miércoles, mayo 27, 2009

“Querido Dexter”, de Jeff Lindsay

Capítulo 1





Es esa luna otra vez, suspendida, fornida y a escasa altura en la noche tropical, llamando desde un cielo coagulado a los oídos temblorosos de esa querida voz que susurra desde las sombras, el Oscuro Pasajero, acomodado en el asiento trasero del Dodge K de la hipotética alma de Dexter.

Esa luna traviesa, ese Lucifer indiscreto y socarrón que llama desde el cielo vacío a los corazones oscuros de los monstruos nocturnos, les convoca a sus gozosos patios de recreo. Llama, de hecho, a ese monstruo en concreto agazapado tras las adelfas, que la luz de la luna al atravesar las hojas pinta con rayas de tigre, sus sentidos agudizados al máximo mientras espera el momento adecuado para saltar desde las sombras. Es Dexter el que está al acecho en la oscuridad, escuchando las terribles insinuaciones susurradas que se derraman sin cesar en mi escondite protegido por las sombras.

Mi querido otro yo oscuro me incita a saltar, ahora, a hundir mis colmillos iluminados por la luna en la carne tan vulnerable que hay al otro lado del seto. Pero no es el momento adecuado, así que espero, observo con cautela cuando mi inocente víctima pasa de largo, con los ojos abiertos de par en par, consciente de que algo le está vigilando, pero sin saber que estoy aquí, a tan sólo un metro de distancia. Sería muy fácil para mí deslizarme como la hoja de cuchillo que soy, y obrar mi magia maravillosa, pero espero, intuido pero invisible.

Un largo y sigiloso momento avanza de puntillas hasta convertirse en otro, y aún sigo esperando el momento preciso. El salto, la mano extendida, el frío júbilo cuando veo el terror florecer en el rostro de mi víctima...

Pero no. Algo no va bien.

Y ahora le toca a Dexter sentir el inquietante cosquilleo de unos ojos en su espalda, el aleteo del miedo cuando me convenzo cada vez más de que algo me está cazando a mí. A algún otro depredador nocturno se le está haciendo agua la boca interior mientras me vigila desde algún lugar cercano..., y no me gusta esa idea.

Y como un pequeño trueno surge de la nada la mano jubilosa y cae sobre mí con una velocidad cegadora, y vislumbro los dientes relucientes de un vecino de nueve años.

—¡Te pillé! ¡Un, dos, tres, le toca a Dexter!

Y con la salvaje celeridad de los muy jóvenes, aparecen los demás, riendo como locos y gritándome, mientras yo permanezco inmóvil entre los arbustos, humillado. Todo ha terminado. Cody, de seis años, me mira decepcionado, como si Dexter, el Dios de la Noche, hubiera defraudado a su sumo sacerdote. Astor, su hermana de nueve años, se une a los berridos de los niños, hasta que vuelven a desperdigarse en la oscuridad una vez más, hacia escondites nuevos y más complicados, dejándome solo con mi vergüenza.

Dexter no ha sabido ocultarse bien. Y ahora, le toca buscar a Dexter. Otra vez.

Quizá se pregunten, ¿cómo es posible? ¿Cómo puede reducirse a esto la cacería nocturna de Dexter? Antes, siempre ha existido algún temible y perverso depredador aguardando las atenciones especiales del temible y perverso Dexter, y aquí estoy, desperdiciando un tiempo precioso a base de perder en un juego que no practicaba desde los diez años.

—Uno. Dos. Tres... —grito, siempre el jugador limpio y honrado.

¿Cómo es posible? ¿Cómo puede Dexter el Demonio sentir el peso de esa luna y no chapotear entre vísceras, arrebatando pedazo a pedazo la vida de alguien que necesita con toda urgencia sentir el filo del afilado juicio de Dexter? ¿Cómo es posible que en esta clase de noche el Frío Vengador se niegue a sacar a dar una vuelta al Oscuro Pasajero?

—Cuatro. Cinco. Seis.

Harry, mi sabio padre adoptivo, me había enseñado el delicado equilibrio entre la Necesidad y el Cuchillo. Había adoptado a un niño en quien veía la necesidad imparable de matar (algo que no era posible cambiar), y Harry le había transformado en un hombre que sólo mataba asesinos. Dexter, el antisabueso, que se escondía tras un rostro de apariencia humana y seguía la pista de los asesinos en serie verdaderamente malvados que mataban sin ceñirse a un código. Y yo habría sido uno de ellos, de no ser por el Plan de Harry. Hay mucha gente que lo merece, Dexter, había dicho mi maravilloso padre adoptivo policía.

—Siete. Ocho. Nueve.

Me había enseñado a descubrir a esos compañeros de juegos tan especiales, a estar seguro de que merecían la visita social mía y de mi Oscuro Pasajero. Y mejor todavía, me había enseñado a salir impune, como sólo un poli podía enseñarlo. Me había ayudado a construir un plausible remedo de vida, y metido en mi dura cabeza que debía adaptarme, siempre, ser normal en todas las cosas.

Así que había aprendido a vestirme con elegancia, a sonreír y a lavarme los dientes. Me había convertido en una falsificación humana perfecta, decía las cosas estúpidas y absurdas que los humanos no paran de repetir durante todo el día. Nadie sospechaba lo que ocultaba mi perfecta sonrisa de imitación. Nadie excepto mi hermanastra, Deborah, por supuesto, pero estaba empezando a aceptar mi verdadera personalidad. Al fin y al cabo, habría podido ser mucho peor. Podría haber sido un monstruo demente y perverso que mataba y mataba y dejaba tras de mí montañas de carne putrefacta. En cambio, yo estaba en el bando de la verdad, la justicia y el estilo de vida americano. Pese a todo un monstruo, por supuesto, pero llevaba a cabo una limpieza ejemplar a continuación, y era NUESTRO monstruo, vestido de virtud sintética cien por cien, roja, blanca y azul. Y en esas noches en que la luna habla en voz alta voy a buscar a los otros, los que acosan a los inocentes y no se ciñen a las normas, y los hago desaparecer en pequeños pedazos cuidadosamente envueltos.

Esta elegante fórmula había funcionado bien durante años de feliz inhumanidad. Entre cita y cita, mantenía mi estilo de vida normal desde un apartamento de lo más normal. Nunca llegaba tarde al trabajo, hacía las bromas de rigor con los colegas y era útil y discreto en todas las cosas, tal como Harry me había enseñado. Mi vida como androide era pulcra, equilibrada, y poseía un valor social redentor auténtico.

Hasta ahora. Hace una noche perfecta y, por lo que sea, estoy jugando al escondite con una pandilla de críos, en lugar de estar jugando a Cortar y Rebanar con un amigo escogido con primor. Y dentro de un rato, cuando termine el juego, acompañaré a Cody y Astor a casa de su madre, Rita, y ella me traerá una lata de cerveza, acostará a los niños y se sentará a mi lado en el sofá.

¿Cómo era posible? ¿El Oscuro Pasajero se iba a jubilar antes de tiempo? ¿Se había ablandado Dexter? ¿Había doblado la esquina de un pasillo largo y oscuro y salido por donde no debía convertido en Dexter el Hogareño? ¿Volvería a colocar esa única gota de sangre en la placa de cristal, como siempre hacía, el trofeo cobrado de la cacería?

—¡Diez! ¡Preparados o no, allá voy!

Sí, ya lo creo. Allá iba. Pero ¿hacia qué?

Empezó, por supuesto, con el sargento Doakes. Todos los superhéroes han de tener un archienemigo, y él era el mío. Yo no le había hecho absolutamente nada, pero él había decidido acosarme, apartarme de mi buena obra. A mí y a mi sombra. Y lo más irónico: a mí, un esforzado analista de muestras de sangre de la misma fuerza de policía que le daba empleo a él: estábamos en el mismo equipo. ¿Era justo que me persiguiera así, sólo porque de vez en cuando me buscaba un pluriempleo?

Conocía al sargento Doakes mucho mejor de lo que yo deseaba, mucho más de lo que daba de sí nuestra relación profesional. Me había impuesto la tarea de investigarle por un sencillo motivo: nunca le había caído bien, a pesar de que me enorgullezco de ser encantador y afable, con auténtica clase. Pero daba la impresión de que Doakes sabía que todo era pura fachada. Toda mi elaborada cordialidad rebotaba en él como insectos en un parabrisas.

Esto despertó mi curiosidad, como es natural. Lo digo en serio. ¿A qué clase de persona podía caerle mal? Por eso le había estudiado un poco, y lo descubrí. La clase de persona a la que podía caerle mal Dexter el Jovial tenía cuarenta y ocho años, era afroamericano y ostentaba el récord de levantamiento de pesas del departamento. Según las habladurías que había cazado al vuelo, era veterano del ejército, y desde que había llegado al departamento había estado implicado en varios tiroteos fatales, en todos los cuales Asuntos Internos lo había exonerado de culpa.

Pero lo más importante de todo esto era que había descubierto por mí mismo que, detrás de la profunda ira que siempre ardía en sus ojos, acechaba un eco de la risita de mi Oscuro Pasajero. Era tan sólo el levísimo tañido de una campana muy pequeña, pero yo estaba seguro. Doakes compartía espacio con algo, al igual que yo. No era lo mismo, pero sí algo muy similar, una pantera como en mi caso era un tigre. Doakes era poli, pero también un asesino sin escrúpulos. No tenía pruebas, pero estaba tan seguro que no me hacía falta verle aplastar la laringe de un peatón imprudente.

Un ser razonable pensaría que tal vez él y yo podríamos encontrar un territorio común, tomar una taza de café y comparar nuestros Pasajeros, intercambiar detalles y trivialidades sobre técnicas de desmembramiento. Pero no: Doakes me quería muerto. Y a mí me costaba compartir su punto de vista.

Doakes había estado trabajando con la detective LaGuerta en el momento de su sospechosa muerte, y desde entonces sus sentimientos hacia mí habían superado la frontera de la simple antipatía. Doakes estaba convencido de que yo tenía algo que ver con la muerte de LaGuerta. Esto era totalmente falso y completamente injusto. Yo me había limitado a mirar. ¿Qué tiene eso de malo? Claro que había ayudado a escapar al verdadero asesino, pero ¿qué se podía esperar de mí? ¿Qué clase de persona entregaría a su propio hermano? Sobre todo cuando hacía un trabajo tan pulcro.

Bien, siempre he dicho, vive y deja vivir. O muy a menudo, en cualquier caso. Que el sargento Doakes pensara lo que le diera la gana, a mí me daba igual. Todavía hay pocas leyes contra el acto de pensar, aunque estoy seguro de que en Washington se están esforzando al respecto. No, fueran cuales fueran las sospechas que el buen sargento abrigaba sobre mí, buen provecho le hicieran. Pero ahora que había decidido actuar siguiendo sus impuros pensamientos, mi vida era todo confusión. Dexter el Descarriado se estaba convirtiendo a marchas forzadas en Dexter el Demente.

¿Y por qué? ¿Cómo había empezado todo esto? Sólo había intentado ser yo mismo.





2005










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