lunes, abril 19, 2010

“La felicidad”, de Marcelo Lillo







Lo único que hacíamos era mirar televisión. Hablo de mi mujer y yo; ninguno de los dos tenía trabajo y estábamos acostados todo el día. No pasábamos frío y a veces hasta nos olvidábamos de comer.

Veíamos todos los programas desde la mañana a la noche, dormitando de vez en cuando, levantándonos solo para ir al baño y mirar la calle y las casas vecinas cuyas chimeneas humeaban porque era invierno.

Lo menos que teníamos era leña. No teníamos ni muebles, porque fue lo último que vendimos unos meses atrás. Antes le tocó el turno a las joyas; lo primero fueron los discos y el computador. Intentamos que la plata fuera eterna, que pudiéramos pagar las cuentas y comer algo. Lo único que nos negamos a vender fue el televisor. Ni mi mujer ni yo quisimos hacerlo, tal vez porque sabíamos que vendrían momentos en que la televisión nos rescataría de algo.

Pero estábamos llegando a lo más hondo, no teníamos nada más que vender y todos los días eran iguales. Despertábamos, encendíamos el televisor y pasábamos así todo el día, sintiendo el vacío en medio del cuerpo, que es igual al vacío que se imaginan los que nunca han pasado hambre. Un hueco bajo las costillas. Había momentos en que mi mujer se ponía a llorar; otras me tocaba a mí. Llorábamos porque creíamos que nos íbamos a morir y eso nos alegraba y aterraba al mismo tiempo, una de esas raras mezclas que hacen que la vida no tenga otro nombre.

Un domingo amaneció lloviendo y el lunes fue idéntico. El martes el agua se detuvo pasado el mediodía, después salió el sol y los techos comenzaron a humear.

Mi mujer estaba tapada hasta la nariz cuando la miré antes de ir al baño; ella levantó las cejas y supongo que sonrió bajo las sábanas. Oí el murmullo de la televisión en el baño y cuando salí fui a la pieza que había sido de mi madre y miré hacia fuera. La calle estaba seca y las nubes se arrinconaban; vi que un auto se detuvo a la entrada de la casa del frente. Era un taxi y de él bajó una mujer con una torta en las manos; el chofer se había bajado primero para abrirle la puerta. La mujer le dio las gracias con un movimiento de cabeza.

—Trajo una torta —le dije a mi mujer cuando volví al dormitorio—. La mujer del frente.
—¿Cuál mujer? —preguntó ella desviando la vista de la pantalla.
—La del frente, la nueva.

Rato después nos vestimos, mi mujer apagó el televisor y salimos.

Habíamos estado encerrados tantos días que me sentí raro, quizás fue el aire tan limpio luego de una lluvia tan larga. Todavía quedaban algunas pozas, pero flotaba un agradable olor a tierra húmeda. Cruzamos la calle y cuando nos detuvimos frente a la puerta me acordé que con la mujer nos vimos un par de veces pero no nos saludamos. No sabía si eso era bueno o malo.

Toqué y ella abrió. Nos quedó mirando como si quisiera preguntarnos algo, pero no le di tiempo porque dije:

—¡Feliz cumpleaños!

Me acerqué y la abracé. Cuando la solté la mujer se llevó una mano a la frente y sonrió.

—Es el cumpleaños de mi hijo —dijo—. Pero pasen…

Mi mujer pasó primero y yo sentí el olor a humedad de su ropa. Enseguida sentí el calor adentro y vi una mesa llena de comida con la torta al medio. Las sillas se arrimaban a las paredes y de las lámparas colgaban globos de colores. El chico estaba en el extremo más alejado de la mesa, sentado en las piernas de una anciana que tenía el pelo blanco y las manos metidas en un par de guantes rojos.

—¡Feliz cumpleaños! —le dije al chico, y me fijé que tenía puesto un gorro de cartón parecido a una hallulla—. ¿Cuántos años cumples?
—Cinco —respondió la madre por él.
—¡Cinco!, ya eres todo un hombre. —Mi mujer se rió pero no la vi porque no le quitaba los ojos al chico, que comenzaba a ponerse nervioso y refregaba la espalda contra el cuerpo de la anciana.
—Ella es la abuela —dijo la mujer. Le dije hola, pero la anciana no respondió.

Estuvimos unos segundos parados sin saber qué hacer ni qué decir. Por entre las cortinas vi nuestra casa al frente, la puerta cerrada que llevaba meses así porque no teníamos a nadie a quien recibir. Hasta que la mujer dijo:

—Por favor, siéntense.
—Gracias —dijo mi mujer, y se sentó en una silla junto a la ventana. Yo me senté dos sillas más allá, cerca de la estufa que calentaba el ambiente haciéndolo sofocante a ratos.
—Mi hijo se llama Felipe —agregó la mujer, y miró al chico que no nos quitaba la vista de encima, como si fuésemos extraterrestres o un par de payasos contratados para alegrarle el cumpleaños—. Ella es mi mamá y yo soy Leticia.

Le dije nuestros nombres y sonreímos los tres al mismo tiempo. Miré la mesa; además de la torta había canapés, un kuchen trozado, papas fritas y varios platos con galletas. Tuve la certeza que dentro de un rato no muy largo estaría comiendo.

—¿Quieren tomar bebida? —preguntó Leticia. La quedé mirando y descubrí que su rostro se parecía al de un pájaro, con la nariz larga, los ojos pequeños y la barbilla en punta. El chico era igual a ella, no así la anciana, que era distinta aunque solo fuera por los guantes rojos.

Leticia desapareció y al poco rato volvió con una bandeja con cinco vasos llenos de bebida. Mientras tomaba el mío me pregunté si había un padre allí y cuándo haría su entrada. Miré la pieza, pero en ninguna parte descubrí algún objeto que indicara la existencia de un dueño de casa. Ni ropa ni fotografías ni esos objetos propios de los hombres como son las herramientas o alguna colección de autos en miniatura.

—Sírvanse —dijo Leticia, señalando la mesa. Se sentó con el vaso entre las manos y agregó—: ¿Cómo se les ocurrió venir?
—Lo estábamos pensando hace tiempo —contestó mi mujer—. Venir para darles la bienvenida.
—Yo los había visto a los dos —dijo Leticia—, pero no me atrevía a hablarles. Los veía cuando iban a comprar, pero después no los vi más.
—Quedé sin trabajo —dije yo, y Leticia dijo ah. Luego miró su vaso y se pasó la mano por el pelo. Miré el vaso de mi mujer y vi que estaba vacío.

Entonces estiré la mano y tomé una galleta redonda; era la primera galleta que comía en un largo tiempo. Sabía que mi mujer me estaba mirando, pero seguí comiendo, no me importó que todo sucediera muy rápido, que yo fuera el único de los cinco que comía. Tenía hambre y no había más que decir, ni siquiera lo siento o ¿por qué no me acompañan y comemos todos a la vez?

—¿Les gusta el chocolate? —dijo Leticia de pronto.
—Sí, me gusta —contesté—, pero hace tiempo que no tomo, desde que era niño y celebraba mi cumpleaños. —Quedé mirando al chico y él también me miraba, no hacía nada más. La anciana lo tiraba de las axilas cuando comenzaba a resbalarse por sus piernas.
—Yo para todos los cumpleaños hago chocolate —dijo Leticia.

La miré y Leticia se rió. Luego se paró, salió y volvió con varias tazas. Sacó un canapé y se lo echó a la boca; tomó una galleta, se la puso al chico en la mano, pero éste la soltó. La abuela movió la boca tan despacio que no entendí lo que dijo. Leticia le pasó un pedazo de kuchen e insistió con el chico, con un canapé, pero el chico lo rechazó igual que la galleta. Leticia le gritó no seas mal educado. El chico tomó el kuchen que la abuela aún no mascaba y lo tiró. El kuchen se partió al caer. Mi mujer me miró y levantó las cejas; yo dejé de comer y comencé a sentir el olor a chocolate caliente que venía de la cocina. En eso Leticia le pegó al chico una cachetada en la boca y el chico soltó el llanto, tan fuerte que fue como el grito de una de esas aves prehistóricas que se ven en la televisión. La abuela miró a Leticia, pero no dijo nada; siguió mirándola durante un rato sin necesidad de abrir la boca. Leticia acarició la cabeza de su hijo antes de salir otra vez. Miré el kuchen en el suelo, al que empezaba a salírsele la crema, mientras de reojo veía las manos apretadas de mi mujer. A ella no le gustaban las peleas, decía que la deprimían y que después no podía estar bien durante varias horas. Levanté la vista y vi los ojos húmedos del chico, que intentaba zafarse de los brazos de la abuela. En eso Leticia apareció con una olla de chocolate y el olor perfumó la pieza. Llenó las tazas de chocolate humeante, luego volvió a desaparecer y regresó con un cuchillo. Le sonrió a mi mujer y miró al chico.

—¿Puede cortar la torta? —me preguntó—. A mí se me desarma toda.

Yo nunca había cortado una torta, pero le dije sí, por supuesto. Me pasó el cuchillo y traté de acordarme de cómo lo había visto hacer en la televisión. Enterré el cuchillo y enseguida lo bajé con fuerza; así fui cortando los pedazos que repartí en cada plato. Leticia trajo tenedores y servilletas. Me volví a sentar, probé la torta, miré a mi mujer; le sonreí, ella me correspondió y seguimos comiendo. Miré al resto, que también comía. La abuela masticaba cada pedazo varias veces; el chico tenía los codos en la mesa y se echaba enormes trozos a la boca. Fue el primero en terminar y de un movimiento logró por fin zafarse de la abuela. Cuando sentí el golpe me imaginé una piedra rebotando en el piso, un sonido violento y breve, incómodo para el que no sabe lo que es.

—Felipe —alcanzó a decir Leticia, con la boca llena, pero el chico caminaba hacia mí con sus piernas ortopédicas, parecido a un robot porque no doblaba las rodillas y sus falsos pies sonaban a cada tranco—. No está acostumbrado a ver gente —se disculpó ella.
—Déjelo, está de cumpleaños —dije.

El chico llegó hasta mí y apoyó una de sus manos en mi rodilla.

—Hola —dijo.
—Hola —le dije y después no supe qué hacer. Se me había olvidado la última vez que estuve con un niño.
—¿Ustedes no tienen hijos? —le preguntó Leticia a mi mujer.
—No.

Miré a la abuela buscando ayuda, pero la anciana seguía comiendo con sus manos rojas.

—Sírvanse el chocolate antes que se enfríe —dijo Leticia.

Agarré la taza y el aroma me hizo recordar mi infancia, pero fue solo un instante, no tuve tiempo para añoranzas mayores porque el chico estiró la mano hacia mi taza. Se la ofrecí, él intentó aferrarla con las dos manos, pero tenía miedo de soltarse de mi pierna. Lo sujeté por las costillas y esperé que diera un trago largo de chocolate.

—Es un fresco —dijo Leticia, moviendo la punta de los pies como siguiendo una melodía. Usaba el pelo corto y seguramente representaba menos edad de la que tenía.

Mi mujer terminó de comerse la torta y empezó a tomarse el chocolate. Sujetaba la taza por la oreja, no con las dos manos como Leticia. Entre ellas se miraban; o miraban al chico, que tiraba de mí para que me levantara. Lo hice y él me miró hacia arriba.

—Nunca vienen hombres a la casa —oí que dijo Leticia—. Y él es tan alto que a Felipe le llama la atención.

El chico me tomó de la mano y me sacó de la pieza mientras las mujeres se reían. Sentí el frío del pasillo y me acordé de mi casa al tiempo que sentía chirriar las prótesis. Era como si me estuvieran haciendo algo en los dientes.

En su pieza tenía muchos juguetes, pero ningún televisor; y había móviles colgando encima de su cama. Hizo que me sentara y me rodeó de peluches y pelotas mientras no paraba de reírse. Su cara de pájaro se le desfiguraba con la risa, que le estiraba los ojos dejándoselos como ojales. Abrió la cómoda y me mostró su ropa; luego fue hacia un pequeño escritorio y me trajo los cuadernos para que yo viera lo que hacía en el jardín. Puso en mi mano una caja de lápices y me pidió que dibujara algo.

—No sé dibujar —dije y pensé cómo serían sus amigos del jardín.
—Un tigre —balbuceó él—, un tigre amarillo.
—No sé dibujar tigres, son muy difíciles.

El chico abrió la boca y le vi los dientes pequeñitos. La saliva le corrió por la barbilla hasta que la detuve con mi dedo.

—Gracias por venir —me dijo. O repitió lo que le enseñó a decir Leticia.
—De nada, compadre —le dije yo, apretándole la mano. Le acaricié la cabeza como le vi hacer a Leticia y me fijé que tenía los ojos vidriosos.

Le saqué la hallulla, me la puse en la cabeza y empecé a hacer morisquetas, a hablarle a los monos de peluche, a hacer con mi boca ridículos sonidos de autos. El chico volvió a reírse, dio dos saltos con sus fierros y la pieza se estremeció.

Oscurecía cuando entró Leticia.

—Felipe tiene que acostarse —dijo—. Mañana tiene que levantarse temprano para ir al jardín.
—Perfecto —dije yo.

Ella corrió las cortinas y llevó al chico al baño. Al volver lo desvistió, le puso el piyama y lo acostó, mientras mi mujer y yo mirábamos. Junto al pequeño escritorio quedaron las prótesis igual que las armas después de la batalla. Las estuve mirando hasta que el chico me dijo:

—¿Te sabes algún cuento?

Leticia me miró.

—Me sé varios, pero para otra vez será. Te los debo, compadre.

En el pasillo Leticia me dio las gracias, yo no dije nada y mi mujer me apretó la mano.

—Usted sabe —agregó—. Los invitamos, pero nunca vienen.

Mi mujer la quedó mirando y Leticia bajó la cabeza.

En la casa llegamos a encender el televisor; nos acostamos y vimos películas hasta la madrugada. Ninguno de los dos dijo nada, y meses después, cuando nos acordamos, ya nadie vivía en la casa del frente. Se fueron un día sin que nos diéramos cuenta.





en El fumador y otros relatos, 2008












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