¿El uruguayo Omar Míguez popularizó en Chile el “chanfle”?
“Cotorra” Míguez le pegaba muy bien al balón, fuerte y con mucho efecto. Después, Didí hizo famoso el “chanfle”. El brasileño le pegaba suavemente a la pelota que subía y en seguida caía como una hoja en otoño, por eso se llamaba “folha seca”.

¿Es cierto que durante un clásico universitario a usted lo lesionó su hermano Jaime?
No. Muchos se quedaron en eso y algunos diarios llamaron “Caín” a Jaime. Lo que ocurrió es que estábamos juntos en esa jugada, pero el que me fracturó una costilla fue Miguel Busquets, un íntimo amigo mío. Y reforzando a Colo Colo frente a Nacional de Montevideo me quebré el peroné izquierdo. Fue una fractura simple, sin desplazamiento.

Usted fue el primer futbolista chileno en ir a Europa...
Después de ser campeones con Católica en 1949, el club hizo una gira por Europa. Lamentablemente, José Manuel Moreno prefirió quedarse en Argentina y no viajó. En esos años, que no les hablaran a los argentinos de París, para ellos no había como Buenos Aires... Jugamos en Alemania, Bélgica, Francia y España (estuvimos en Madrid, Sevilla y Mallorca, la tierra de mis viejos). Recuerdo que en cuanto descendimos del tren en París, nos fuimos directamente al Folies Bergiere... Me impresionó la organización de Europa y quise jugar allí.

La prensa francesa lo describió como un “virtuose du ballon” y “attraction”...
Ya no era puntero izquierdo, sino interior derecho. Después de Moreno, usar el “8” era un sacrilegio, pero en ese puesto se notaban más mis cualidades y menos mis defectos... El “Conejo” Scopelli, a quien le debo todo lo que se le puede deber a una persona que no sea el padre de uno, me recomendó y fui al Stade de Reims, la región de la campaña. Allí tuve la fortuna de conocer al entrenador Albert Batteux, el que dirigió a Francia en el Mundial de Suecia “58.

¿Cuándo pensó en ser entrenador?
A fines de los cuarenta. Cuando Universidad Católica jugaba partidos amistosos en fundos y pueblos chicos, el entrenador Antonio de Mares me mandaba a mí, que era el capitán, con el equipo. En Francia colaboraba con Batteux en la escuela de fútbol del Reims, pero la primera vez deseché hacer el Curso de Entrenador por eso de buen sudamericano de pensar que no lo necesitaba. Por carta, Scopelli, me subió y me bajó...

De su pasado de técnico en maderas usted aprendió a detectar a los jugadores “troncos”...
(Sonríe) Fui jefe de elaboración en barracas y en fábrica de puertas y ventanas desde 1937 a 1950. El trato con los obreros me enseñó como saber mandar a la gente que tenía a mi cargo.

¿Quiénes fueron los mejores jugadores chilenos de antes?
(Enseña una página de diario enmarcada con vidrio en la que aparecen las caricaturas de una selección de todos los tiempos, con Riera como entrenador. Están Sergio Livingstone, Luis Eyzaguirre, Elías Figueroa, Alberto Quintano, Isaac Carrasco, Enrique Hormazábal, Eladio Rojas, Jorge Toro, Jaime Ramírez, Carlos Caszely y Leonel Sánchez.)

Livingstone es indiscutido. El problema es que el “Sapo” tapó a otros grandes arqueros como Hernán Fernández... René Quitral... Daniel Chirinos... De los últimos, Roberto Rojas ¡lástima lo que hizo!, Mario Galindo... Ascanio Cortés, actuó en River Plate... Raúl Sánchez... Sergio Navarro... Francisco Hormazábal... Eladio Rojas, quien no triunfó en River Plate, porque él nunca “tragó” a los argentinos... “Chamaco” Valdés... Andrés Prieto... Atilio Cremaschi... Manuel Muñoz... Carlos Reinoso, elegido el mejor jugador extranjero en México... Mario Moreno... Pedro Araya... Raúl Toro... René Meléndez... Honorino Landa, más que Caszely, quien pudo ser más en España, creo yo... “Chocolito” Ramírez... Habría que recordar nombres y hacer una lista.


Copa del Mundo 1962

Del plantel que fue a la gira de Europa 1960, casi un equipo no llegó al Mundial: Raúl Coloma, Jorge Luco, Isaac Carrasco, Hernán Rodríguez, Mario Soto, René Meléndez, José Benito Ríos, Juan Soto y Bernardo Bello...
El colador, se decantan nombres... No quiero entrar en polémica acerca de si los procesos sirven o no. Por mí que el Mundial hubiese sido un mes después de la gira, pero fue quedando una gran unión espiritual, una fuerza unánime, a la hora que las papas queman...

El fútbol es equilibrio...
Como dijo el británico Winston Churchill, ¿cuál pata es más importante en una mesa de tres patas? En el plantel del ’62 había una base natural, no de formación, de jugadores inteligentes y con mentalidad de ver el fútbol, de contagiar el gusto por la pelotita... Había experiencia (Escuti, Raúl Sánchez, Ortiz, Musso, Ramírez)... técnica (los dos Sánchez, Toro, Ramírez, Eyzaguirre, Navarro)... velocidad (Eyzaguirre, Ramírez, Navarro, Landa)... velocidad larga (Fouillioux)... estatura y/o juego aéreo (Contreras, Cruz, Lepe, Rojas, Tobar y Campos)... inspiración (Moreno, Landa)... intuición y anticipo (Raúl Sánchez)... pausa (Toro)... sobriedad (Rojas)... disparo desde fuera del área (Rojas, Toro, Leonel Sánchez)... dinámica (Ramírez)...

¿Mario Moreno?
Le tocó el partido con Alemania Federal...

Y no contó con Jorge Toro...
El equipo bajó su rendimiento y careció de fortuna. Lo que pienso ahora, ahora, es que Moreno tendría que haber jugado contra Yugoslavia. Era partido para él más que para “Campitos” (Carlos Campos)...

Sin “Cuá-Cuá” Hormazábal usted no tenía el “8” para el Mundial y tuvo que utilizar a Toro que era el “10”...
“Cuá-Cuá” no le creyó a la cosa... Pero la idea era que jugaran los dos, como hacían y muy bien en Colo Colo. En la nómina de 40 jugadores que se enviaba antes del Mundial, yo tenía listo 39.

¿Esperaba a “Cuá-Cuá”?
Todos creían que el último cupo era para Hormazábal... Al final, inscribí a Luis Hernán Álvarez...

Guillermo Yávar, Francisco Valdés y Orlando Ramírez pudieron estar en la nómina...
Hablé con ellos y les expliqué que eran muy jóvenes, que tendrían otro Mundial por delante...

¿Existía espionaje futbolístico en esa época?
Hernán Carrasco estaba en la sede de Viña del Mar, Francisco Hormazábal en Arica y Hugo Tassara en Rancagua. Antes del partido con Brasil, imagínese si no me preocupaba Garrincha... Carrasco me dijo que en los tiros de esquina, Garrincha corría en diagonal y peinaba en el primer palo. Y de cabeza nos anotó un gol en el Estadio Nacional... De Garrincha se comentaba que la única que sabía era amagar, irse por dentro y salir por fuera, pero él partía antes de partir, eso lo inventó él...

Usted bautizó hinchaguindas a los periodistas... Lo dijo cuando el Presidente de la República Jorge Alessandri concurrió a felicitarlos e ingresó por la cocina, y usted creyó que se trataba de la prensa...
Era un término que venía de Argentina y quería decir hinchapelotas, pero lo usábamos sólo entre nosotros... La verdad de la visita de Alessandri ha sido tergiversada...

Se ha mencionado que sucedió después del partido con Alemania y fue con Brasil... Ocurrió en la casona de Hernando de Magallanes con Cristóbal Colón y algún periodista publicó que Alessandri saltó la acequia del complejo Juan Pinto Durán...
¿Ah, sí? En este living he discutido con “Tito” Fouillioux, Leonel y el “Checho” Navarro porque ellos han dado versiones de que yo estaba leyendo El Mercurio, que me habría referido mal a los periodistas y otros adornos... La entrada principal estaba por Colón, pero no se usaba. A la vuelta, por Hernando de Magallanes, estaba la de servicio y justo cuando llegó el Presidente, manejando él mismo, el carabinero de punto se hallaba en el otro lado. Sentí los alegatos del cocinero diciendo que no se podía pasar y eso fue todo... Alessandri nos dijo que de fútbol no entendía, pero nos felicitó a pesar de la derrota.


Resto del mundo

El 23 de octubre de 1963 usted dirigió la selección “Resto del Mundo” que enfrentó a Inglaterra con ocasión del centenario del fútbol inglés...
Fue un reconocimiento por el tercer lugar de Chile en 1962. Conté con los mejores jugadores (Lev Yashin, Soskic, Djalma Santos, Luis Eyzaguirre, Pluskal, Populhar, Karl Heinz Schnellinger, Dennis Law, Joseph Masopust, Alfredo Di Stéfano, Raymond Kopa, Uwe Seeler, Eusebio, Ferenc Puskas y Gento), pero no pude darme el lujo de dirigir a Pelé, por la oposición de un empresario que lo arruinó, ni a Garrincha, que se encontraba lesionado. Pelé siempre le hizo goles a mis equipos... (Ganó Inglaterra 2-1 con un gol al final y jugaron, entre otros, Gordon Banks, Bobby Moore, Jimmy Greaves y Bobby Charlton).

¿Los tres jugadores más grandes que vio?
Alfredo Di Stéfano, Pelé y José Manuel Moreno, en ese orden. ¿Diego Maradona? Las comparaciones son odiosas, pero vi jugadores tan grandes como Antonio Sastre... René Pontoni... Adolfo Pedernera...

¿Fue el portugués Eusebio lo más parecido que hubo a Pelé? ¿El holandés Johan Cruyff es comparable con Di Stéfano?
Sí. Eusebio fue impresionante. El mundo vino a descubrirlo en el partido que Portugal perdía 3-0 y ganó 5-3 ante Corea en el Mundial de Inglaterra ’66. Como todo superdotado, Eusebio no creaba problemas y te ayudaba en la cancha... Cruyff se parecía a Di Stéfano en la visión del juego y en el despliegue.

La frase de que los grandes equipos se hacen de atrás para adelante...
La inventé yo... El Santos de Pelé jugaba día por medio y convertía tres y cuatro goles por partido, pero hubo un momento en que los rivales lo empezaron a esperar y a hacerle cuatro y cinco goles por no cuidar la cocina...

Dejó Boca Juniors porque le contrataron dos jugadores (Oscar Malbernat y Carlos Pachamé) sin su consentimiento. De ahí viene su anécdota de que si uno necesita un piano y compra un Mercedes Benz, le sigue faltando el piano...
Estábamos para ser campeones, hubo una huelga de jugadores, el presidente Alberto J. Armando nunca aceptó que yo participara y la relación se resintió...

Cuando necesita llamar a Isabel, su fiel asistente, Riera utiliza el canto de los lentes ópticos para golpear un vaso...

Muy pocos saben quiénes fueron los entrenadores del Santos de Pelé (Lula) y del Real Madrid de Di Stéfano (Miguel Muñoz). ¿Por qué empezaron a cobrar tanta importancia los técnicos?
Pienso que por los resultados...

Su rivalidad con Luis Álamos, el “Zorro”...
Fue una polémica más de afuera. Yo estaba en la Católica y él en la “U”, se decía que uno era más práctico y el otro más teórico... Que un estilo de fútbol era más clásico y el otro más táctico... Que uno jugaba más lento y el otro más rápido... Uno dijo algo y el otro contestó mal... Hay momentos en que te conviene jugar más lento, hasta en el tenis se usa eso... A la gira a Europa llevé dos entrenadores: Alberto Buccicardi y Luis Álamos. Y para eso tuve que dejar abajo al utilero (Humberto: Enrique Molina), función que desempeñamos José Ruiz y yo. Todos los primeros tiempos los jugamos bien, después nos caíamos por una cuestión de ritmo. Frente a Bélgica, el propio Álamos dijo que había que tocar y aguantar. Pusimos a René Meléndez, que le paró el tránsito a los belgas y ese fue el primer partido que no perdimos...

¿Su peor momento en el fútbol es el penal que Enrique Marín le sancionó a Alberto Quintano en Lota?
Privó a la “U” de ser campeón en 1980...

Le impidió disputar el título con el Cobreloa que sería dos veces vicecampeón de la Copa Libertadores...
Creo que en el Estadio Nacional le habríamos ganado... Lo que me molesta es que Marín hasta ahora nunca reconoció su error. El trabajaba en el banco en que yo tenía cuenta...

¿Y usted para vengarse se sobregiró?
(Sonríe) Ese equipo de la “U” era muy maduro, adulto, con nivel universitario. Pedí de refuerzo a Héctor Puebla, de Lota Schwager, pero Vicente Cantatore ya lo tenía hablado para Cobreloa. La lógica indicaba que seríamos campeones al año siguiente, pero vendieron a Quintano a la Católica y renuncié.

La sentencia “corner nuestro, gol de ellos” le pertenece...
Eso nació en los entrenamientos de la “U”. Cada vez que teníamos un tiro de esquina a favor, la pelota terminaba dentro de nuestro arco.

Usted se peleaba bastante con el periodismo...
(Precisa) Con algunos periodistas... Admito que ahora, con la moda de la teoría del fútbol, sería insoportable para mí, muy bravo. Viene cualquier cabro que te mete un micrófono en el entretiempo, que habla de que el lado izquierdo... que el derecho... y al final pregunta ¿qué piensa usted?

La huella de la formación de Riera se nota en la cantidad de jugadores suyos que más tarde se transformaron en colegas: la mayoría del plantel de 1962 y de jugadores de la “U”.

¿Es Arturo Salah su mejor pupilo?
El no es un pupilo...

¿Heredero?
Es un amigo. Como Manuel Pellegrini.

¿Es Salah el más parecido a usted, por seriedad y por el concepto de la profesión?
Eso lo dejo a criterio de ustedes. Con Arturo y Manuel tenemos una estimación recíproca.

Pese a la fama de hosquedad que lo acompañó, el “Tata” dio pruebas de su humor varias veces. Como cuando se encontró con un ex jugador que le contó que tenía un fundo en el campo, a lo que Riera contestó: “Me lo imaginaba, no iba a ser en el Paseo Ahumada...” En la despedida, Riera nos va a dejar el ascensor y recita: “No vaya a titular con algo polémico que a estas alturas de mi vida no quiero pelearme con nadie. Y como los periodistas siempre se la sacan con que otros son los que titulan...” La cabra al monte tira...




El “Tata”


Fernando Riera Bauzá, (27 de junio, 1920 – 23 de septiembre, 2010).

Jugador de Unión Española (1937-38), Universidad Católica (1939-50), Stade de Reims, Francia (1950-52), Deportivo Vasco de Caracas, Venezuela (1953), Rouen, Francia (1953-54); de la Selección Nacional en los Sudamericanos de Montevideo (Uruguay ’42), Guayaquil (Ecuador ’47), Río de Janeiro, Sao Paulo, Belo Horizonte (Brasil ’49) y en la Copa del Mundo de Brasil ’50.

Fue Entrenador Diplomado por la Federación Francesa de Fútbol (1954) en Belenenses, Portugal (1954-57), Selección Chilena (1957-62), Benfica, Portugal (1962-63), Selección Resto del Mundo (1963), Universidad Católica (1964-65), Nacional de Montevideo, Uruguay (1966), Benfica, Portugal (1966-68), Universidad Católica (1968), Español de Barcelona, II División, España (1969-70), Selección Chilena (1970-71), Boca Juniors, Argentina (1971-72), Porto, Portugal (1972-73), La Coruña, II División, España (1973), Marsella, Francia (1974), Sporting, Portugal (1974-75), Monterrey, México (1975-76), Palestino (1977), Monterrey, México (1977-78), Universidad de Chile (1978-82), Everton (1983-84), Universidad de Chile (1985-88) y Monterrey, México (1988-89).











en La Tercera, 6 de abril de 1998











viernes, septiembre 24, 2010

“Días de ron”, de Hunter S. Thompson

Fragmento






Lo que más me inquietaba era que, en realidad, yo no quería ir a América del Sur. No quería ir a ninguna parte. Sin embargo, cuando Yeamon habló de irse, igual sentí un cosquilleo. Me imaginé bajando de un barco en la Martinica y caminando hacia la ciudad para buscar un hotel barato. Me imaginé en Caracas y Bogotá y Río, andando y haciendo negocios exitosos en un mundo que jamás había visto pero que sabía que podía manejar porque yo era un campeón.

Pero era pura masturbación, porque en el fondo lo único que yo quería era una cama limpia, una habitación luminosa y algo concreto que llamar mío, al menos hasta que me cansara de eso. En mi mente surgió la horrible sospecha de que todavía me esperaba lo más difícil, y lo peor era que no me parecía nada trágico sino que me hacía sentir un poco cansado y cómodamente indiferente.





The rum diary, 1998














jueves, septiembre 23, 2010

«Dolor», de Dámaso Alonso






Hacia la madrugada
me despertó de un sueño dulce
un súbito dolor,
un estilete
en el tercer espacio intercostal derecho.

Fino, fino,
iba creciendo y en largos arcos se irradiaba.
Proyectaba raíces, que, invasoras,
se hincaban en la carne,
desviaban, crujiendo, los tendones,
perforaban, sin astillar, los obstinados huesos, durísimos
y de él surgía todo un cielo de ramas
oscilantes y aéreas,
como un sauce juvenil bajo el viento,
ahora iluminado, ahora torvo,
según los galgos-nubes galopan sobre el campo
en la mañana primaveral.

Sí, sí, todo mi cuerpo era como un sauce abrileño,
como un sutil dibujo,
como un sauce temblón, todo delgada tracería,
largas ramas eléctricas,
que entrechocaban con descargas breves,
entrelazándose, disgregándose,
para fundirse en nódulos o abrirse
en abanico.

¡Ay!
Yo, acurrucado junto a mi dolor,
era igual que un niñito de seis años
que contemplara absorto
a su hermano menor, recién nacido,
y de pronto le viera
crecer, crecer, crecer,
hacerse adulto, crecer
y convertirse en un gigante,
crecer, pujar, y ser ya cual los montes,
pujar, pujar, y ser como la vía láctea,
pero de fuego,
crecer aún, aún,
ay, crecer siempre.
Y yo era un niño de seis años
acurrucado en sombra junto a un gigante cósmico.

Y fue como un incendio,
como si mis huesos ardieran,
como si la médula de mis huesos chorreara fundida,
como si mi conciencia se estuviera abrasando,
y abrasándose, aniquilándose,
aún incesantemente
se repusiera su materia combustible.

Fuera, había formas no ardientes,
lentas y sigilosas,
frías:
minutos, siglos, eras:
el tiempo.
Nada más: el tiempo frío, y junto a él un incendio
universal, inextinguible.

Y rodaba, rodaba el frío tiempo, el impiadoso tiempo sin cesar,
mientras ardía con virutas de llamas,
con largas serpientes de azufre,
con terribles silbidos y crujidos,
siempre,
mi gran hoguera.
Ah, mi conciencia ardía en frenesí,
ardía en la noche,
soltando un río líquido y metálico
de fuego,
como los altos hornos
que no se apagan nunca,
nacidos para arder, para arder siempre.



en Hijos de la ira, 1944


















miércoles, septiembre 22, 2010

“El hincha”, de Mempo Giardinelli






A la memoria de mi padre,
que murió sin ver campeón a Vélez Sarsfield.





- ¡Goooooool de Velesárfiiiiiillllllll! -gritaba Fioravanti. - ¡Goooooool de Velesárfiiiiiillllllll! -gritaba Fioravanti.
- ¡Gol! ¡Golazo, carajo! -saltó Amaro Fuentes, golpeándose las rodillas frente al radiorreceptor.

Había soñado con ese triunfo toda su vida. A los sesenta y cinco años, reciente jubilado de correos y todavía soltero, su existencia era lo suficientemente regular y despojada de excitaciones como para que sólo ese gol lo conmoviera, porque lo había esperado innumerables domingos, lo había imaginado y palpitado de mil modos diferentes. Nacido en Ramos Mejía, cuando todo Ramos era adicto al entonces Club Argentinos de Vélez Sarsfield, Amaro estaba seguro de haber aprendido pronunciar ese nombre casi simultáneamente con la palabra "papá", del mismo modo que recordaba que sus primeros pasos los había dado con una pequeña pelota de trapo entre los pies, en el patio de la casona paterna, a cuatro cuadras de la estación del ferrocarril, cuando todavía existían potreros y los chicos se reunían a jugar al fútbol hasta que poco a poco, a medida que se destacaban, iban acercándose al club para alistarse en la novena división.

Ya desde entonces, su vida quedó ligada a la de Vélez Sarsfield (de un modo tan definitivo que él ignoró por bastante tiempo), quizá porque todos quienes lo conocieron le auguraron un promisorio futuro futbolístico sobre todo cuando llegó a la tercera, a los diecisiete años, y era goleador del equipo; pero acaso su ligazón fue mayor al morir su padre, un mes después de que le prometieron el debut en Primera, porque tuvo que empezar a trabajar y se enroló como grumete en los barcos de la flota Mihanovich y dejó de jugar, con ese dolor en el alma que nunca se le fue, aunque siempre conservó en su valija la camiseta con el número nueve en la espalda, viajara donde viajara, por muchos años, y aún la tenía cuando ascendió a Primer Comisario de abordo, en los buques que hacían la línea Buenos Aires-Asunción-Buenos Aires, y también aquel día de mayo de 1931, cuando el "Ciudad de Asunción" se descompuso en Puerto Barranqueras y debieron quedarse cinco días, y él, sin saber muy bien por qué, miró largamente esa camiseta, como despidiéndose de un muerto querido y decidió no seguir viaje, de modo que desertó y gastó sus pocos pesos en el Hotel Chanta Cuatro; después vendió billetes de lotería, creyó enamorarse de una prostituta brasileña que se llamaba Mara y que murió tuberculosa, trabajó como mozo en el bar La Estrella y se ganó la vida haciendo changas hasta que consiguió ese puestito en el correo, como repartidor de cartas en la bicicleta que le prestaba su jefe.

Desde entonces, cada domingo implicó, para él, la obligación de seguir la campaña velezana, lo que le costó no pocos disgustos: durante casi cuarenta años debió soportar las bromas de sus amigos, de sus compañeros del correo; de la barra de La Estrella, porque en Resistencia todos eran de Boca o de River; y cada lunes la polémica lo excluía porque los jugadores de Vélez no estaban en el seleccionado, nunca encabezaban las tablas de goleadores, jamás sus arqueros eran los menos vencidos, y Cosso, goleador en el '34 y en el '35, Conde en el '54, Rugilo, guardavallas de la Selección (quien se había erigido como héroe mereciendo el apodo de "El León de Wembley"), eran sólo excepciones. La regla era la mediocridad de Vélez y lo más que podía ocurrir era que se destacara algún jugador, el que, al año siguiente, seria comprado, seguramente, por algún club grande. Y así sus ídolos pasaban a ser de Boca o de River. Y de sus amigos, de sus compañeros de barra.

Claro que había retenido algunas satisfacciones: en 1953, por ejemplo, el glorioso año del subcampeonato, cuando el equipo termino encaramado al tope de la tabla, solo detrás de River. O aquellas ¿temporadas en que Zubeldía, Ferraro, Marrapodi en el arco, Avio, Conde formaban equipos más o menos exitosos. Todos ellos pasaron por la Selección Nacional: Ludovico Avio estuvo en el Mundial de Suecia, en 1958, y hasta marcó un gol contra Irlanda del Norte. Amaro había escuchado muy bien a Fioravanti, cuando relató ese partido desde el otro lado del mundo, y se imaginó a Avio vistiendo la celeste y blanca, admirado por miles y miles de rubios todos igualitos, como los chinos, pero al revés, y por eso no le importó que a Carrizo los checoslovacos le hicieran seis goles, total Carrizo era de River.

Amaro podía acordarse de cada domingo de los últimos treinta y siete años porque todos habían sido iguales, sentado frente a la vieja y enorme radio, durante casi tres horas, en calzoncillos, abanicándose y tomando mate mientras se arreglaba las uñas de los pies. Entonces, no se transmitían los partidos que jugaba Vélez, sólo se mencionaba la formación del equipo, se interrumpía a Fioravanti cada vez que se convertía un gol o se iba a tirar un penal, y al final se informaba la recaudación y el resultado. Pero era suficiente.

Todos los lunes a las seis menos cuarto, cuando iba hacia el correo, compraba El Territorio en la esquina de la Catedral y caminaba leyendo la tabla de posiciones, haciendo especulaciones sobre la ubicación de Vélez, dispuesto a soportar las bromas de sus compañeros, a escuchar los comentarios sobre las campañas de Boca o de River.

Genaro Benítez, aquel cadetito que murió ahogado en el río Negro, frente al Regatas, siempre lo provocaba:

- Che, Amaro, ¿por qué no te hacés hincha de Boca, eh?
- Calláte, pendejo -respondía él, sin mirarlo, estoico, mientras preparaba su valija de reparto, distribuyendo las cartas calle por calle, con una mueca de resignación y tratando de pensar en que algún día Vélez obtendría el campeonato. Se imaginaba la envidia de todos, las felicitaciones, y se decía que esa seria la revancha de su vida.

No le importaba que Vélez tuviera siempre más posibilidades de ir al descenso que de salir campeón. Cada año que el equipo empezaba una buena campaña, Amaro era optimista, y se esforzaba por evitar que lo invadiera esa detestable sensación de que inexorablemente un domingo cualquiera comenzaría la debacle, la que, por supuesto, se producía y le acarreaba esas profundas depresiones, durante las cuales se sentía frustrado, se ensimismaba y dejaba de ir a La Estrella hasta que algún buen resultado lo ayudaba a reponerse.

Un empate, por ejemplo, sobre todo si se lograba frente a Boca o a River, le servía de excusa para volver a la vereda de La Estrella y saludar, sonriente, como superando las miradas sobradoras, a los integrantes de la barra: Julio Candia, el Boina Blanca, el Barato Smith, Puchito Aguilar, Diosmelibre Giovanotro y tantos otros más, la mayoría bancarios o empleados públicos, solterones, viudos algunos, jubilados los menos (sólo los viejitos Angel Festa, el que se quejaba de que en su vida nunca había ganado a la lotería, aunque jamás había comprado un billete; y Lindor Dell'Orto, el tano mujeriego que fue padre a los cincuenta y siete años y no encontró mejor nombre para su hija que Dolores, con ese apellido), pero todos solitarios, mordaces y crueles, provistos de ese humor acre que dan los años perdidos.

En ese ambiente, Amaro no desperdiciaba oportunidad de recordar la historia de Vélez. Podía hablar durante horas de la fundación del club, aquel primero de mayo de 1910, o evocar el viejo nombre, que se usó hasta el '23, y ponerse nostálgico al rememorar la antigua camiseta verde, blanca y roja, a rayas verticales, que usaron hasta el '40 y que todavía guardaba en su ropero.

No le importaban las pullas, el fastidio ni los flatos orales con que todos, en La Estrella, acogían sus remembranzas. Como sucedió en el '41, cuando Vélez descendió de categoría y Diosmelibre sentenció "Amaro, no hablés más de ese cuadrito de Primera B", y él se mantuvo en silencio durante dos años, mortificado y echándole íntimamente la culpa al cambio de camiseta, esa blanca con la ve azul, a la que odió hasta el '43, una época en la que las malas actuaciones lo sumieron en tan completa desolación que hasta dejó de ir a La Estrella los lunes, para no escuchar a sus amigos, para no verles las caras burlonas.

Pero lo que más le dolía era sentirse avergonzado de Vélez. Tan deprimido estuvo esos años, que en el correo sus superiores le llamaron la atención reiteradamente, hasta que el señor Rodríguez, su jefe, comprendió la causa de su desconsuelo. Rodríguez, hincha de Boca y hombre acostumbrado a saborear triunfos, se condolió de Amaro y le concedió una semana de vacaciones para que viajara a Buenos Aires a ver la final del campeonato de Primera B.

Era un noviembre caluroso y húmedo. Amaro no bajaba a la Capital desde aquella mañana en la que abordó el "Ciudad de Asunción", rumbo al Paraguay, para su último viaje. La encontró casi desconocida, ensanchada, más alta, más cosmopolita que nunca y casi perdida aquella forma de vida provinciana de los años veinte. No se preocupó por saludar al par de tías a quienes no veía desde hacía tanto tiempo, y durante cinco días deambuló por el barrio de Liniers, recordando su niñez, rondando la cancha de Villa Luro, y el viernes anterior al partido fue a ver el entrenamiento y se quedó con la cara pegada al alambrado, deseoso de hablar con alguno de los jugadores, pero sin atreverse. Le pareció, simplemente, que estaba en presencia de los mejores muchachos del mundo, imaginó las ilusiones de cada uno de ellos, los contempló como a buenos y tiernos jóvenes de vida sacrificada, tan enamorados de la casaca como él mismo, y supo que Vélez iba a volver a Primera A.

Aquel domingo, en el Fortín, las tribunas comenzaron a llenarse a partir de las dos de la tarde, pero Amaro estuvo en la platea desde las once de la mañana. El sol le dio de frente hasta el mediodía y el partido empezó cuando le rebotaba en la nuca y él sentía que vivía uno de los momentos culminantes de su existencia. Se acordó de los muchachos del correo, de la barra de La Estrella, de todos los domingos que había pasado, tan iguales, en calzoncillos, pendiente de ese equipo que ahora estaba ante sus ojos.

Le pareció que todo Resistencia aguardaba la suerte que correría Vélez esa tarde. De ninguna manera podía admitir que alguno deseara una derrota. Lo cargaban, sí, pero sabía que todos querrían que Vélez volviera jugar en la A al año siguiente.

Miró el partido sin verlo, y lloró de emoción cuando el gol del chico ése, García, aseguró el triunfo y el ascenso de Vélez. Y cuando salió del estadio tenía el rostro radiante, los ojos brillosos y húmedos, las manos transpiradas y como una pelota en la garganta; pero la pucha Amaro, un tipo grande, se dijo a sí mismo, meneando la cabeza hacia los costados, y después pateó una piedra de la calle y siguió caminando rumbo a la estación, bajo el crepúsculo medio bermejo que escamoteaban los edificios, y esa misma noche tomó La Internacional hacia Resistencia.

Desde entonces, cada domingo, Amaro se transportaba imaginariamente a Buenos Aires, era un hombre más en la hinchada, revivía la tarde del triunfo, se acordaba del pibe García y lo veía dominar la pelota, hacer fintas y acercarse a la valla adversaria. Y todas las tardes, en La Estrella, cada vez que se discutía sobre fútbol, Amaro recordaba:

- Un buen jugador era el pibe García. Si lo hubiesen visto. Tenía una cinturita...

O bien:

- ¿Una defensa bien plantada? Cuando yo estuve en Buenos Aires...

Y cuando los demás reaccionaban:

- ¡Qué me hablan de Boca, de River, de tal o cual delantera, si ustedes nunca los vieron jugar!

A medida que fueron pasando los años, Amaro Fuentes se convirtió en un perfecto solitario, aferrado a una sola ilusión y como desprendido del mundo. La vejez pareció caérsele encima con el creciente malhumor, la debilidad de su vista, la pérdida de los dientes y esa magra jubilación que le acarreó una odiosa, fatigante artritis y el reajuste de sus ya medidos gastos. Como nunca había ahorrado dinero, ni había sentido jamás sensualidad alguna que no fuera su amor por Vélez Sarsfield, su vida continuó plena de carencias y nadie sabía de él más que lo que mostraba: su cuerpo espigado y lleno de arrugas, su pasividad, su estoicismo, su mirada lánguida y esa pasión velezana que se manifestaba en el escudito siempre prendido en la solapa del saco, más con empecinamiento que con orgullo porque carajo, decía, alguna vez se tiene que dar el campeonato, ese único sobresalto que esperaba de la vida monótona, sedentaria que llevaba y que parecía que sólo se justificaría si Vélez salía campeón. Y quizás por eso aprendió a ver la esperanza en cada partido, confiado en que su constancia tendría un premio, como si alcanzar el título fuera una cuestión personal y él no estuviera dispuesto a morir sin haberse tomado una revancha contra la adversidad porque, como se decía a sí mismo, si llevé una vida de mierda por lo menos voy a morirme saboreando una pizca de gloria.

Casualidad o no, la campaña de Vélez Sarsfield en 1968 fue sorprendente. Tras las primeras confrontaciones, Amaro intuyó que ése sería el esperado gran año. Desde poco después de la sexta fecha, la escuadra de Liniers se convirtió en la sensación del torneo, y las radios porteñas comenzaron a transmitir algunos partidos que jugaba Vélez, en los clásicos con los equipos campeones, lo que para Amaro fue una doble satisfacción, puesto que también sus amigos tenían que escuchar los relatos y sólo se sabía de Boca o de River por el comentario previo o por la síntesis final de la jornada, como antes ocurría con Vélez, y éstas si son tardes memorables, gran siete, pensaba Amaro mientras tomaba un par de pavas de mate y hasta se cortaba los callos plantales, que eran los más difíciles, confiado en que sus muchachos no lo defraudarían.

Era el gran año, sin duda, y la barra de La Estrella pronto lo comprendió, de modo que todos debían recurrir al pasado para sus burlas. Pero a Amaro eso no le importaba porque le sobraban argumentos para contraatacar: los riverplatenses hacía diez años que salían subcampeones, los boquenses estaban desdibujados, y todos envidiaban a Willington, a Wehbe, a Marín, a Gallo, a Luna y a todos esos muchachos que eran sus ídolos.

- ¡Goooooooool de Velesárfiiiiiilllllll!

La voz de Fioravanti estiraba las vocales en el aparato y Amaro, llorando, sintió que jamás nadie había interpretado tan maravillosamente la emoción de un gol. Vélez se clasificaba, por fin, campeón nacional de fútbol, tras cumplir una campaña significativa: además de encabezar las posiciones, tenía la delantera más positiva, la defensa menos batida, y Carone y Wehbe estaban al tope de la tabla de goleadores.

Pocos segundos después de ese cuarto gol, cuando Fioravanti anunció la finalización del partido, Amaro estaba de pie, lanzando trompadas al aire, dando saltitos y emitiendo discretos alaridos. Dio la tan jurada vuelta olímpica alrededor de la mesa, corrió hacia el ropero, eligió la corbata con los colores de Vélez y su mejor traje y salió a la calle, harto de ver todos los años, para esa época, las caravanas de hinchas de los cuadros grandes, que recorrían la ciudad en automóviles, cantando, tocando bocinas y agitando banderas.

Caminó resueltamente hacia la plaza, mientras el crepúsculo se insinuaba sobre los lapachos y las cigarras entonaban sus últimas canciones vespertinas, y frente a la iglesia se acercó a la parada de taxis, eligió el mejor coche, un Rambler nuevito, y subió a él con la suficiencia de un ejecutivo que acaba de firmar un importante contrato.

- Hola, Amaro -saludó el taxista, dejando el diario.
- A recorrer la ciudad, Juan, y tocando bocina -ordenó Amaro-. Vélez salió campeón.

Bajó los cristales de las ventanillas, extrajo el banderín del bolsillo del saco y empezó a agitarlo al viento, en silencio, con una sonrisa emocionada y el corazón galopándole en el pecho, sin importarle que la solitaria bocina desentonara, casi afónica, con el atardecer, y sin reparar siquiera en el reloj que marcaba la sucesión de fichas que le costaría el aguinaldo, pero carajo, se justificó, el campeonato me ha costado una espera de toda la vida y los muchachos de Vélez, en todo caso, se merecen este homenaje a mil kilómetros de distancia.

Cuando llegaron a la cuadra de La Estrella, Amaro vio que la barra estaba en la vereda, ya organizada la larga mesa de habitués que los domingos al anochecer se reunían para comentar la jornada. Y vio también que cuando descubrieron al Rambler en la esquina, con la solitaria banderita asomándose por la ventanilla se pusieron todos de pie y empezaron a aplaudir.

-Más despacio, Juan, pero sin detenernos -dijo Amaro mientras se esforzaba por contener esas lágrimas que resbalaban por sus mejillas, libremente, como gotas de lluvia, y lo aplausos de la barra de La Estrella se tornaban más vigorosos y sonoros, como si supieran que debían llenar la tarde de diciembre sólo para Amaro Fuentes, el amigo que había dedicado su vida a esperar un campeonato, y hasta alguno gritó viva Vélez, carajo y Amaro ya no pudo contenerse y le pidió al chofer que lo llevara hasta su casa.

Dejó colgado el banderín en el picaporte del lado de afuera, y entró en silencio. Hacía unos minutos que su corazón se giraba desusadamente. Un cierto dolor parecía golpearle el pecho desde adentro. Amaro supo que necesitaba acostarse. Lo hizo, sin desvestirse, y encendió la radio a todo volumen. Un equipo de periodistas desde Buenos Aires, relataba las alternativas de los festejos en las calles de Liniers.

Amaro suspiró y enseguida sintió ese golpe seco en el pecho. Abrió los ojos, mientras intentaba aspirar el aire que se le acababa, pero sólo alcanzó a ver que lo muebles se esfumaban, justo en el momento en que el mundo entero se llamaba Vélez Sarsfield.





en Vidas ejemplares, 1982















martes, septiembre 21, 2010

"Dónde estará mi primavera", de Marco Antonio Solís





Yo te debo tanto,
tanto amor que ahora,
te regalo mi resignación.
Sé que tú me amaste,
yo pude sentirlo.
Quiero descansar en tu perdón.
Voy a hacer de cuenta
que nunca te fuiste,
que has ido de viaje y nada más.
Y con tu recuerdo,
cuando esté muy triste,
le haré compañía a mi soledad.

Quiero que mi ausencia,
sean las grandes alas,
con las que tú puedas emprender
ese vuelo largo,
de tantas escalas,
y en alguna me puedas perder.

Yo aquí entre la nada
voy a hablar de todo.
Buscaré a mi modo continuar.
Y hasta que los años
cierren mi memoria
no me dejaré de preguntar:

¿Dónde estará mi primavera?
¿Dónde se me ha escondido el sol,
que mi jardín olvidó,
y el Alma me marchitó?

Yo aquí entre la nada
voy a hablar de todo.
Buscaré a mi modo continuar.
Y hasta que los años
cierren mi memoria
no me dejaré de preguntar:

¿Dónde estará mi primavera?
¿Dónde se me ha escondido el sol,
que mi jardín olvidó,
y el Alma me marchitó?
Y el Alma me marchitó...















lunes, septiembre 20, 2010

"Muerte a lo lejos", de Jorge Guillén






Je soutenais l'eclait de la mort toute pure.
P. Valery




Alguna vez me angustia una certeza,
Y ante mí se estremece mi futuro.
Acechándolo está de pronto un muro
Del arrabal final en que tropieza.

La luz del campo. ¡Mas habrá tristeza
Si la desnuda el sol! No, no hay apuro
Todavía. Lo urgente es el maduro
Fruto. La mano ya le descorteza.

...Y un día entre los días el más triste
Será. Tenderse deberá la mano
Sin afán. Y acatando el inminente

Poder diré sin lágrimas: embiste,
Justa fatalidad. El muro cano
Va a imponerse su ley, no su accidente.




en Poemas, 1979














domingo, septiembre 19, 2010

“Sabra y Shatila, 25 años de impunidad”*, de Felipe Sahagún

*El Mundo. 18 de septiembre de 2007





La matanza de palestinos en los campamentos de Sabra y Shatila, en las afueras de Beirut, es uno de los crímenes de guerra más graves cometidos en la trágica historia de Oriente Próximo, pero, 25 años después, sigue en la más completa impunidad.

- El crimen tuvo lugar entre las seis de la tarde del 16 de septiembre de 1982 y las ocho de la mañana del 18 de septiembre. En esas 38 horas, entre 250 y 350 milicianos falangistas, dirigidos por Elie Hobeika, sucesor de Bashir Gemayel al frente de las fuerzas cristiano-falangistas, y del Ejército del Sur del Líbano, dirigido por Saad Haddad, asaltaron, violaron, torturaron, mutilaron y ejecutaron a centenares o miles de refugiados indefensos.

- El número exacto sigue sin concretarse, pues la policía libanesa reconoció la muerte de 460, los servicios secretos israelíes, entre 700 y 800, y Cruz Roja, seguramente la que más se aproxima a la verdad, unos 2.400, casi tantos como los fallecidos en los atentados del 11-S.

- La causa inmediata del asalto y matanza en los campamentos de refugiados palestinos fue el asesinato, el 14 de septiembre, del presidente electo libanés, Gemayel, y docenas de milicianos falangistas al hacer explosión un coche bomba en la sede central de su movimiento, en la parte oriente de Beirut. El autor de aquel atentado sigue sin conocerse.

- El Ejército israelí no fue el responsable directo de la matanza, pero la facilitó, la permitió y, hasta hoy, ha hecho todo lo posible para impedir que se juzgue y condene a los responsables. Soldados israelíes repartieron bolsas para los cadáveres antes de que comenzara la orgía de muerte y tanques israelíes cerraron las entradas y salidas de los campamentos.

- Numerosos supervivientes, entrevistados por el corresponsal de 'The Independent', Robert Fisk, han confesado años después ('La Gran Guerra por la Civilización', págs. 1.143-1.149) que los soldados israelíes no sólo permitieron, sino que participaron directamente en las detenciones masivas en la Ciudad Deportiva beirutí, en los interrogatorios y en la retirada, en camiones militares, de cadáveres. Se sospecha que bajo el palacio, reconstruido por completo años después, sigan los restos de muchos desaparecidos.

- Los muertos de Sabra y Shatila son una décima parte de los 20.000 a 35.000 muertos en la 'Operación Paz' en Galilea, nombre con que se bautizó la invasión israelí del Líbano, a partir del 6 de junio de 1982, para asegurar en Beirut un Gobierno títere y expulsar del país a la OLP, que, entre 1965 y 1982, había asesinado a 1.392 y herido o mutilado a 6.327 israelíes en ataques o atentados, muchos de ellos desde territorio libanés.

- Una comisión israelí, presidida por el entonces presidente del Tribunal Supremo, Isaac Kahan, investigó la matanza por orden del primer ministro, Menahem Begin, a partir del 28 de septiembre y, en febrero de 1983, en su informe final, declaró a Ariel Sharon, ministro de Defensa y artífice principal de la 'Operación Paz' en Galilea, "responsable indirecto" de la matanza por "su indiferencia ante el riesgo de actos de venganza [...] por los falangistas contra la población de los campamentos de refugiados y por no haber teniendo en cuenta ese riesgo al autorizar la entrada de los falangistas".

- La Comisión Kahan amplió esa responsabilidad indirecta a otros mandos militares israelíes, como el general Amos Yaron, que dirigió personalmente, sobre el terreno, el cerco y ocupación de los campamentos palestinos en el oeste de Beirut siguiendo las órdenes de Sharon.

- El informe Kahan señala que el 14 de septiembre de 1982 el primer ministro Manahem Begin, el ministro de Defensa, Ariel Sharon, y el jefe del Estado Mayor del Ejército israelí, Rafael Eitan, aprobaron la penetración del Ejército israelí en Beirut Occidental, donde se encuentran Sabra y Shatila, violando un acuerdo firmado con el Gobierno libanés.

- El apéndice B del informe Kahan nunca se ha publicado, lo que ha levantado toda clase de sospechas sobre responsabilidades más graves, pero no reconocidas oficialmente. Es muy probable que dicho apéndice recoja lo que hicieron los agentes del Mossad y de los servicios secretos militares israelíes que acompañaban a los falangistas libaneses antes, durante y después de la matanza.

- Elie Hobeika, declarado responsable directo de la matanza por la Comisión Kahan, fue asesinado el 24 de enero de 2002, al hacer explosión un coche bomba delante de su casa de Beirut.

- Sharon se resistió a dimitir, pero, ante la presión de casi medio millón de manifestantes israelíes y de las grandes potencias, fue destituido como ministro de Defensa. Sin embargo, no dejó el Gobierno. Fue nombrado ministro sin cartera.

- Un tribunal belga, en aplicación de una ley de 1993 que permite procesar, independientemente del lugar del crimen y de la nacionalidad de las víctimas, a cualquier acusado de violar las Convenciones de Ginebra, admitió a trámite en junio de 2001 una petición de 23 supervivientes de la matanza para juzgar a Sharon, a Yaron y a otros dirigentes israelíes.

- El tribunal de casación belga declaró incompetente, en febrero de 2003, a la Justicia belga para juzgar a Sharon mientras éste fuera jefe de Gobierno israelí. Como el 4 de enero de 2006 Sharon sufrió una embolia que le obligó a dejar definitivamente el poder y le ha mantenido en coma desde entonces, sin esperanzas de recuperar el conocimiento, es poco probable que llegue a ser juzgado nunca dentro o fuera de Israel por la matanza de Sabra y Shatila.

- Los medios de comunicación más importantes de Occidente, como en tantos otros crímenes de guerra no dirigidos directamente contra objetivos occidentales, denunciaron la matanza, pero echaron tierra sobre sus implicaciones políticas y legales.














sábado, septiembre 18, 2010

Plegaria del bandolero



José Miguel Neira (1775-1817)


Hay leones que vienen contra mí.
Deténganse en sí propios,
como se detuvo mi Señor Jesucristo
y le dijo al Justo Juez:
¡Ea, Señor!
A mis enemigos veo venir,
y tres veces repito:
ojos tengan, no me vean;
boca tengan, no me hablen;
manos tengan, no me toquen;
pies tengan, no me alcancen.
La sangre les beba y el corazón les parta.
Por aquella Camisa en que tu Santísimo Hijo fue envuelto,
me he de ver libre de malas lenguas, de prisiones,
de hechicerías y maleficios,
para lo cual me encomiendo a todo lo angélico y sacrosanto,
y me han de amparar los Santos Evangelios,
y llegaréis derribados a mí
como el Señor derribó el día de Pascua a sus enemigos.
Y por la Virgen María y la Hostia consagrada
me he de ver libre de prisiones
y no seré herido, ni atropellado,
ni mi sangre derramada
ni moriré de muerte repentina.
Dios conmigo y yo con Él, Dios delante y yo detrás.
Jesús, María y José.













viernes, septiembre 17, 2010

“Sobre Chile”, de Raúl Zurita







Chile es un milagro, o si la palabra no gusta, una cortesía de la naturaleza. Y, en efecto, habría bastado que la cordillera de los Andes estuviese unos kilómetros más al oeste o que la cota del Pacífico fuese unos metros más alta para que esta estrecha cornisa no existiera. Sin embargo existe. Algo o alguien quiso que hubiese un pueblo más sobre la Tierra, una voz más para que dialogase con la pluralidad de los otros pueblos y desde allí con todo lo existente. Es así, somos esa voz, y sin embargo descreo de los discursos patrióticos, de las caracterizaciones nacionales, de los bicentenarios. Los seres humanos no somos mucho más que distintas metáforas de lo mismo y todos, más o menos, somos semejantes en nuestras angustias y miedos, en nuestra necesidad de amor, en nuestra perplejidad frente a la muerte. Más allá de una determinada forma de hablar, ese acento inconfundible que irrumpe abruptamente en la sala de embarque de un aeropuerto extranjero cuando regresamos, no existe un dato común o una identidad, algo equivalente a la escama para los peces, que caracterice aquello que denominamos lo chileno. Las características de las que solemos prevalecemos: la solidaridad, la disciplina, la perseverancia, el valor, son, en el mejor de los casos, construcciones tardías del sueño o de la nostalgia, y en el peor, una suma de slogans estratégicamente adormecedores cuyos fines no son distintos a los que han empleado desde siempre los poderes para borrar toda posibilidad de crítica. En todo caso, sea cual fuere el listado de virtudes y defectos que escojamos para describirnos, esas virtudes o defectos les atañen a individuos particulares con la misma frecuencia o excepcionalidad con que podemos encontrarlos en Argentina, en Turquía o en España. Nuestros héroes como nuestros asesinos no difieren mayormente, y de cualquier forma los cincuenta últimos años de nuestra historia bastarían para desmentirnos de cualquier ilusión respecto a superioridad cívica o democrática. Por otra parte, no se necesita ser un marxista duro para saber que un pobre de Chile se asemeja mucho más a un pobre de México, de Brasil o de Ucrania que a un potentado chileno, como los mineros de Chile y de Bolivia tienen infinitamente más rasgos en común que aquellos que comparten con los dueños de las minas. Esas semejanzas y diferencias retratan la historia de un mundo que, mucho antes que la globalización de Google, conoció la globalización del hambre, mostrándonos que más fuerte que las fronteras entre las naciones es la frontera de las carencias. No es entonces que no exista lo chileno: lo que repugna de los festejos, natalicios, bicentenarios o fiestas patrias son los estereotipos, esas estampas multicolores que quieren inventarnos una alegría que muchos sencillamente no sienten. Una voz o un aliento anclado en lo más profundo de lo humano nos habla de otros territorios, de otros amores, decepciones y esperanzas, más fuertes que todo presente y que es lo que queremos reconocer cuando reconocemos los rasgos difusos de una costa acantilada que se levanta en el horizonte. Entonces comprendemos que no existe la patria, que lo que existe es el amor a la patria, a unos rasgos, a un rostro que reconocemos como nuestro y que nos hace llorar en el exilio y en la distancia.





en Revista Qué Pasa, septiembre 2010














jueves, septiembre 16, 2010

"Explico algunas cosas", de Pablo Neruda






P
reuntaréis: Y dónde están las lilas?
Y la metafísica cubierta de amapolas?
Y la lluvia que a menudo golpeaba
sus palabras llenándolas
de agujeros y pájaros?

Os voy a contar todo lo que me pasa.

Yo vivía en un barrio
de Madrid, con campanas,
con relojes, con árboles.

Desde allí se veía
el rostro seco de Castilla
como un océano de cuero.
                                                       Mi casa era llamada
la casa de las flores, porque por todas partes
estallaban geranios: era
una bella casa
con perros y chiquillos.
                                                  Raúl, te acuerdas?
Te acuerdas, Rafael?
                                          Federico, te acuerdas
debajo de la tierra,
te acuerdas de mi casa con balcones en donde
la luz de junio ahogaba flores en tu boca?
                                                                   Hermano, hermano!
Todo
eran grandes voces, sal de mercaderías,
aglomeraciones de pan palpitante,
mercados de mi barrio de Argüelles con su estatua
como un tintero pálido entre las merluzas:
el aceite llegaba a las cucharas,
un profundo latido
de pies y manos llenaba las calles,
metros, litros, esencia
aguda de la vida,
                                   pescados hacinados,
contextura de techos con sol frío en el cual
la flecha se fatiga,
delirante marfil fino de las patatas,
tomates repetidos hasta el mar.

Y una mañana todo estaba ardiendo
y una mañana las hogueras
salían de la tierra
devorando seres,
y desde entonces fuego,
pólvora desde entonces,
y desde entonces sangre.
Bandidos con aviones y con moros,
bandidos con sortijas y duquesas,
bandidos con frailes negros bendiciendo
venían por el cielo a matar niños,
y por las calles la sangre de los niños
corría simplemente, como sangre de niños.

Chacales que el chacal rechazaría,
piedras que el cardo seco mordería escupiendo,
víboras que las víboras odiaran!

Frente a vosotros he visto la sangre
de España levantarse
para ahogaros en una sola ola
de orgullo y de cuchillos!

Generales
traidores:
mirad mi casa muerta,
mirad España rota:
pero de cada casa muerta sale metal ardiendo
en vez de flores,
pero de cada hueco de España
sale España,
pero de cada niño muerto sale un fusil con ojos,
pero de cada crimen nacen balas
que os hallarán un día el sitio
del corazón.

Preguntaréis por qué su poesía
no nos habla del sueño, de las hojas,
de los grandes volcanes de su país natal?

Venid a ver la sangre por las calles,
venid a ver
la sangre por las calles,
venid a ver la sangre
por las calles!









en España en el corazón.
Himno a las glorias del pueblo en la guerra: (1936–1937)























miércoles, septiembre 15, 2010

"Los ríos del silencio", de Fernando González Urizar







Callarse para oír lo que transcurre,
el gran río que pasa majestuoso,
cielo y tierra fundidos en un soplo,
azar y duración, muda palabra.

Callar hasta aprender la letanía
de la luz en las ramas de febrero,
untarse con la miel de los cerezos;
descifrar la salmodia del instante.

Ser un bosque de silbos y gorjeos,
el aspa de un molino abandonado,
copa llena de viento y de tiniebla,
pastor alucinado de los astros.

Recuerdo un gran silencio que yo tuve,
una batalla azul contra mis signos.
Me volví piedra sorda en la llanura
y nieve de los montes en la noche.

Fui oscuro tripulante de sus lindes
y piragua de lentos remos solos.
La lluvia me negó su regocijo,
su ramaje más límpido de gotas.

Entre llamas de júbilo o pesar
o en entraña de sílabas solemnes
las aguas me volvieron al silencio
traspasado de música y paisaje.

Y está mi paraíso en esos musgos
-ausencia, soledades y nostalgias-.
Los ríos del silencio son mi patria,
su materia feraz mi dulce gozo.

Todo lo doy por un silencio en flor,
meridional, profundo, de aguas vivas.
Él es mi Dios, el trino del misterio,
la escritura que borran las espumas.





1922-2003














martes, septiembre 14, 2010

"Cabaret Voltaire", de Camilo Brodsky

Inédito



El compañero Presidente mira las adoquinadas
calles de Zurich desde la ventanita izquierda del
Cabaret Voltaire, como a la espera de que Lenin
pase por la vereda del frente, tome asiento y continúe
la partida de ajedrez dejada abierta ayer nada más
por petición de Hugo Ball, que fue corriendo a apagar la
cafetera prendida al interior del local. El compañero
Presidente parece ido, transportado sobre la mirada
que echa así como al descuido sobre el exterior manchado
por la nieve y los charcos de barro que los primeros autos
van dejando entre los adoquines. Allende —el compañero
Presidente, sí, el mismísimo— quizás pregunta al silencio
invernal de Zurich si su propia vida no fue acaso
            una intervención urbana, un
montaje dadaísta sito en La Moneda, con inesperados
vórtices caníbales arrastrando campesinos obreros y estudiantes
            —¡Adelante!
en la algarabía decontruccionista de la performance ejecutada con
delicioso gusto y fatales consecuencias. En este punto es
            quizás posible
que el compañero Presidente visualice el rol
duchampiano que cumplieron los exégetas
de la profecía autocumplida del fascismo y la revolución
            —por un lado
enunciando la inevitabilidad histórica de su propio aniquilamiento
            y haciendo
de este modo posible su concreción; por otro,
connotando y designando los procesos solo
nominalmente y esperando con esto cristalizar
—demiurgos del materialismo histórico encerrados
en su propio Gran Vidrio— el proceso en sí,
haciendo de la política gesto y ya no
acción. Es posible también que el compañero
Presidente —Allende o “Chicho” para la izquierda
confianzuda— simplemente deje que se vaya el tiempo
entre las cucharadas de azúcar cayendo en su taza, o que prefiera
            revisar el bolso
de mano que cuelga de la silla en busca de cigarros —un vicio que
lo acompaña desde poco antes de esta forma extraña de vivir
            la propia muerte,
pero que le complace en lo más íntimo de su dicotomía de doctor
            y revolucionario
que mira el devenir de un mundo. No el suyo, necesariamente;
            sólo un mundo
cualquiera, que va pasando ante sus ojos de mártir sin pasta
            para serlo, que se
desarrolla de manera previa a su muerte digna de luchador social
            y compañero, que no
adivina todavía su futuro de estampita religiosa, su perfil serigráfico
            en alto contraste adornando todas
y cada una de las marchas a los cementerios de su patria
            —procesiones en
sentido inverso al recorrido del poder: de los nichos
            empotrados en los
muros de la necrópolis no se marcha hacia las Alamedas, sino
            desde estas a las tumbas,
devenidas en hogar natural de las ideas del compañero Presidente,
            que insistimos,
puede estar tan solo echando un ojo —casi de jubilado,
            podríamos decir—
sobre la pelusa de nieve que comienza
a caer en torno al Cabaret Voltaire.










2010