miércoles, junio 02, 2010

“El concilio del amor”, de Oskar Panizza






MARÍA (imperiosa). - ¿Quién es esta persona? (Silencio). ¿Quién te ha permitido entrar? ¿De dónde vienes? ¿Vienes de allá abajo? ¿Eres una muerta? ¿O eres algo mejor aún: una santa? ¿Qué vienes a hacer aquí? ¿Querrías hacerme compa­ñía? ¿Pero con qué derecho...? (Temblorosa. Aparece el Diablo tras la "Mujer"; agitado, como si hubiese corrido. Hace una reverencia profun­da ante María).

EL DIABLO. - Señora... (presentando a la "Mu­jer"), mi hija. (Los ángeles huyen dando gritos).

MARÍA (desciende de su trono, muy asombrada). - ¡Ah!

EL DIABLO. - Espero que te guste...

MARÍA. -¿Gustarme? No: ¡es demasiado hermosa para gustarme! Este ser va a eclipsar a todo el mundo, así en el Cielo como en la Tierra. Yo esperaba encontrarme con un monstruo.

EL DIABLO. -Señora, a fin de...

MARÍA. - ¡Señora, señora! ¡Yo soy la Virgen Eter­na, la Bienaventurada Madre de Dios! ¡Trata de no olvidarlo! (Le echa un vistazo a la "Mujer").

EL DIABLO. - Todavía no está en condiciones de captar ese tipo de sutilezas. ¡Es como un niño!

MARÍA. - ¿No habla en lengua alguna?

EL DIABLO. - ¡Dios me libre!

MARÍA. - ¿Habla en su propia lengua?

EL DIABLO. - Habla en la lengua de todas las mu­jeres, la de la peor seducción.

MARÍA. - Creo que te has extralimitado en Nues­tro programa. ¿Qué hacer con esta magnífica criatura?

EL DIABLO. -De todos modos, era preciso que...

MARÍA (interrumpe). - Si yo hubiera querido, ha­bría podido tomar a uno de mis ángeles, incluso habría podido...

EL DIABLO. - ¡Oh, mi Graciosísima, nunca jamás! Olvidáis...

MARÍA. - ¡Ah, sí, es cierto, es cierto! ¿Pero por qué esta enceguecedora belleza, por qué esta gra­cia? (En voz baja:) ¿No corremos el riesgo de desmerecernos a sus ojos?

EL DIABLO. - Puedes admirarla cuanto gustes. Aún todo lo ignora.

(María se la come con los ojos; luego, impulsa­da por un brusco movimiento, la abraza y la be­sa. La "Mujer" retrocede, espantada).

MARÍA (subyugada). - ¡Qué maravilla! ¡Diríase un niño!

EL DIABLO (con acento patético, deliberadamente cómico). - ¡Justamente salida de las manos del Creador!

MARÍA. - ¡Oh, bufón! ¿Pero de dónde proviene esta criatura?

EL DIABLO (dándose importancia). -Es un secre­to de fábrica que no podemos revelar. Pero pue­do decirte quién es su madre.

MARÍA. - ¿Ah sí?

EL DIABLO. - Una tal Salomé, hermosa cortadora de cabezas. Bailando ganó una cabeza aún ca­lentita.

MARÍA (reflexionando). - ¿Y no está entre noso­tros, aquí en el Cielo?

EL DIABLO (seco). -No, no. Mujeres como ésa no tenéis en vuestra casa.

MARÍA (fascinada por la "Mujer'). - Mujeres co­mo ésta no tenemos en nuestra casa... Y sin embargo, ¡qué enceguecedora belleza!

EL DIABLO. -Todo cuanto en ella puedas ver lo heredó de su madre.

MARÍA. -De su madre...

EL DIABLO (sarcástico). - ¡Y también algo más que no puedes ver!

MARÍA (guiñada de complicidad). - ¡Perfecto! ¿Y aparte ... ?

EL DIABLO. - Las cualidades del padre han de ma­nifestarse más tarde, cuando haya adquirido ex­periencia.

MARÍA. -¡Lo dudo!

EL DIABLO. - ¡Ah, mi forma deslumbraba!

MARÍA. - ¿Y esta casta belleza, estos ojos incom­parables, esta promesa de voluptuosidades no conocidas, esta bondad y esta piedad sobrenatu­rales, todo esto, dime, es lo que va a envenenar y destruir a los hombres?

EL DIABLO (con firmeza). - ¡Sí, esto es!

MARÍA. -¿Pero cómo es posible?

EL DIABLO (mordaz). - ¿Posible? La fuerza del ve­neno que contienen sus venas es tal, que a aquel que se atreva a tocarla se le pondrán los ojos, quince días más tarde, como bolas de vidrio. ¡Hasta los pensamientos han de coagulársele! Después, su esperanza bostezará como un pe­jerrey disecado. Seis semanas más tarde, al con­templarse el cuerpo, se preguntará: ¿pero éste soy yo? Se le caerá el cabello, se le caerán las pestañas y también los dientes; sus articulacio­nes y su mandíbula perderán toda solidez. Al cabo de tres meses tendrá toda la piel agujerea­da como un colador, e irá de vidriera en vidriera buscando el medio de procurarse una nueva piel. La desesperación, además de invadirle el alma, goteará de su nariz como un moquillo hediondo. Sus amigos se sacarán los ojos entre sí, y aquel que esté en la primera fase se burlará del que haya llegado a la tercera o cuarta. Un año más tarde, la nariz se le caerá en la sopa, y saldrá a comprarse otra nariz, ¡pero de caucho! Luego cambiará de casa y de empleo. Se volverá com­pasivo y sentimental; será incapaz de matar una mosca. Se hará moralista, jugará con los bichitos al sol y envidiará la suerte de los árboles en la primavera. Si es protestante se hará católico, y viceversa. Así que pasen dos o tres años, su hígado y demás vísceras han de parecerle ladri­llos, y no pensará más que en alimentos muy li­vianos. Luego le vendrá comezón a un ojo; tres meses más tarde, éste se le cerrará. Al cabo de cinco o seis años, su cuerpo empezará a estre­mecerse y a arder como un fuego de artificio. Todavía podrá caminar, pero ha de mirar, in­quieto, hasta cuándo sus pies habrán de sostener­lo. Poco tiempo después preferirá quedarse en cama, pues el calor le sentará bien. Un buen día, al cabo de ocho años, se arrancará un hueso de su propio esqueleto, lo olfateará y lo arrojará, horrorizado, a un rincón. Entonces se volverá re­ligioso, muy religioso, cada vez más religioso; gustará de los libros encuadernados en piel, con cantos dorados y provistos de una cruz. Diez años después, ya podrida la osamenta, estará como re­machado a su cama, bostezando, con el hocico abierto hacia el techo, interrogándose sobre el porqué de las cosas, y ha de morir, por fin... Su alma, entonces, os pertenecerá.

MARÍA (volviéndose, asqueada). - ¡Puf!





en Das Liebeskonzil, 1894












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