Haz esto que te digo, mi caro Lucilio; rescátate para ti mismo; y el tiempo que hasta ahora se te quitaba o se te sustraía o se te iba de entre las manos recógele y consérvale [1]. Persuádete que ello es así como te lo escribo: una porción del tiempo se nos roba, otra se nos hurta, otra se nos escurre. Pero el más feo despilfarro es el producido por la negligencia. La mayor parte de la vida la pasamos haciendo el mal; una gran parte no haciendo nada, y toda la vida haciendo otra cosa de la que debe hacerse. ¿Quién me citarás que ponga al tiempo su justiprecio, que conozca el valor de un día, que se percate de que cada día muere un poco? Errada es nuestra visión de mirar la muerte como cosa venidera, siendo una gran parte de ella una cosa ya pasada. Toda cuanta edad dejamos atrás pasó al dominio de la muerte. Haz, pues, mi caro Lucilio, lo que me escribes que haces: arrebaña las horas con ambas manos. Así resultará que dependerás menos del día de mañana si tuvieres bien asido el de hoy. Mientras se difiere, va transcurriendo la vida. Todas las cosas, Lucilio, nos son ajenas; el tiempo sólo es cosa nuestra; en posesión de esta cosa única, escurridiza y fugaz, nos puso la naturaleza y de ella nos expulsa todo aquel a quien se le antoja. Y es tanta la necedad de los mortales, que todos se creen obligados al reconocimiento por haber recibido pequeñeces y naderías cuya pérdida es perfectamente reparable; y en cambio nadie se reconoce deudor por haber recibido el tiempo, siendo así que éste es el único bien que ni aun el agradecido puede gratificar cumplidamente.
[1] El tiempo es el mayor tesoro del hombre. De ahí la importancia de saber administrarlo.
Recopilado en Cartas a la juventud, selección de Armando Roa V.
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