La violencia de la naturaleza es cultura en Chile. Cada generación ha recibido su bautismo en el "cinturón de fuego" del Pacífico. Así como en Europa la guerra fue el rito de pasaje de cada época, en Chile lo es un gran temblor. Sismos mayores ocurren en promedio cada 10 años, en esa zona. El país había tenido suerte durante un cuarto de siglo, desde el último terremoto (el 3 de marzo de 1985).
La mayor parte de la población en Chile es muy joven y no había pasado por ese trance. Ahora, las generaciones más recientes acaban de recibir su bautismo de miedo, atrasado. Los jóvenes desconcertados se palpan, se sacuden el polvo, despiertan de su sueño de seguridad. Y sin saberlo, o apenas, se integran a una vieja tradición chilena: la supervivencia. Tradición severa: de la terquedad, del ingenio en la escasez, de la sobriedad que produce el escepticismo sobre la duración de las cosas materiales.
Hacemos una fogata en la calle, nos consolamos bromeando sobre la tragedia, dudamos del Estado —y de la naturaleza—, decidimos no esperar más y nos ponemos a reedificar lo derribado. No quedará muy bonito. No será completamente antisísmico. Pero, en países como el nuestro, se aprende de niño que es imposible asegurarse del todo contra "uno de los grandes". Difícil olvidarlo. No hay casa antigua en Chile que no tenga al menos una gran grieta. Cada diez años, en promedio, se tapa y repinta. Pero sabemos que sigue ahí: un rayo que se trasluce bajo el revoque y la pintura. Bajo la aparente solidez nuestra de cada día.
Ese cambio que la naturaleza puede producir en la conciencia lo experimentó el joven Darwin, también en Chile. En 1835 vivió un gran sismo y maremoto que arrasó esa misma zona de Concepción. Escribió: "Un terremoto destruye nuestras más viejas presunciones: la tierra, el emblema mismo de la solidez, se ha movido bajo nuestros pies, como una delgada costra sobre un fluido. En segundos se crea una extraña idea de inseguridad, que horas de reflexión no habrían producido".
Esa idea sobre la inseguridad de la tierra se graba en la memoria, hasta los huesos. Tenía seis años, en 1965, cuando sufrí mi primer bautismo sísmico. Estoy viendo a mi padre, desnudo en el salón, bajo una pesada lámpara de cristal que se bamboleaba sobre su cabeza. Desde la calle le gritábamos que saliera. Él, dividido entre el pudor y el miedo, vacilaba bajo esa araña que iba a aplastarlo. El año 1971 Chile me bautizó otra vez. Pasamos una noche en la calle, a oscuras, en el barrio viejo de Santiago, ateridos de frío. Cuando nos dejaron volver a la casa descubrí un gran trozo de cornisa, de mi tamaño y peso, más o menos, acostado sobre mi cama. ¿Por cuántos segundos me salvé? Mi abuelo, curtido en temblores, decía que cada presidente se inauguraba con un terremoto. En 1964, Frei Montalva; en 1970, Allende. En 1973 Pinochet no necesitó ayuda de la naturaleza para hacer el suyo. Ahora, Piñera asumirá con uno de los peores sismos de nuestra historia. Pero esa es la normalidad chilena. Lo anormal había sido este cuarto de siglo sin grandes sacudidas (mientras la presión se acumulaba).
Como nuestra juventud, nuestros observadores externos también se habían malacostumbrado. "Chile, el país más estable de Latinoamérica", es un tópico que, incluso quienes lo celebramos, nos vemos obligados a relativizar. Pareja de ese mito es aquel otro de que somos el país más desigual. Triste destino de los países lejanos y pequeños: ser simplificados y mitificados. Ahora, cuando en una ciudad devastada y a oscuras unas turbas saquean los supermercados, no falta el corresponsal que lo achaca a la desigualdad social. No señor. Ni éramos tan prósperos y ordenados hasta hace una semana; ni ahora hemos mostrado la cara horrenda del "milagro chileno". Aguarde usted a que una tormenta, de verdad "perfecta", deje a una urbe europea sin electricidad ni agua, y con el 60% de sus casas dañadas, y recordará lo que es la naturaleza humana. Apague usted la luz en todo Nueva York durante una noche, como hace años, y luego aténgase a la ley de la selva.
Heinrich von Kleist, que nunca estuvo en América, escribió su relato El terremoto de Chile, inspirándose en el seísmo de 1647 que arrasó Santiago. Una piadosa multitud que tras el desastre se aprestaba a orar, pidiendo perdón por sus pecados, se lanza enseguida sobre una pareja adúltera a la que culpa del castigo divino y los descuartiza. Para Kleist, por cierto, el remoto Chile era sólo una metáfora de la humanidad. No un mito de estabilidad o injusticia.
La violencia de la naturaleza es terrible. Pone en jaque nuestros ideales. Pero asimismo nos recuerda que no controlamos esa delgada costra de tierra, y civilización, donde caminábamos tan confiadamente. Al cambiarnos el paisaje, el temblor también nos obliga a mirarnos y cambiar. ¿Es el sismo un precio muy alto por ese cambio? Sí. Pero los sobrevivientes deshonraríamos a los muertos si no muriéramos un poco con ellos, si no cambiáramos. Como le ocurrió a Darwin, el terremoto también destruye nuestros prejuicios y presunciones. Vacuna contra el materialismo, al derrumbarlo cada tanto. Templa el carácter de un pueblo. Chile saldrá mejor de esta prueba.
La mayor parte de la población en Chile es muy joven y no había pasado por ese trance. Ahora, las generaciones más recientes acaban de recibir su bautismo de miedo, atrasado. Los jóvenes desconcertados se palpan, se sacuden el polvo, despiertan de su sueño de seguridad. Y sin saberlo, o apenas, se integran a una vieja tradición chilena: la supervivencia. Tradición severa: de la terquedad, del ingenio en la escasez, de la sobriedad que produce el escepticismo sobre la duración de las cosas materiales.
Hacemos una fogata en la calle, nos consolamos bromeando sobre la tragedia, dudamos del Estado —y de la naturaleza—, decidimos no esperar más y nos ponemos a reedificar lo derribado. No quedará muy bonito. No será completamente antisísmico. Pero, en países como el nuestro, se aprende de niño que es imposible asegurarse del todo contra "uno de los grandes". Difícil olvidarlo. No hay casa antigua en Chile que no tenga al menos una gran grieta. Cada diez años, en promedio, se tapa y repinta. Pero sabemos que sigue ahí: un rayo que se trasluce bajo el revoque y la pintura. Bajo la aparente solidez nuestra de cada día.
Ese cambio que la naturaleza puede producir en la conciencia lo experimentó el joven Darwin, también en Chile. En 1835 vivió un gran sismo y maremoto que arrasó esa misma zona de Concepción. Escribió: "Un terremoto destruye nuestras más viejas presunciones: la tierra, el emblema mismo de la solidez, se ha movido bajo nuestros pies, como una delgada costra sobre un fluido. En segundos se crea una extraña idea de inseguridad, que horas de reflexión no habrían producido".
Esa idea sobre la inseguridad de la tierra se graba en la memoria, hasta los huesos. Tenía seis años, en 1965, cuando sufrí mi primer bautismo sísmico. Estoy viendo a mi padre, desnudo en el salón, bajo una pesada lámpara de cristal que se bamboleaba sobre su cabeza. Desde la calle le gritábamos que saliera. Él, dividido entre el pudor y el miedo, vacilaba bajo esa araña que iba a aplastarlo. El año 1971 Chile me bautizó otra vez. Pasamos una noche en la calle, a oscuras, en el barrio viejo de Santiago, ateridos de frío. Cuando nos dejaron volver a la casa descubrí un gran trozo de cornisa, de mi tamaño y peso, más o menos, acostado sobre mi cama. ¿Por cuántos segundos me salvé? Mi abuelo, curtido en temblores, decía que cada presidente se inauguraba con un terremoto. En 1964, Frei Montalva; en 1970, Allende. En 1973 Pinochet no necesitó ayuda de la naturaleza para hacer el suyo. Ahora, Piñera asumirá con uno de los peores sismos de nuestra historia. Pero esa es la normalidad chilena. Lo anormal había sido este cuarto de siglo sin grandes sacudidas (mientras la presión se acumulaba).
Como nuestra juventud, nuestros observadores externos también se habían malacostumbrado. "Chile, el país más estable de Latinoamérica", es un tópico que, incluso quienes lo celebramos, nos vemos obligados a relativizar. Pareja de ese mito es aquel otro de que somos el país más desigual. Triste destino de los países lejanos y pequeños: ser simplificados y mitificados. Ahora, cuando en una ciudad devastada y a oscuras unas turbas saquean los supermercados, no falta el corresponsal que lo achaca a la desigualdad social. No señor. Ni éramos tan prósperos y ordenados hasta hace una semana; ni ahora hemos mostrado la cara horrenda del "milagro chileno". Aguarde usted a que una tormenta, de verdad "perfecta", deje a una urbe europea sin electricidad ni agua, y con el 60% de sus casas dañadas, y recordará lo que es la naturaleza humana. Apague usted la luz en todo Nueva York durante una noche, como hace años, y luego aténgase a la ley de la selva.
Heinrich von Kleist, que nunca estuvo en América, escribió su relato El terremoto de Chile, inspirándose en el seísmo de 1647 que arrasó Santiago. Una piadosa multitud que tras el desastre se aprestaba a orar, pidiendo perdón por sus pecados, se lanza enseguida sobre una pareja adúltera a la que culpa del castigo divino y los descuartiza. Para Kleist, por cierto, el remoto Chile era sólo una metáfora de la humanidad. No un mito de estabilidad o injusticia.
La violencia de la naturaleza es terrible. Pone en jaque nuestros ideales. Pero asimismo nos recuerda que no controlamos esa delgada costra de tierra, y civilización, donde caminábamos tan confiadamente. Al cambiarnos el paisaje, el temblor también nos obliga a mirarnos y cambiar. ¿Es el sismo un precio muy alto por ese cambio? Sí. Pero los sobrevivientes deshonraríamos a los muertos si no muriéramos un poco con ellos, si no cambiáramos. Como le ocurrió a Darwin, el terremoto también destruye nuestros prejuicios y presunciones. Vacuna contra el materialismo, al derrumbarlo cada tanto. Templa el carácter de un pueblo. Chile saldrá mejor de esta prueba.
En El País, 6 de marzo, 2010
Colaboración a Dscntxt de Izaskun Arrese
1 comentario:
Un artículo magnifico, lúcido, el de Carlos Franz. Me he sentido identificada en un día como hoy, 11 de marzo, que se cumplen 6 años de la masacre terrorista de los trenes de Atocha en Madrid. Soy madrileña, y aquella mañana sufrí el mayor atentado que se ha producido en tiempo de paz en Europa contra población civil. Nada ha sido igual, pero algo ha mejorado; la falsa sensación de seguridad sobre la que deslizan nuestros días se ha disuelto. Fue, salvando las distancias, un movimiento sísmico en el corazón de España, en su capital.
Hoy lo recuerdo vivamente y me doy cuenta de que todos morimos un poco aquel 11 de marzo; y los que sobrevivimos no podemos, ni debemos dejarlo en el olvido. Por los que no lo pueden contar y para poder contárnoslo a nosotros mismos y a otros. La fragilidad es la esencia de la naturaleza humana; hay que convivir con ella.
Un fuerte abrazo desde España.
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