Existe una tradición del poema en prosa que atraviesa diversos espacios y tiempos. Se origina en el romanticismo alemán, continúa en el simbolismo francés, se prolonga en el surrealismo y desemboca en algunos autores posmodernos. Entre los rasgos que configuran esta tradición se cuentan: la creación de atmósferas encantadas, la invención de figuras afines a los personajes de los cuentos de hadas, las referencias a manifestaciones no convencionales de lo sagrado y las connotaciones o alusiones míticas. En Hispanoamérica pertenecen a este canon poetas como el venezolano José Antonio Ramos Sucre, la argentina Alejandra Pizarnik, y el colombiano Álvaro Mutis. Habría que agregar ahora un nombre más reciente: el del poeta peruano Miguel Ángel Zapata.
Uno de los aciertos de su poesía es la invención del personaje llamado el cuervo anacoreta; curioso pájaro que es convocado en tercera persona o cuya voz escuchamos directamente a través de sus monólogos. Es una especie de alter ego del poeta y una materialización de su inconsciente (en ocasiones adquiere el carácter de símbolo fálico). No es extraño entonces que muchos de los rasgos definitorios de su poesía se concentren en torno a esta figura: la atmósfera feérica, la fundación de pequeños mitos, la sacralización de la realidad, el empleo de adjetivos cromáticos (lluvia lila, árboles morados), entre los que destaca el color azul, y la presencia de elementos naturales de gran brillo y pureza, como la nieve, el sol y el cielo, todos correlatos de esferas superiores.
Agreguemos que el mundo fundado por los textos se mueve en esa zona que une la vigilia y el sueño. Son visiones que se gestan en la simbiosis entre la fantasía y la realidad contingente. Esto se aprecia con meridiana claridad en uno de sus mejores poemas; el titulado “La iguana de Casandra”. De acuerdo con la información biográfica que manejamos, todos los factores que Zapata pone en juego aquí provienen de experiencias reales. Casandra, efectivamente, es una de sus hijas, y la iguana era su animalito regalón. Sin embargo, estos y otros elementos adquieren un aura de irrealidad, gracias a las connotaciones de las palabras Casandra e iguana. Sabemos que la Casandra mitológica está ligada a las artes adivinatorias y que la iguana, ese pequeño dragón, todavía carga con su pasado mítico. La irrealización de lo real es una de las técnicas más productivas de Miguel Ángel Zapata.
He mencionado antes a Ramos Sucre, Alejandra Pizarnik, y Álvaro Mutis, como integrantes de la misma tradición a la que pertenece Zapata; pero hay un punto esencial en el que el peruano corre con colores propios. En las prosas de Zapata no hay nada alucinante ni perturbador ni funerario. Lo que hay en cambio es una actitud de exploración y reconocimiento de las maravillas del mundo, que son también las maravillas de la escritura. La poesía de Zapata no es un diario de muerte. Es más bien un diario de la vida leve, como lo llama él mismo. Emblemático de esta filosofía es el poema “Los muslos sobre la grama”. El poeta está visitando un cementerio y de pronto divisa a una muchacha que viste shorts y que pasa corriendo entre las tumbas. Es una visión que lo induce a la siguiente reflexión: “Y volví a pensar que la muerte no era un tema de lágrimas sino más bien de gozo, cuando la vida continuaba vibrando con los muslos sobre la grama”.
Al invertir el orden cronológico, el desarrollo poético de Zapata culmina –por ahora- con el libro que inaugura esta antología. En Un pino me habla de la lluvia reaparecen los rasgos que ya hemos descrito, pero amplían su registro y lo intensifican, no sólo a través del poema en prosa, sino también del poema en verso. Lo cotidiano y lo familiar siguen siendo la fuente de su poesía: los hijos, los vecinos, el barrio, la bicicleta. Mención aparte merecen el perro y el loro regalones, a los que dedica dos hermosas elegías. A lo que habría que agregar el paisaje de Long Island, lugar donde reside el poeta. Este estrato de realidad siempre está rodeado de una atmósfera afín a los cuentos de hadas. Ni siquiera en los textos sobre la gran urbe Zapata es un “poeta en Nueva York” a la manera de García Lorca. Si la cosmovisión neoyorquina de Lorca se caracteriza por el acromatismo, la asfixia y la angustia, la de Zapata está llena de colores, de aire fresco, de cautelosa felicidad, ya sea que pasee por el Bronx o por el Central Park. En este libro las ventanas son un símbolo recurrente: un vínculo con la magia del paisaje exterior, una salida de cualquier encierro. “Los edificios sin ventanas son una cárcel cerca del cielo”, dice el poeta. En cambio García Lorca, incluso cuando transita al aire libre, por las calles de Manhattan, se siente encerrado por los rascacielos y por la muchedumbre. Una actitud completamente opuesta tiene el personaje femenino que Zapata introduce en el poema “La cuerva en Nueva York” (feliz complemento del cuervo anacoreta). Cuando la cuerva se adentra en los barrios de la ciudad, lo hace para disfrutar de “los placeres de la vida dulce”.
Los poemas de Ensayo sobre la rosa son prácticamente “áfonos”. En vez de pronunciar sonidos o producir ruido ambiental, emiten imágenes como en sordina; visiones silenciosas que tienen la limpidez de un cielo sin nubes. Ellas son el registro de una forma de vida que no deja huellas de sangre en el texto, sino el rastro de un poeta singular que se interna con regocijo en el valle sagrado de las letras. La obra poética de Miguel Ángel Zapata se destaca entre las voces más originales de Hispanoamérica a partir de 1980. Esto se comprueba en la impecable antología que ahora se publica. Ya lo había anticipado el mismo Álvaro Mutis en una breve nota que ahora cito: “La poesía de Miguel Ángel Zapata es una poesía profundamente personal y en extremo rica en posibilidades e imaginación, un rigor y una continuidad en su trabajo poético, que no son comunes en nuestro continente tan poblado de talentos y tan escaso en verdaderos artesanos de la poesía”. Yo no hago más que corroborarlo.
Uno de los aciertos de su poesía es la invención del personaje llamado el cuervo anacoreta; curioso pájaro que es convocado en tercera persona o cuya voz escuchamos directamente a través de sus monólogos. Es una especie de alter ego del poeta y una materialización de su inconsciente (en ocasiones adquiere el carácter de símbolo fálico). No es extraño entonces que muchos de los rasgos definitorios de su poesía se concentren en torno a esta figura: la atmósfera feérica, la fundación de pequeños mitos, la sacralización de la realidad, el empleo de adjetivos cromáticos (lluvia lila, árboles morados), entre los que destaca el color azul, y la presencia de elementos naturales de gran brillo y pureza, como la nieve, el sol y el cielo, todos correlatos de esferas superiores.
Agreguemos que el mundo fundado por los textos se mueve en esa zona que une la vigilia y el sueño. Son visiones que se gestan en la simbiosis entre la fantasía y la realidad contingente. Esto se aprecia con meridiana claridad en uno de sus mejores poemas; el titulado “La iguana de Casandra”. De acuerdo con la información biográfica que manejamos, todos los factores que Zapata pone en juego aquí provienen de experiencias reales. Casandra, efectivamente, es una de sus hijas, y la iguana era su animalito regalón. Sin embargo, estos y otros elementos adquieren un aura de irrealidad, gracias a las connotaciones de las palabras Casandra e iguana. Sabemos que la Casandra mitológica está ligada a las artes adivinatorias y que la iguana, ese pequeño dragón, todavía carga con su pasado mítico. La irrealización de lo real es una de las técnicas más productivas de Miguel Ángel Zapata.
He mencionado antes a Ramos Sucre, Alejandra Pizarnik, y Álvaro Mutis, como integrantes de la misma tradición a la que pertenece Zapata; pero hay un punto esencial en el que el peruano corre con colores propios. En las prosas de Zapata no hay nada alucinante ni perturbador ni funerario. Lo que hay en cambio es una actitud de exploración y reconocimiento de las maravillas del mundo, que son también las maravillas de la escritura. La poesía de Zapata no es un diario de muerte. Es más bien un diario de la vida leve, como lo llama él mismo. Emblemático de esta filosofía es el poema “Los muslos sobre la grama”. El poeta está visitando un cementerio y de pronto divisa a una muchacha que viste shorts y que pasa corriendo entre las tumbas. Es una visión que lo induce a la siguiente reflexión: “Y volví a pensar que la muerte no era un tema de lágrimas sino más bien de gozo, cuando la vida continuaba vibrando con los muslos sobre la grama”.
Al invertir el orden cronológico, el desarrollo poético de Zapata culmina –por ahora- con el libro que inaugura esta antología. En Un pino me habla de la lluvia reaparecen los rasgos que ya hemos descrito, pero amplían su registro y lo intensifican, no sólo a través del poema en prosa, sino también del poema en verso. Lo cotidiano y lo familiar siguen siendo la fuente de su poesía: los hijos, los vecinos, el barrio, la bicicleta. Mención aparte merecen el perro y el loro regalones, a los que dedica dos hermosas elegías. A lo que habría que agregar el paisaje de Long Island, lugar donde reside el poeta. Este estrato de realidad siempre está rodeado de una atmósfera afín a los cuentos de hadas. Ni siquiera en los textos sobre la gran urbe Zapata es un “poeta en Nueva York” a la manera de García Lorca. Si la cosmovisión neoyorquina de Lorca se caracteriza por el acromatismo, la asfixia y la angustia, la de Zapata está llena de colores, de aire fresco, de cautelosa felicidad, ya sea que pasee por el Bronx o por el Central Park. En este libro las ventanas son un símbolo recurrente: un vínculo con la magia del paisaje exterior, una salida de cualquier encierro. “Los edificios sin ventanas son una cárcel cerca del cielo”, dice el poeta. En cambio García Lorca, incluso cuando transita al aire libre, por las calles de Manhattan, se siente encerrado por los rascacielos y por la muchedumbre. Una actitud completamente opuesta tiene el personaje femenino que Zapata introduce en el poema “La cuerva en Nueva York” (feliz complemento del cuervo anacoreta). Cuando la cuerva se adentra en los barrios de la ciudad, lo hace para disfrutar de “los placeres de la vida dulce”.
Los poemas de Ensayo sobre la rosa son prácticamente “áfonos”. En vez de pronunciar sonidos o producir ruido ambiental, emiten imágenes como en sordina; visiones silenciosas que tienen la limpidez de un cielo sin nubes. Ellas son el registro de una forma de vida que no deja huellas de sangre en el texto, sino el rastro de un poeta singular que se interna con regocijo en el valle sagrado de las letras. La obra poética de Miguel Ángel Zapata se destaca entre las voces más originales de Hispanoamérica a partir de 1980. Esto se comprueba en la impecable antología que ahora se publica. Ya lo había anticipado el mismo Álvaro Mutis en una breve nota que ahora cito: “La poesía de Miguel Ángel Zapata es una poesía profundamente personal y en extremo rica en posibilidades e imaginación, un rigor y una continuidad en su trabajo poético, que no son comunes en nuestro continente tan poblado de talentos y tan escaso en verdaderos artesanos de la poesía”. Yo no hago más que corroborarlo.
Iowa City, septiembre, 2007
Del epílogo de Ensayo sobre la Rosa. Poesía selecta 1983-2008. Lima:
Fondo Editorial de la USMP, 2010.
Fondo Editorial de la USMP, 2010.
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