lunes, mayo 18, 2009

"Últimos días de William Brett Cassidy", de Osvaldo Soriano





Desde Tierra del Fuego hasta Texas hay más de diez mil kilómetros de distancia pero después de escapar de la cárcel el hijo de Butch Cassidy no tenía otra cosa que hacer y decidió emprender el viaje a caballo. Durante un tiempo, mientras en Europa terminaba la guerra, estuvo escondido en los montes, escapando de la gendarmería y de los ejércitos de frontera. Por más que lo golpearon en la cárcel, nunca pudo explicar qué hacía en ese lugar perdido de la frontera arbitrando un partido entre comunistas y socialistas que nunca llegó a terminar.

En la prisión de Ushuaia, cuando llegaban la primavera y el deshielo, dirigía partidos de fútbol entre presos y guardianes. A veces, para matar el aburrimiento, se organizaban campeonatos en los que participaban equipos de carceleros, gendarmes, criminales, espías, ladrones, asaltantes de bancos, condenados por error, bolcheviques, anarquistas y todos los réprobos alojados en la fortaleza más austral del mundo. Hacia 1945, en la final por la Copa del Presidio, William Brett Cassidy anuló por fuera de juego un gol que los gendarmes les marcaron a los anarquistas rusos y aprovechó de la batahola para saltar un muro y escapar a la frontera de Chile.

Allí, en los bosques de la Cordillera de los Andes, se procuró un caballo, un pasaporte chileno y un revólver, que era todo lo que necesitaba, y vivió por un tiempo de la caza y de la pesca. Extrañaba sus libros, sobre todo la Ética de Spinoza, y como temía que aquél fuera un ejemplar único y se hubiera perdido para siempre, decidió reproducirlo de su propia memoria en las horas perdidas.

Quienes llegaron a conocerlo aseguran que Cassidy tenía una memoria larga pero pésima. Podía recordar por años una cara que había visto apenas un instante, pero cuando volvía a encontrarla le daba otro nombre y más de una vez tuvo que batirse a duelo con la persona ofendida. Era tan empecinado que debió matar a cuatro o cinco hombres para poder seguir llamándolos con el nombre que él les había dado en su vago recuerdo. Por eso no son confiables los textos de Spinoza y de Hegel que circulan en español (algunos fueron retraducidos con audacia al francés) y menos aun una Sagrada Familia que Cassidy había leído en italiano y reprodujo en dos gruesos cuadernos de escuela cuando llegó al Altiplano de Bolivia, a cuatro mil metros sobre el nivel del mar.

Cassidy había aprendido a leer todas las lenguas sin comprender ninguna en las estancias inglesas de la Patagonia. Como no existía ninguna librería en dos mil kilómetros a la redonda, creía que los libros eran únicos como los diamantes y que pasaban de mano en mano a la muerte de quien los tenía consigo. El primer Hegel lo encontró al lado de unos cadáveres que dejó el ejército cuando dispersó a los bolcheviques del Chubut. La Ética se la llevó de un bar después de que un gaucho encocorado matara de una puñalada a un intelectual irlandés, incidente que Jorge Luis Borges mistificó años más tarde en un cuento para La Nación, de Buenos Aires. En realidad el libro era del gaucho, no del intelectual, y cuando éste se lo quiso robar sobrevino la pelea y la muerte horrenda que puso a Cassidy en posesión del primer Spinoza. A Marx lo conoció por el profesor Folcini, de Cerdeña, que le arrancó las muelas doloridas en un prostíbulo del bajo Mendoza y luego lo arrastró a dirigir el partido de Tierra del Fuego entre comunistas y socialistas.

Las transcripciones del hijo de Butch Cassidy cayeron en manos de un viajante de comercio boliviano que iba de La Paz a Cochabamba con mensajes para los mineros en huelga en los socavones de Patino. Ocurrió durante un vibrante partido entre huelguistas del estaño y tropas del gobierno, dirigido por Cassidy, que había dejado sus cuadernos en el recado de su caballo. Sobre el final del partido se produjo un serio incidente a la entrada del área de las Fuerzas Armadas, que jugaban de uniforme y con sable en la mano. El marcador estaba 2 a 2 cuando un minero que llevaba la pelota fue decapitado sin ninguna necesidad, puesto que el árbitro ya había señalado que estaba fuera de juego y el atacante había detenido su carrera tras la pelota que era de goma y picaba sin destino entre los arbustos.

Cassidy amonestó al defensor y mandó retirar al degollado fuera del terreno, pero el soldado discutió el arbitraje y el cowboy tuvo que expulsarlo para hacerse respetar. Un oficial rubio y alto, que jugaba de mediocampista, ordenó al soldado que resistiera la orden y entonces empezaron los incidentes porque Cassidy tuvo que desenfundar el revólver frente a la amenaza de los sables. El viajante de comercio, que hacía de juez de línea, temió que le reprocharan su parcialidad a favor de los mineros y aprovechó la confusión para montar el caballo del árbitro y partir al galope. Así fue como Cassidy perdió sus transcripciones de Spinoza y Hegel.

Tiempo después, un editor de Santa Cruz de la Sierra que andaba a la caza de manuscritos innovadores compró los cuadernos por monedas y publicó esos textos de autor anónimo respetando los errores de latín y las confusiones de gramática. Al fin, en 1950, un editor de Buenos Aires creyó disipar el equívoco y lanzó doscientos ejemplares de la Ética y cuatrocientos de La Sagrada Familia firmados por los que creía sus verdaderos autores. Desde entonces se han producido varios incidentes en las facultades de Filosofía y Letras de Lima, Córdoba, Montevideo y Buenos Aires y sin saberlo algunas guerrillas utilizaron las versiones de Cassidy para sus discusiones internas.

Ajeno a todo eso el cowboy argentino seguía la pista de su padre norteamericano que según los rumores había muerto en una aldea de Bolivia. Todavía George Roy Hill no había hecho la película y su padre no era tan famoso como ahora. Ciertos memoriosos le habían dicho que en verdad Butch Cassidy y el Sundance Kid habían caído baleados en San Luis y otros preferían la Patagonia, donde está enterrado el agente de la Pinkerton que los persiguió durante años. Pero más que el lugar de la muerte a William Brett le interesaba el de la vida y por eso iba para Texas o para Arizona, no lo sabía bien y poco le importaba. En el Altiplano, a cuatro mil metros de altura, se preguntó qué demonios podía haber ido a hacer su padre allí si el mundo estaba tan lleno de bancos para robar.

Cuando pasó por el pueblo donde se decía que habían matado a su padre, William Brett desenfundó el revólver y asaltó dos bancos y el correo sin que nadie le opusiera resistencia. Era un gesto de orgullo pero también un acto de pura necesidad, ya que le estaban haciendo falta otro caballo y alguna ropa para cubrirse. Los que se llevó eran billetes con muchos ceros pero antes de llegar a la frontera con el Brasil la moneda se había devaluado tanto que apenas pudo comprar un par de botellas de whisky y un regalo para una muchacha que le había devuelto la sonrisa en un almacén de Palo Alto.

La joven no aceptó el regalo pero Cassidy no se sorprendió porque nunca había tenido suerte con las mujeres. Al día siguiente continuó viaje hacia el norte por las selvas y los ríos del Amazonas, donde dirigió varios partidos para ganarse su comida y la del caballo. De esos partidos conservó buenos recuerdos porque en el Amazonas no se aplicaba la ley de fuera de juego y para combatir las estrategias defensivas los caciques de las tribus habían decidido que cada tres corners cedidos por un equipo el árbitro debía conceder un tiro penal en favor del otro. Esas innovaciones daban resultados amplios y generosos pero nunca fueron aceptadas más allá de esa Comarca.

Hacia 1952 William Brett Cassidy pasó por México, andrajoso y envejecido. Ya no tenía ambiciones y sólo pensaba en procurarse una mujer que le contara las películas que no había podido ver. En el mercado de Cuernavaca encontró un ejemplar de la edición boliviana de su Ética y al recorrer las páginas creyó que ese ejemplar era el mismo que había perdido cuando lo llevaron preso. Lo asaltó la idea de un milagro: creyó que el libro lo había seguido en su larga marcha y se convenció de que su memoria era perfecta. Lo compró y siguió a paso rápido hacia la frontera con Texas.

Cuando vio el alambrado que separaba los dos países y al otro lado una estación de servicio y una llanura pelada, el corazón empezó a darle saltos. En ese lugar Butch Cassidy y el Sundance Kid habían pasado su juventud robando todos los bancos y William Brett creyó que, además, habían sido felices. Se acercó a la frontera llorando de emoción pero en el puesto de policía le pidieron el pasaporte y la visa para ingresar en los Estados Unidos de América. El cowboy ignoraba lo que era una visa pero se manifestó dispuesto a pagar por ella con los meses de cárcel que fueran necesarios.

Un funcionario de policía sacó un formulario de un cajón y le preguntó si padecía enfermedades contagiosas o hereditarias, a lo que Cassidy respondió sin bajarse del caballo que sólo lo habían aquejado dolores de muelas y tormentos de oídos. Luego le requirieron si tenía la intención de asesinar al presidente de los Estados Unidos. El hijo de Butch Cassidy preguntó quién ocupaba el cargo en ese momento y cuando escuchó el nombre de Eisenhower manifestó no conocerlo personalmente ni tener cuentas pendientes con él. Al fin, cuando le preguntaron si había pertenecido al Partido Comunista o a alguno de sus insidiosos colaterales, recordó al profesor Folcini, de quien no había vuelto a tener noticias, y declaró con orgullo que unos años antes había sido elegido para dirigir un partido de fútbol entre socialistas y comunistas en la lejana Tierra del Fuego.

El policía se puso de pie, alertó al sheriff y a los aduaneros y le pidió a Cassidy que se alejara del país de la libertad. El cowboy alegó que había viajado durante años atravesando el continente americano para llegar a Texas y citó un par de veces a Hegel para llamar a la razón a los funcionarios. Pero no hubo caso: el sheriff lo intimó a alejarse de la frontera y desenfundó el revólver para hacer más convincente la orden. Ése fue el gesto decisivo. Cassidy sacó también su revólver, se afirmó sobre la montura y mandó al caballo que saltara por encima del alambrado. La pobre bestia lo intentó, pero ya no estaba para esos trotes e hizo un triste papel. Un policía disparó al aire pero Cassidy empezó a tirar con la misma determinación que, pensaba, alguna vez lo había hecho su padre. En la confusión alcanzó a saltar al otro lado de la frontera y sintió, bajo sus pies casi descalzos, la tierra caliente del desierto de Texas.

Eso es lo último que sabemos de él. El sheriff, en su informe, dice haber disparado seis veces y sus hombres más de veinte. William Brett Cassidy había cumplido el destino inverso de su padre que salió de los Estados Unidos y fue acribillado en América del Sur. Entre tanto, casi sin proponérselo, alcanzó a ser el más temible y justo de todos los árbitros que hubo en los mundiales de fútbol.







1993





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