Una mujer está en su plenitud a la hora en que, semejante a la hiedra que devana una casa trepadora, destruye con un ademán circular y armonioso al único ser que le corresponde.
Entonces es el momento en que está permitido y es posible seguirla, en la medida en que todo séquito queda excluido.
Excluido como la viudez de los naufragios, como la mirada solitaria en su corredor terminal, sin frente a frente, sin una imagen de la que tomarse, sin un grito, las manos sueltas.
Espiral expirante en su miriñaque de palabritas vigiladas –por menos se mecería, por menos se nombraría a esa mujer por su nombre tranquilo, por el islote negro de su rechazo, se la nombraría por su talle de río franqueado de un salto, por su deseo de ya no ser.
Recobrad esa ventana, recobrad esa palidez que se ve desde muy lejos –ruta apuñalada entre dos ciudades nefastas–, recobrad la espantosa economía de los rostros y que el equinoccio dicte la última decisión.
Aquí reside lo incompatible:
Aquí uno pronto se cansa de morir.
en L'incompatible, 1949
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