martes, agosto 25, 2009

"El mensajero sideral", de Galileo Galilei

Extracto



Grandes sin duda son las cosas que en este breve tratado propongo a la contemplación de los estudiosos de la naturaleza. Grandes, digo, sea por la excelencia de la materia misma, sea por su inaudita novedad, sea, en fin, por el instrumento en virtud del cual esas cosas se han desvelado a nuestros sentidos.

Grande cosa es sin duda añadir a la numerosa multitud de las estrellas fijas que hasta nuestros días se han podido observar con la facultad natural otras innumerables nunca vistas con anterioridad, exponiéndolas patentemente ante los ojos en un número más de diez veces superior al de las antiguas ya conocidas.

Bellísima cosa es y sobremanera agradable a la vista, poder contemplar el cuerpo lunar, apartado de nosotros casi sesenta diámetros terrestres, tan próximo como si se hallase tan sólo a dos de tales medidas, de manera que su diámetro aparezca casi treinta veces mayor, la superficie casi novecientas y el volumen, por tanto, aproximadamente veintisiete mil veces mayor que cuando se observa sólo a simple vista. Gracias a ello, cualquiera puede saber con la certeza de los sentidos que la Luna no se halla cubierta por una superficie lisa y pulida, sino áspera y desigual, y que, a la manera de la faz de la Tierra, háyase recubierta por doquier de ingentes prominencias, profundas oquedades y anfractuosidades.

Otrosí, haber puesto fin a las disputas atinentes a la Galaxia o Vía Láctea, descubriendo a los sentidos y no ya al intelecto su esencia, no creo que haya de tenerse por cosa baladí. Asimismo bellísimo y grato será demostrar ostensiblemente que la naturaleza de aquellas estrellas que hasta el presente los astrónomos han denominado Nebulosas es muy otra de lo que hasta ahora se ha pensado.

Mas lo que supera con mucho todo lo imaginable y que principalmente nos ha movido a llamar a la vez la atención de astrónomos y filósofos, es precisamente haber descubierto cuatro estrellas errantes que nadie antes que nosotros ha conocido ni observado, las cuales, a semejanza de Venus y Mercurio en tomo al Sol, presentan sus propios períodos en tomo a una estrella insigne que se cuenta entre las conocidas, ora precediéndola, ora siguiéndola, no alejándose jamás de ella fuera de ciertos límites. Cosas todas ellas por mí observadas y descubiertas no ha muchos días, mediante un anteojo de mi invención, previamente iluminado por la divina gracia.

Otras cosas tal vez más importantes serán descubiertas con el tiempo por mí o por otros con ayuda de un instrumento similar, cuya forma y diseño, así como las circunstancias de su invención, recordaré primero con brevedad, para dar luego cuenta de la historia de las observaciones que he realizado.

Cerca de diez meses hace ya que llegó a nuestros oídos la noticia de que cierto belga había fabricado un anteojo mediante el que los objetos visibles muy alejados del ojo del observador se discernían claramente como si se hallasen próximos. Sobre dicho efecto, en verdad admirable, contabanse algunas experiencias a las que algunos daban fe, mientras que otros las negaban. Este extremo me fue confirmado pocos días después en una carta de un noble galo, Jacobo Badovere, de París, lo que constituyó el motivo que me indujo a aplicarme por entero a la búsqueda de las razones, no menos que a la elaboración de los medios por los que pudiera alcanzar la invención de un instrumento semejante, lo que conseguí poco después basándome en la doctrina de las refracciones. Y, ante todo, me procuré un tubo de plomo a cuyos extremos adapté dos lentes de vidrio, ambas planas por una cara, mientras que por la otra eran convexa la una y cóncava la otra. Acercando luego el ojo a la cóncava, vi los objetos bastante grandes y próximos, ya que aparecían tres veces más cercanos y nueve veces mayores que cuando se contemplaban con la sola visión natural. Más tarde me hice otro más exacto que representaba los objetos más de sesenta veces mayores. Por último, no ahorrando en gastos ni fatigas, conseguí fabricar un instrumento tan excelente que las cosas con él vistas parecen casi mil veces mayores y más de treinta veces más próximas que si se observasen con la sola facultad natural. Sería ocioso enumerar la cantidad e importancia de las ventajas de dicho instrumento tanto en los asuntos terrestres como en los marítimos. Mas, desestimando las cosas terrenales, me entregué a la contemplación de las celestes, observando primero la Luna tan de cerca cual si se hallase a una distancia de apenas dos semidiámetros terrestres. Después de ella, observé repetidamente las estrellas, tanto fijas como errantes, con increíble deleite de mi ánimo, y viendo tanta abundancia de ellas, comencé a pensar en el método con que poder medir sus distancias, hallándolo al fin, por lo que cumple informar del mismo a cuantos deseen emprender observaciones de tal naturaleza.























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