Hay un olvido de toda existencia, un callar de nuestro ser, que es como si lo hubiéramos encontrado todo.
Hay un callar, un olvido de toda existencia en que es como si hubiéramos perdido todo, una noche de nuestra alma en que no nos alumbra el centelleo de ningún astro, ni tan siquiera un tizón de leña seca.
Me fui tranquilizando. Ya nada me despertaba a medianoche. Ya no me consumía en mi propia llama.
Tranquilo y solitario, miraba ante mí, sin volver la vista ni al pasado ni al futuro. Las cosas, lejanas o próximas, ya no penetraban en mi espíritu; a los hombres, cuando no me obligaban a mirarlos, no los veía.
Antes, este siglo se había presentado a mi espíritu como el tonel de las Danaides, y mi alma se vertía con su pródigo amor para llenar los huecos; ahora ya no veía agujeros, ahora ya no me oprimía el fastidio de vivir.
Ya no decía nunca más a la flor: ¡tú eres mi hermana!, ni a las fuentes: ¡somos de la misma raza!, sino que daba a cada cosa fielmente su nombre, como un eco.
Como un río de orillas áridas, en cuyas aguas no se refleja ni una sola hoja de sauce, corría ante mí el mundo desprovisto de toda belleza.
Hay un callar, un olvido de toda existencia en que es como si hubiéramos perdido todo, una noche de nuestra alma en que no nos alumbra el centelleo de ningún astro, ni tan siquiera un tizón de leña seca.
Me fui tranquilizando. Ya nada me despertaba a medianoche. Ya no me consumía en mi propia llama.
Tranquilo y solitario, miraba ante mí, sin volver la vista ni al pasado ni al futuro. Las cosas, lejanas o próximas, ya no penetraban en mi espíritu; a los hombres, cuando no me obligaban a mirarlos, no los veía.
Antes, este siglo se había presentado a mi espíritu como el tonel de las Danaides, y mi alma se vertía con su pródigo amor para llenar los huecos; ahora ya no veía agujeros, ahora ya no me oprimía el fastidio de vivir.
Ya no decía nunca más a la flor: ¡tú eres mi hermana!, ni a las fuentes: ¡somos de la misma raza!, sino que daba a cada cosa fielmente su nombre, como un eco.
Como un río de orillas áridas, en cuyas aguas no se refleja ni una sola hoja de sauce, corría ante mí el mundo desprovisto de toda belleza.
1799
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