sábado, septiembre 19, 2009

"Mene, Mene, Tekel, Upharsin"(*), de John Cheever







Al volver aquel año de Europa, viajé en un viejo DC-7 que sufrió un incendio en un motor mientras sobrevolaba el Atlántico. Casi todos los pasajeros estaban dormidos o sedados, y en la parte delantera del avión nadie vio las llamas, salvo una chiquilla, un anciano y yo. Cuando se apagaba el fuego, el avión giró violentamente y se abrió de golpe la puerta que daba a la cabina de los pilotos. Entonces vi que éstos y las dos azafatas llevaban los chalecos salvavidas puestos y ya inflados. Una de las azafatas cerró la puerta, pero unos minutos después salió el comandante y explicó con un susurro paternal que habíamos perdido uno de los motores y volábamos rumbo a Islandia o a Shannon. Al cabo de un rato volvió a aparecer y dijo que aterrizaríamos en Londres media hora más tarde. Dos horas después aterrizamos en Orly, ante la estupefacción de los que habían estado durmiendo. Embarcamos en otro DC-7 e iniciamos la travesía del Atlántico, y cuando finalmente tocamos tierra en Idlewild llevábamos alrededor de veintisiete horas de incomodísimo viaje.

Cogí un autobús a Nueva York y un taxi hasta la estación Grand Central. Eran las siete y media o las ocho de la noche y todo estaba cerrado, incluso los quioscos de periódicos, y las pocas personas que vi en la calle iban solas y tenían un aspecto solitario. Hasta una hora después no había tren al lugar adonde me dirigía, de modo que entré en un restaurante próximo a la estación y pedí el plat du jour. El dilema de un norteamericano expatriado que toma su primer almuerzo en un restaurante de la patria ha sido narrado tantas veces que no vale la pena hablar aquí de ello. Después de pagar la cuenta, bajé una escalera y entré en los servicios. El lugar tenía separaciones de mármol, iniciativa, supongo, encaminada a ennoblecer aquellos dominios. El mármol era de un color amarillento: podría haber sido un giallo antico, pero luego advertí fósiles paleozoicos debajo del brillante pulimento y supuse que la piedra era en realidad una madrépora. La cara más cercana del pulimento estaba cubierta de escritura. La caligrafía era legible, aunque sin personalidad ni simetría. Lo insólito era la extensión del texto y el hecho de que estaba dispuesto en forma de tablero, como las páginas de un libro. Jamás había visto cosa semejante. Mi instinto más profundo me incitaba a pasar por alto la inscripción y a estudiar los fósiles, ¿pero acaso la escritura del hombre no es más duradera y maravillosa que un coral paleozoico? Leí:

Ha sido un día de triunfo en Capua. Lentulus, que regresa con victoriosas águilas, ha divertido al populacho con los juegos del anfiteatro hasta un punto que no conoce precedentes, ni siquiera en esta lujosa ciudad. Los gritos de jolgorio se desvanecieron; cesaron los rugidos de los leones; se retiró de la mesa del banquete el último holgazán, y se apagaron las luces del palacio del vencedor. La luna, traspasando el tejido de las nubes lanudas, tiñe de plata las gotas de rocío del coselete del centinela romano y baña las aguas oscuras del Volturno con una luz ondulante y trémula. Era una noche de santa calma, cuando el céfiro mece las jóvenes hojas de la primavera y susurra su soñadora música entre los juncos huecos. No se oyó nada más que el último sollozo de una ola cansada refiriendo su historia a los guijarros lisos de la playa, y luego todo quedó tan en silencio como un pecho del que ha partido el alma...
No leí más, aunque el texto seguía. Estaba cansado y en cierto modo indefenso por el hecho de haber estado ausente de la patria durante años. El cúmulo de circunstancias que pudo impulsar a un hombre a transcribir sobre mármol este galimatías era inimaginable. ¿Era indicio de que se habían producido ciertos cambios en el ámbito social o el resultado de una nueva forma de represión? ¿O quizá no pasaba de ser un simple ejemplo de que el amor humano por la prosa florida es irresistible? La sonoridad del fragmento poseía la tenacidad de la mala música, y era difícil olvidarla. ¿Se había operado durante mi ausencia un cambio profundo en la psique de mis compatriotas? ¿Se había producido alguna ruptura en los cauces normales de comunicación, había surgido un desmesurado amor por el romántico pasado?

Pasé los siete o diez días siguientes viajando por el Medio Oeste. Una tarde estaba esperando el tren de Nueva York en la Union Station de Indianápolis. Venía con retraso. La estación local, proporcionada como una catedral e iluminada por un rosetón, constituye un melancólico y brillante ejemplo de esa clase de arquitectura que pretende expresar el señorío y el dramatismo del viaje y de la separación. Los colores de los rosetones, límpidos como los de un caleidoscopio, bañaban las paredes de mármol y la sala de espera. Un rayo de color azul lavanda caía sobre una mujer con una bolsa de la compra. Un anciano dormía en un pozo de luz amarilla. Entonces vi un letrero que indicaba el camino hacia los urinarios de hombres, y me pregunté si no encontraría allí otra muestra de aquella curiosa literatura que había descubierto pocas horas después de mi regreso. Bajé por la escalera a un sótano cavernoso donde un limpiabotas dormía en una silla. Las paredes también eran de mármol. Mármol corriente, piedra caliza ordinaria: silicato de calcio y magnesio, veteado de un metalífero mineral gris. Mi corazonada había sido certera. La escritura recubría la piedra, y al primer vistazo poseía una sorprendente oportunidad, pues recordaba el hecho de que las más primitivas profecías y escritos humanos se hicieron en las paredes. La caligrafía era clara y simétrica, obra de alguien dotado de una mente ordenada y una mano firme. Ruego al lector que trate de imaginar la luz nociva, el aire viciado y el ruido del agua que corre mientras yo leía:

La gran casa solariega de Wallowyck se yergue sobre una colina que domina la humeante ciudad fabril de X; sus incontables ventanas divididas por parteluces parecen fisgar reprobadoramente los tenebrosos y estrechos callejones de los tugurios que se extienden desde las verjas del parque hasta las fábricas humeantes de las riberas del río. En los linderos de aquel parque poblado de árboles, sin que el señor Wallow lo supiera, pasé las horas más gratas de mi juventud, vagando por allí con un tirador y un saco donde transportar mis muestras geológicas. La colina y su prohibido santuario se alzaban entre la escuela donde yo estudiaba y el cuchitril donde vivía con mi madre enferma y mi padre borracho. Todos mis amigos tomaban la senda ordinaria alrededor de la colina; sólo yo escalaba los muros de Wallow Park y pasaba las tardes en la propiedad vedada.

Hoy sigo considerando muy queridos los céspedes, los grandes árboles, el rumor de las fuentes y la solemne atmósfera de una dinastía. Los Wallow no tenían blasones, por supuesto, pero contrataron escultores que improvisaron centenares de escudos y timbres aparentemente señoriales vistos desde lejos, pero que se reducían a modestas formas geométricas examinados de cerca. Así pues, las chimeneas, las verjas, las torres y los bancos de jardín ostentaban aquellos escudos de piedra labrada. Otra tarea de los escultores había consistido en representar a Emily, hija única del señor Wallow. Había Emilys en bronce y en mármol, Emilys personificando las cuatro estaciones, los cuatro vientos, los cuatro momentos del día y las cuatro virtudes cardinales. En un sentido, Emily era mi única compañía. Entraba en la finca en otoño, contemplando la rica policromía que proyectaban los árboles sobre la hierba. Entraba allí cuando reinaba la glacial nieve. Buscaba los primeros indicios de la primavera y olfateaba el fino perfume del humo de leña que despedían las numerosas chimeneas talladas de la regia casa. Un día de primavera, cuando erraba por aquel paraje, oí una voz de muchacha que gritaba socorro. Seguí la voz hasta la orilla de un arroyuelo y encontré a Emily. Sus hermosos pies estaban desnudos, y aferradas a ellos, como malévolas cadenas, se veían las retorcidas formas de una víbora.

Le arranqué el reptil de los pies, abrí la herida con mi navaja y sorbí el veneno de la sangre. A continuación me despojé de mi humilde camisa, confeccionada por mi querida madre a partir de una mantelería desechada que había encontrado, en el curso de sus vagabundeos cotidianos, en el cubo de basura de un arquitecto. Una vez limpia y vendada la herida, cogí a Emily en brazos y subí corriendo por el césped hacia las grandes puertas de Wallowyck, que se abrieron con estruendo ante mi llamada. El mayordomo se puso pálido al vernos.

—¿Qué le has hecho a nuestra Emily? —gritó.
—Lo único que ha hecho es salvarme la vida —dijo Emily.

De las penumbras de la sala emergió el barbudo e implacable señor Wallow.

—Gracias por haber salvado la vida de mi hija —dijo con voz ronca. Luego me miró más detenidamente y vi lágrimas en sus ojos—. Algún día serás recompensado —agregó—. Y llegará ese día.

El estado de mi camisa de hilo me obligó esa noche a contar la aventura a mis padres. Mi padre estaba borracho, como de costumbre.

—¡Esa bestia no te dará ninguna recompensa! —bramó—. ¡Ni en este mundo ni en el cielo ni en el infierno!
—Por favor, Ernest —suplicó mi madre, suspirando, y yo fui hacia ella y cogí entre las mías sus manos secas por la fiebre.

Borracho y todo, se diría que por la boca de mi padre había hablado la verdad, pues, en los años que siguieron, no recibí deferencia, señal de cortesía, el más mínimo recuerdo ni la menor muestra de agradecimiento de la gran mansión de la colina.

En el austero invierno del año 19—, el señor Wallow cerró las fábricas, en un gesto vengativo ante mis esfuerzos por organizar un sindicato obrero. El silencio de las factorías —aquellas chimeneas sin humo— fue un duro golpe en el corazón de la localidad de X. Mi madre estaba agonizando. Mi padre se sentaba a beber en la cocina. La enfermedad, el frío y el hambre reinaban en todas las casuchas. La nieve de las calles, no maculada por el humo de las fábricas, tenia una blancura acusadora. La víspera de Navidad encabecé la delegación sindical que —muchos hombres apenas podían caminar— se presentó ante las grandiosas puertas de Wallowyck y llamé al timbre. Emily estaba en el umbral cuando se abrieron las puertas.

—¡Tú! —exclamó—. Tú, que me salvaste la vida, ¿por qué quieres ahora matar a mi padre?

Las puertas se cerraron con estruendo.

Esa noche conseguí reunir unos cuantos cereales y preparé gachas para mi madre. Estaba llevando a sus escuálidos labios cucharadas de comida cuando la puerta se abrió y entró Jeffrey Ashmead, el abogado de Wallow.

—Si ha venido a denunciarme por la manifestación de esta tarde en Wallowyck, pierde el tiempo —dije—. No hay en la tierra sufrimiento más grande que el que ahora padecemos, mientras veo cómo se muere mi madre.
—He venido para hablar de otro asunto —respondió—. El señor Wallow ha muerto.
—¡Larga vida al señor Wallow! —gritó mi padre desde la cocina.
—Acompáñeme, por favor —dijo el abogado.
—¿De qué quiere hablarme, señor?
—Es usted el heredero del señor Wallow, de sus minas, sus fábricas y su dinero.
—No comprendo.

Mi madre exhaló un penetrante sollozo. Tomó mis manos entre las suyas y dijo:

—¡La verdad del pasado no es más penosa que la de nuestra triste vida! He querido ocultártelo durante todos estos años, pero la verdad es que eres su único hijo. De joven yo era camarera en la gran mansión, y él se aprovechó de mí una noche de verano. Eso contribuyó a la destrucción de tu padre.
—Lo acompañaré, señor —le dije al señor Ashmead—. ¿Lo sabe la señorita Emily?
—La señorita Emily se ha ido.

Regresé esa noche a Wallowycky traspasé sus magnas puertas en calidad de dueño, Pero Emily no estaba allí. Antes de la llegada del día de Año Nuevo, ya había enterrado a mis padres, reabierto las fábricas con un régimen de participación en los beneficios y llevado la prosperidad a la ciudad de X, pero al vivir en Wallowyck, conocí una soledad que jamás había experimentado antes...
Me horroricé, por supuesto, y me sentí enfermo. Lo prosaico de mi entorno convirtió en nauseabunda la puerilidad del relato. Volví rápidamente a la noble sala de espera, con sus límpidos paneles de luz coloreada, y me senté junto al expositor de libros de bolsillo. Las cubiertas sensacionalistas y las promesas de descripciones gráficas de escenas de sexo parecían concordar con lo que acababa de leer. Supongo que lo que había ocurrido era que, a medida que la pornografía pasaba a formar parte del dominio público, aquellas paredes de mármol, aquellas inmemoriales sedes de semejante diversidad, se habían visto obligadas a proteger, en defensa propia, la más refinada tarea literaria. Consideré la idea desconcertante y revolucionaria, y me pregunté si dentro de uno o dos años más habría que leer la poesía de Sara Teasdale en los urinarios públicos, mientras el rey de Suecia honraría a cualquier zafio de pensamientos sucios. Llegó mi tren y me alegré de abandonar Indianápolis y dejar —así lo esperaba— mi hallazgo en el Medio Oeste.

Fui al vagón restaurante y tomé una copa. Enfilamos a toda velocidad hacia el este a la altura de Indiana, asustando a vacas y gallinas, caballos y cerdos. La gente saludaba con la mano al tren según pasaba: una chiquilla con una muñeca boca abajo, un anciano en una silla de ruedas, una mujer de pie en la puerta de una cocina con rulos en el pelo, un joven sentado en una camioneta. Sentí que el tren brincaba hacia adelante en las rectas, oí sus pitidos, la campana de peligro en los pasos a nivel estallaba como una trombosis coronaria, y las junturas de las vías ejecutaban un bajo de jazz versátil, estimulante y fugaz como una brillante improvisación en el latido de un corazón, y el viento resonaba en la caja de frenos como las últimas, roncas grabaciones de la pobre Billie Holiday. Tomé dos tragos más. Cuando abrí la puerta del retrete del coche cama contiguo y vi que las paredes estaban recubiertas de escritura, reaccioné como si estuviera recibiendo una mala noticia.

No quería leer nada más; no en aquel momento. Wallowyck ya me bastaba para un día. Lo único que quería era volver al vagón restaurante, beber algo y afianzar mi saludable indiferencia por las fantasías de aquellos desconocidos. Pero el texto estaba allí, era irresistible, se diría que formaba parte de mi destino, y, aunque lo leí con amarga desgana, terminé el primer párrafo. Lo más destacado era la caligrafía.

¿Por qué no tienen un geranio en su ventana todos aquellos que pueden permitirse el lujo? Es muy barato. Incluso resulta casi gratuito si se cultiva a partir de una semilla o un esqueje. Es hermoso, y hace compañía. Endulza el aire, regocija la vista, nos vincula con la naturaleza y la inocencia, y podemos amarlo. Y aunque el geranio no puede corresponder a nuestro amor, tampoco nos odia, le es imposible proferir un reproche odioso ni siquiera en el caso de que lo descuidemos, porque es todo belleza, carece de vanidad y, siendo así y teniendo en cuenta que su existencia sólo es capaz de procurarnos bien y complacernos, ¿cómo podríamos descuidarla? Pero, por favor, si elige un geranio...
Cuando volví al bar, ya oscurecía. Me sentí trastornado por aquellos sentimientos tiernos y deprimido por la general melancolía del campo a aquella hora. Lo que había leído ¿era la expresión de un irrefrenable amor por el rebuscamiento y la inocencia? Fuera lo que fuese, sentí entonces la clara responsabilidad de contar lo que había descubierto. Nuestro conocimiento de nosotros mismos y de los demás, en un momento histórico de volubles cambios, es inseguro. Poner impedimentos a nuestras observaciones, a la curiosidad y a la meditación sería pura temeridad. El tercer hallazgo fortuito me demostró que ese tipo de literatura estaba muy extendido. Si tales extravagancias fuesen registradas y valoradas, pensé, podrían esclarecer enormemente el señorío de nuestra psique y acercarnos un poco más al mundo secreto de la verdad. Mi investigación tenía aspectos nada convencionales, pero, si nos conformamos con menos que perspicacia, valentía y honradez para con nosotros mismos, somos despreciables. Tengo seis amigos que trabajan para diversas fundaciones, y decidí llamar su atención sobre el fenómeno de los escritos en los urinarios públicos. Sabía que habían otorgado becas para poesía, investigación zoológica, estudios sobre la historia de las vidrieras y sobre el significado social de los tacones altos, y en aquel momento el hábito de escribir en los urinarios parecía ser un sendero —uno de los muchos caminos de la verdad— que exigía exploración.

Al volver a Nueva York concerté una comida con mis amigos en cierto restaurante situado en una de las calles sesenta que tenía un comedor privado. Pronuncié mi discurso al final de la comida. Mi mejor amigo fue el primero en contestar.

—Has estado fuera demasiado tiempo —dijo—. Ya no estás al corriente de las inquietudes del país. Aquí no nos interesan esas cosas. Hablo por mí, naturalmente, pero creo que la idea es repulsiva.

Eché una ojeada a mi propio aspecto y vi que llevaba un chaleco de seda cruzado y unos zapatos puntiagudos amarillos, y supuse que mis palabras habían tenido el tono amanerado y monótono de la mayoría de los expatriados. Las acusaciones de mi amigo —la idea era forastera, extraña e indecente— parecían inapelables. Pensé entonces (y sigo pensándolo ahora) que lo que lo desconcertaba no era lo indecoroso de mi descubrimiento, sino el carácter explosivo que éste tenía, y que mi amigo se había sumado durante mi ausencia a las filas de esos hombres nuevos que opinan que ya no se puede utilizar la verdad en la resolución de nuestros dilemas. Se despidió y los demás se fueron marchando uno tras otro, todos ellos de acuerdo en que yo había estado fuera demasiado tiempo y estaba desfasado con respecto a la decencia y al sentido común.
Regresé a Europa pocos días después. El avión a Orly iba con retraso; maté el tiempo en el bar, y en un momento dado busqué los urinarios. Esta vez, el mensaje estaba escrito sobre un azulejo. «¡Brillante estrella! —leí—. Si yo fuera constante como tú, la noche no pendería en el aire con solitario esplendor...». Eso era todo. Anunciaron mi vuelo y volé por los aleros del cielo de regreso a la Ciudad de la Luz.




(*) Según el libro de Daniel, palabras que aparecieron misteriosamente escritas durante una cena en el palacio del rey Balthazar. Indican la inminencia de un desastre.





en The New Yorker, 1973










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