—Nada de esto es para usted. No podría comprenderlo. Usted se ha educado en otro mundo. El mío era el mundo de la periferia, el mundo del ferrocarril, de las barriadas obreras. Suciedad, falta de espacio, miseria, el desprecio para los trabajadores, las mujeres ultrajadas. Era la desgarradora y provocativa insolencia de la corrupción, de los hijos de papá, de los estudiantes bien vestidos y también de los comerciantes. Con una burla, con una irritación despreciativa, respondían a las lágrimas y a las lamentaciones de los despojados, de los ofendidos, de las mujeres seducidas. La beatífica serenidad de los parásitos, que se distinguían solamente por no haberse preocupado nunca por nada, por no haber buscado nada jamás y no haber dado ni dejado nada al mundo. Y nosotros, en cambio, tomábamos la vida como una campaña militar y removíamos las montañas para aquellos a quienes amábamos. Y si no conseguimos otra cosa que hacerles sufrir, no tocábamos ni uno solo de sus cabellos, porque nuestro sufrimiento era todavía mayor que el suyo. Pero antes de seguir adelante considero mi deber decirle esto: debe marcharse inmediatamente de aquí, si en algo estima su vida. En torno a mí se va estrechando la red, y acabe todo como acabe, a usted lo mezclarán también con esto, aunque sólo sea por haber hablado conmigo. Además hay muchos lobos por aquí. El otro día tuve que disparar contra ellos.
—¡Ah! ¿Fue usted quien disparó?
—Sí. Me oyó, ¿verdad? Me dirigía a otro refugio, pero antes de llegar a él, advertí por varios indicios que le habían prendido fuego y que probablemente estaban muertos aquellos que debían hospedarme. No me quedaré aquí mucho tiempo. Solamente quiero pasar la noche, y mañana por la mañana me iré. Así, con su permiso continúo.
»¿Cree usted que las calles Tvierskaia y Iámskaia[1] y los vagos de pantalón ceñido que se paseaban por ellas con muchachas con los más absurdos peinados existían solamente en Moscú, solamente en Rusia? No, la calle de la tarde, la crepuscular calle del siglo, las aceras, los caballos de raza podía usted encontrarlos por todas partes. Pero algo caracterizaba esa época y daba a todo el siglo diecinueve una categoría histórica: el nacimiento del pensamiento socialista. Estallaban las revoluciones y muchachos llenos de abnegación se subían a las barricadas. Los escritores trataban por todos los medios de censurar el bestial apetito de dinero y elevar y defender la dignidad humana de los pobres. Y llegó el marxismo, que vio dónde se hallaba la raíz del mal y dónde estaba el medio de curarlo, y se convirtió en la fuerza motriz del siglo. Eso constituyó la época de las calles Tvierskaia y Iámskaia, la suciedad y el fulgor de santidad, la corrupción y las barriadas obreras, las proclamas y las barricadas.
»¡Qué hermosa estaba ella entonces en el colegio! No puede usted imaginárselo. A menudo iba a ver a una compañera suya de clase a la casa de los empleados del ferrocarril de Brest. Así se llamaba en aquel tiempo ese ferrocarril, antes de que le dieran luego diversos nombres. Mi padre, que ahora es miembro del tribunal de Yuriatin, trabajaba como obrero cerca de la estación. También yo iba a aquella casa y la veía. Era una chiquilla, una niña, pero en su rostro, en sus ojos se leía ya una ansiedad, la inquietud del siglo. Todo el sentido de la época, sus lágrimas y sus ofensas, sus impulsos, su sed de venganza acumulada por el tiempo y su orgullo estaban escritos en su rostro y en su actitud, en esa mezcla suya de timidez pueril y de gracia temeraria. La acusación del mundo podía hacerse en nombre de ella, con sus labios. Créame, no estoy diciendo tonterías. Es una especie de predestinación, una señal que una persona puede tener, que posee por naturaleza, que tiene casi ese derecho.
—Habla usted con una gran exactitud. También yo la vi entonces, precisamente como usted me la ha descrito. La alumna del colegio se identificaba en ella con la detentadora de un secreto de persona adulta. Su sombra se dibujaba en la pared, vigilante y desamparada, siempre a la defensiva. Así la vi yo, así la recuerdo. Y usted ha expresado esto de una manera extraordinaria.
—¿La vio y la recuerda? Pero ¿qué hizo usted por ella?
—Esa es otra cuestión.
—Así es que, como verá, todo este siglo diecinueve con sus revoluciones en París, con sus distintas generaciones de emigrados rusos, comenzando desde Herzen, con proyectos de regicidios, algunos no llevados a cabo, otros puestos en ejecución, todo el movimiento obrero del mundo, todo el marxismo en los parlamentos y universidades de Europa, todo el nuevo sistema de ideas, la novedad y la rapidez de las deducciones, la ironía, toda la consiguiente impiedad elaborada en nombre de la piedad, todo esto lo absorbió en sí Lenin y lo expresó por todos. Como la personificación de la venganza se lanzó contra el viejo sistema. Junto a él se levantó el alma inmensa de Rusia, que de pronto, a los ojos de todo el mundo, se encendió como una lámpara votiva por toda la miseria y los sufrimientos de la humanidad. Pero ¿por qué estoy diciendo esto? Para usted son sólo palabras inútiles. Por esa muchacha yo fui a la universidad, por ella me hice profesor y ocupé un cargo en Yuriatin, un lugar que no conocía.
Devoré montañas de libros y adquirí una infinidad de conocimientos, todo para serle útil a ella, para estar preparado si ella tenía necesidad de mi ayuda. Fui a la guerra para conquistarla de nuevo, después de tres años de matrimonio, y luego, después de la guerra, al volver de mis prisiones, aproveché la circunstancia de que me creían muerto y, con un nombre falso, intervine en la revolución para hacer pagar todo lo que ella había sufrido, para cancelar toda huella de sus tristes recuerdos, para que ya no fuera posible volver al pasado, para que ya no existiesen calles como la Tvierskaia y la Iámskaia. Y ellas, ella y mi hija, estaban cerca, ¡estaban aquí! ¡Qué sobrehumano esfuerzo me costó sofocar el deseo de precipitarme a ellas y verlas! Pero antes debía llevar a término la empresa de mi vida. ¡Qué no daría yo por poder verlas aunque sólo fuera una vez! Cuando ella entraba en una habitación parecía que ésta se llenaba de aire y de luz.
—¡Ah! ¿Fue usted quien disparó?
—Sí. Me oyó, ¿verdad? Me dirigía a otro refugio, pero antes de llegar a él, advertí por varios indicios que le habían prendido fuego y que probablemente estaban muertos aquellos que debían hospedarme. No me quedaré aquí mucho tiempo. Solamente quiero pasar la noche, y mañana por la mañana me iré. Así, con su permiso continúo.
»¿Cree usted que las calles Tvierskaia y Iámskaia[1] y los vagos de pantalón ceñido que se paseaban por ellas con muchachas con los más absurdos peinados existían solamente en Moscú, solamente en Rusia? No, la calle de la tarde, la crepuscular calle del siglo, las aceras, los caballos de raza podía usted encontrarlos por todas partes. Pero algo caracterizaba esa época y daba a todo el siglo diecinueve una categoría histórica: el nacimiento del pensamiento socialista. Estallaban las revoluciones y muchachos llenos de abnegación se subían a las barricadas. Los escritores trataban por todos los medios de censurar el bestial apetito de dinero y elevar y defender la dignidad humana de los pobres. Y llegó el marxismo, que vio dónde se hallaba la raíz del mal y dónde estaba el medio de curarlo, y se convirtió en la fuerza motriz del siglo. Eso constituyó la época de las calles Tvierskaia y Iámskaia, la suciedad y el fulgor de santidad, la corrupción y las barriadas obreras, las proclamas y las barricadas.
»¡Qué hermosa estaba ella entonces en el colegio! No puede usted imaginárselo. A menudo iba a ver a una compañera suya de clase a la casa de los empleados del ferrocarril de Brest. Así se llamaba en aquel tiempo ese ferrocarril, antes de que le dieran luego diversos nombres. Mi padre, que ahora es miembro del tribunal de Yuriatin, trabajaba como obrero cerca de la estación. También yo iba a aquella casa y la veía. Era una chiquilla, una niña, pero en su rostro, en sus ojos se leía ya una ansiedad, la inquietud del siglo. Todo el sentido de la época, sus lágrimas y sus ofensas, sus impulsos, su sed de venganza acumulada por el tiempo y su orgullo estaban escritos en su rostro y en su actitud, en esa mezcla suya de timidez pueril y de gracia temeraria. La acusación del mundo podía hacerse en nombre de ella, con sus labios. Créame, no estoy diciendo tonterías. Es una especie de predestinación, una señal que una persona puede tener, que posee por naturaleza, que tiene casi ese derecho.
—Habla usted con una gran exactitud. También yo la vi entonces, precisamente como usted me la ha descrito. La alumna del colegio se identificaba en ella con la detentadora de un secreto de persona adulta. Su sombra se dibujaba en la pared, vigilante y desamparada, siempre a la defensiva. Así la vi yo, así la recuerdo. Y usted ha expresado esto de una manera extraordinaria.
—¿La vio y la recuerda? Pero ¿qué hizo usted por ella?
—Esa es otra cuestión.
—Así es que, como verá, todo este siglo diecinueve con sus revoluciones en París, con sus distintas generaciones de emigrados rusos, comenzando desde Herzen, con proyectos de regicidios, algunos no llevados a cabo, otros puestos en ejecución, todo el movimiento obrero del mundo, todo el marxismo en los parlamentos y universidades de Europa, todo el nuevo sistema de ideas, la novedad y la rapidez de las deducciones, la ironía, toda la consiguiente impiedad elaborada en nombre de la piedad, todo esto lo absorbió en sí Lenin y lo expresó por todos. Como la personificación de la venganza se lanzó contra el viejo sistema. Junto a él se levantó el alma inmensa de Rusia, que de pronto, a los ojos de todo el mundo, se encendió como una lámpara votiva por toda la miseria y los sufrimientos de la humanidad. Pero ¿por qué estoy diciendo esto? Para usted son sólo palabras inútiles. Por esa muchacha yo fui a la universidad, por ella me hice profesor y ocupé un cargo en Yuriatin, un lugar que no conocía.
Devoré montañas de libros y adquirí una infinidad de conocimientos, todo para serle útil a ella, para estar preparado si ella tenía necesidad de mi ayuda. Fui a la guerra para conquistarla de nuevo, después de tres años de matrimonio, y luego, después de la guerra, al volver de mis prisiones, aproveché la circunstancia de que me creían muerto y, con un nombre falso, intervine en la revolución para hacer pagar todo lo que ella había sufrido, para cancelar toda huella de sus tristes recuerdos, para que ya no fuera posible volver al pasado, para que ya no existiesen calles como la Tvierskaia y la Iámskaia. Y ellas, ella y mi hija, estaban cerca, ¡estaban aquí! ¡Qué sobrehumano esfuerzo me costó sofocar el deseo de precipitarme a ellas y verlas! Pero antes debía llevar a término la empresa de mi vida. ¡Qué no daría yo por poder verlas aunque sólo fuera una vez! Cuando ella entraba en una habitación parecía que ésta se llenaba de aire y de luz.
1957
[1] Calles de un barrio de mala muerte de Moscú.
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