In hoc signo vinces
Nada más gratificante que mirar este artífice llamado Rufino en acción. Quizás si todo comience por una carcajada de las que más bien se denominan estentóreas, pero, a poco andar, la mano que se desliza sobre el papel, el papirotazo en la orilla de la mesa, el guiño que se hace a sí mismo, y la comicidad permanente de las verdades oficiales que emiten prolija y desproporcionadamente los voceros (o vo-ceros) del régimen, le abren un camino. Y así, fosforece un cretino de esos que lo sabe todo, o asoma el garrote o el arma aleve de un esbirro, o aparece uno de esos hombres-pilares que poseen millones de recursos para hacer notar su imbecilidad o su soberbia.
En ese momento, Rufino toma la bola de nieve, la amasa cuidadosamente, evitando calentarla en extremo, y la arroja sobre el soberbio –civil, militar o anfibio-. Lo que sigue es una fiesta permanente que propende a lo que Harold Lloyd llamaba, describiendo su arte, la búsqueda de la alteración de la dignidad. No la de Rufino, por cierto, sino aquella que procede del atildado Cara de Palo de turno, del funcionario engolado, del mirón monocular o del módico Papá Noel que nos ha tocado en desgracia, cuando condesciende a orador.
No se trata del delirio barroco de Oski, que propone un arte de refundación de la realidad a través de la sutileza del arabesco y de la interpretación, ni de la sabiduría feroz de Quino, sino de un sutil hallazgo del despropósito que, en tantos años de mentir y comer pescado, ofrece más espinas de las que un comensal criollo es capaz de soportar. Por eso, Rufino no será nunca un escriba sentado que dispare signos para justificar una vía icónica de relato ideográfico, sino un hombre que nos evita el dolor de ya no ser.
El rasgo constante de Rufino proviene de una magistral noción del ritmo. No hay un momento en el cual decaiga su interés por desolemnizar los discursos del Poder, el tono de sus maquinaciones, la verbalización de una norma interpuesta mediante la cual la majestad de la ley o la noción de cristianismo se convierten en una burla para la que es preciso hallar muy pronto el burladero. Y allí, pluma en mano; el puño que va tensándose como el del arquero que mira con ojo de buen cubero un blanco previsible; la sonrisa que resbala en dirección hacia la mejilla izquierda, con algo de gran gato cazador, aparecen paso a paso, con la progenie; esa fauna incivil que pretende enseñarnos a vivir en la mentira o en la metáfora paródica de la verdad.
Rufino no condesciende a la anécdota sentenciosa, al chiste interpretativo, al juego humorístico de la especie, sino que se las arregla para ser un intérprete de lo que todos esperan, con esa alegría criolla de ver las caídas y no los tropezones. Porque algún día, cuando vuelva lo que todos deseamos, y el Innombrable sea una vaga sombra en un rincón menor de la historia, los dibujos de Rufino nos ayudarán a repensar acerca de cómo debemos cuidarnos de ese autócrata que todos llevamos en latencia. En nosotros mismos. Y lo admiraremos más que nunca, por habernos ayudado a sobrevivir mediante el humor, arma que desplace siempre a todo régimen totalitario, temeroso del ridículo sin llegar a darse cuenta de que es su cara de verdad, la que, encubriendo mediante la máscara, trata de mostrar sin remilgos.
Rufino es el cronista de cuanto vemos como signos expresivos de este tiempo del desprecio y del horror, y posee la grandeza de permitir que cada uno de nosotros, por un momento, se halle a salvo del pavor, de la irreflexión, del odio ciego, de la malaventura. En este libro nos leemos, en verdad, a nosotros mismos. Y ello habrá de salvarnos de un mundo excéntrico que propende a asfixiarnos.
Prólogo de Rufino ataca de nuevo, 1986.
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