martes, julio 13, 2010

“Sobre la muerte: Lost”, de Juan Manuel Silva Barandica








L
uego de haber viajado más de seis horas de Santiago a Mendoza: los vecinos reunidos fuera de la casa, la soldadura fijando la ventana del ataúd, llantos largos como las calles que uno avizora de niño. Luego la loza y el número siete, las flores y una inexplicable lejanía de mi madre, ese día nueve de octubre de 1990, dos días después de mi cumpleaños número ocho, mi abuelo era enterrado. Años después, difusos como experiencias pasadas por el cedazo del amor o la droga, abatieron a mi padre las muertes de sus padres. Recuerdo la espera en la posta de Salvador con Rancagua e ir a visitar a mi abuela al hospital de la Universidad Católica, aunque más persevere en mí la imagen paterna y su dolor, digamos, cómo la muerte nunca es en sí, sino para alguien.

No solemos tomar nuestra historia como marco de una historia general, así como no habituamos ser la medida de aquello narrable. Aunque dicho de antemano, tal prejuicio se descubre en su inutilidad al pensar en la aparición y desaparición de aquello vivo, es decir, la responsabilidad familiar o la esclavitud de la sangre. También es posible especular muchas cosas acerca de esto, pero preferiría creer que tales vínculos, más que atávicos, son electivos: uno es quien construye su parentela, por no decir sus ataduras al mundo.

Del mismo modo la literatura se ancla al discurso de lo real o a esa convención llamada mundo, ya para invertir o dialogar con signos de uso común, consuetudinarios, robándolos de la seguridad del intercambio, para devolverlos o llevarlos a ese ad plures ire que, según los romanos, era la muerte; o quizás asumiendo la línea de sangre que dejaron hombres y mujeres ya idos – o tal vez sus trabajos-, su tradición como propia, tal literatura, ese arte cultivado a través de los siglos y la diferencia ha tratado más que el tema de la muerte, la experiencia de la muerte en la representación. Así, la anulación del yo en aquello que se expresa, narra o dispone como escena; el doblaje y eternización de nombres o características de personas en personajes y la pérdida abismada, a saber, el fracaso del contacto, la incapacidad de acceder a ese otro que se protege y se salva mediante un lenguaje, una lengua específica: la negación de la ausencia.

Moderno, podría ser, aquello que se aferra a lo material o a la pátina que el alma imprime en la piel del que ama, recuerdos, impresiones, imágenes a los que el poema, la narración o el drama impide su salida, olvido o extinción. Eterniza la literatura lo que teme perder, incluso, podría ser que se canta en contra de la muerte como Sherezada o Gilgamesh quisieran.

No es posible recordar de cada capítulo de la serie norteamericana Lost más que imprecisos detalles, inútiles marcas parecidas a los defectos en el cuerpo deseado y tenuemente caído en la noche. De hecho, ni siquiera esos detalles servirían para salvar o retener en la memoria las seis temporadas que su ficción desplegó, aunque quisiera detenerme en el último capítulo de la misma, en especial en la frase que pronuncia Christian Sheppard a Jack Sheppard, su hijo, a raíz del porqué ellos estarían todos juntos al final – en la isla o una especie de purgatorio- : para recordar y dejarlo ir.

Pienso inevitablemente en la Invención de Morel de Adolfo Bioy Casares, y cómo el amor, o aquello que no muere, es incapaz de aceptar la ausencia, imprimiéndose en esa representación eterna, simulada, para del mismo modo simular una proximidad. Por otra parte, “La isla al mediodía” de Julio Cortázar, narra la historia de Marini, quien trabajando en un avión anhela descender a una isla que sólo ha contemplado desde las alturas, y habiéndolo conseguido asiste a su propia muerte yendo a rescatarse en un accidente aéreo. En “La hormiga eléctrica” Philip Kindred Dick desarrolla la anagnórisis (o reconocimiento) de un empresario que cae al hospital como un robot. Tal desengaño, sumado a la suspensión del estatuto de lo real como referente objetivo, llevan al mismo a alterar su dispositivo de percepción, acabando el cuento por desintegrar aquello que creíamos real y construido comunitariamente, al morir el robot y todo el mundo narrado.

He mencionado estos cuentos para no hacer referencia directa al modo de representación propio del arte fantástico y, de modo específico, la narrativa fantástica. Hay en estas formas analizadas por Tzvetan Todorov, Louis Vax y Roger Caillois, tanto un choque de pensamientos modernos y premodernos, así como de las explicaciones que estos dos estadios superpuestos darían a la pregunta por lo real: una interpretación mágica y una racional, además de tensionar la estructura de la narración devendrían una tercera opción que, sin ser ninguna de las anteriores, las abarcaría, conteniéndolas.

Ya excusado en líneas anteriores, juzgo inútil trazar todas las líneas punteadas que ha dejado Lost en materias de fe, seudociencia o mistificaciones. Por el contrario, este último capítulo, más que renovar mi interés en la isla, sus misterios, la zoroástrica lucha de la luz y las tinieblas, la preexistencia de una civilización a todas las civilizaciones y los distintos niveles que pueden existir entre la vida y la muerte, me ha interesado porque resitúa, al menos para mí, el problema planteado por Jorge Luis Borges en su cuento “El sur” y en “El fin” al pensar que hay un instante en el que le es revelado al hombre su destino: "el momento en que un hombre sabe para siempre quién es”. Del mismo modo, Johanes Dahlmann antes de empuñar el puñal que acaso sabrá usar “Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.”. Justamente, el hecho que al final la isla y sus misterios pasen a un segundo plano para presentar ese sueño colectivo en el que cada personaje puede soñar su muerte, o bien, el sueño de un fracasado que, circularmente, vuelve al punto de partida (del que quizás jamás se movió) para donarle sentido a su existencia, me conmueven. Probablemente tanto como me conmovió y lo sigue haciendo el capítulo final de Evangelion, el que nos hace creer que toda la faramalla e intrincada textura interdiscursiva no era más que un método de defensa, el modo de alejar a su padre y su historia, es decir, su dolor, por parte de un niño. Decirlo sencillamente: ni la cábala, ni el génesis, ni el gnosticismo equivalen al sufrimiento de un niño, a su incapacidad de decir o aproximarse al dolor.

Que nadie haya podido completarse, sostener ese vínculo que nos ata a las cosas y nos imprime en ellas: ese viejo daguerrotipo, el facón y un juguete, o los residuos de una vida de frustraciones, no dice nada sobre aquello ausente. En fin, soñar que es posible reunirse más allá de las fijaciones, la tradición o lo elegido y asumido como destino, nada otorga al sujeto amante en su contexto, su modo de relacionarse con la pléyade de realidades y discursos que producen sus prójimos o lejanos. Esto, más allá de que Jack Sheppard haya intentado situarse e historizarse en un hipóstasis del mundo, un binario campo de batalla para descubrir su rol, su ubicación y sentido en el texto.

Vuelvo a ese parlamento: Remember, and let it go, ya que si bien el arte se ha valido y validado urdiendo laberintos, es la presencia inminente –esa débil fuerza mesiánica del fin- del otro al que tornará quien quiso ser, quien decidió ser, la que cobra un sentido famular o familiar al recordar los límites de toda experiencia, ese terror que rodea como aura a las pertenencias acumuladas, los amigos, las historias que cada sujeto carga (lastre y peculio) al transformarse o ser trabajado por el olvido. Toda intención de superar nuestro tiempo y nuestras taras, mutar hacia ese otro literario, eterno en la fama, conduce a la revelación que a diario sobrevuela como un ave sobre nuestras cabezas.

Intuiciones me arrastran a esa imagen en la que Jack se acuesta entre los juncos a esperar la muerte (como en un cuento de Horacio Quiroga o en PI), abriendo y cerrando los ojos para ver en ese punto de hablada que comparte con Quentin del Sonido y la furia, cómo Argos lo reconoce luego del viaje, reconociendo él también, que no había aceptado la muerte de su padre. Quizás esa pequeña partícula de la realidad, menor ante el drama del resto de los personajes, sea incapaz de producir el estremecimiento que un enigma intelectual genera, pero es la impotencia que siente el ser humano al desprenderse y aceptar el fin, la conclusión de la fama o la memoria de una obra en la memoria de los hombres, como esa tradición de recordar a los muertos o celebrar los nacimientos de la patria, la que resignifica algo que me dijera Camilo Brodsky sobre la negación a aceptar que todos construimos literaturas menores, no como Kafka según Deleuze, sino como un trabajo sereno, que quedará de seguro empozado en los ojos de quienes compartieron, comparten y compartirán el deslumbramiento de un oficio, sea este artístico o no.

Quiero pensar o bien sentir que Lost me ha recordado eso de que las historias ocurren dos veces como tragedia y farsa, además de situar la muerte no desde su tematización, sino hacia su frágil intimidad, esa sensiblería huidiza y aplacada por el arte: no aceptar jamás que vamos quedando en las cosas, que nos agotamos recordando y que nada nos recordará. Terminar, sin más, o para nunca más, nunca más, aunque quede esa subrepticia sensación de que hay algo que no acabamos de descubrir que permanece. Tardes sentado en la cocina observando cómo mi madre cocinaba, un invierno junto a mi padre viendo el mundial del noventa, esa mañana en que nació mi hermano Claudio, las fatigosas y perdidas misas del gallo, las caminatas por Campos de Deportes, los viajes por la cordillera, mi madre que no dejaba de recordar a su padre muerto, la noche en que soñé con él, la última conversación en su pieza terminal, el té junto a mis abuelos en esa casa de la calle Eduardo Castillo Velasco. Imágenes teñidas por eso que imagino redentor y por revelarse, transitando por un tiempo que se agota, como una clepsidra, entre aquellos que nos aman y a quienes amamos, viendo a ratos cómo van desapareciendo, sin darnos cuenta, junto a las hojas del otoño, las escenas de una serie cualquiera, recordando que probablemente no las podremos dejar ir.














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