miércoles, abril 22, 2009

"El imperio del sol", de J. G. Ballard (1930-2009)

Fragmento



Buscando amparo, Jim salió del expuesto camino rural. Avanzó a través de la caña de azúcar silvestre que cubría los baldíos del norte del aeródromo de Lunghua. Una cortina de árboles y herrumbrados tanques de combustible lo separaba de la llanura abierta del campo de aterrizaje, los hangares destruidos y la pagoda. Cápsulas de balas se extendían en hileras por el sendero angosto, como fichas puestas sobre una baranda de bronce. Jim siguió la cerca de alambre, evitando las nubes de moscas que se apeñuscaban sobre las minúsculas glorietas entre las ortigas.

A ambos lados del sendero yacían los cuerpos de los japoneses caídos por las balas o las bayonetas. Jim se detuvo junto a una pequeña acequia donde había un soldado de la fuerza aérea con las manos atadas a la espalda. Centenares de moscas le devoraban el rostro, que cubrían con una máscara rumorosa. Jim continuó andando entre la caña de azúcar silvestre mientras desenvolvía el chocolate y apartaba las moscas con la revista. Entre las ortigas había docenas de japoneses muertos como si hubiesen caído del cielo, miembros de una armada juvenil derribados mientras intentaban volar a sus aeródromos del Japón.

Jim pasó por encima de un sector caído de la cerca, y caminó entre los aviones abatidos que había entre los árboles. Los fuselajes habían llorado ríos de óxido con las lluvias del verano. Las moscas zumbaban a la luz de la mañana, una vasta cólera sin motivo. Dejándolas atrás, Jim empezó a cruzar la zona de hierba. Un grupo de japoneses escuchaba el fuego de fusilería del estadio desde un hangar en ruinas, pero no prestaron atención a Jim mientras caminaba por el campo.

Jim miró la pista de cemento. Sorprendido, descubrió que la superficie estaba muy agrietada y manchada de aceite, con marcas de neumáticos y de ruedas rotas. Pero ahora que había comenzado la tercera guerra mundial, se construiría pronto una nueva pista. Jim llegó al borde de la franja de cemento y continuó por la hierba hacia el sur del aeródromo. El suelo ascendía hacia las colinas verdes y luego descendía hasta el valle donde antes los camiones japoneses descargaban tejas y escombro para las construcciones.

A pesar de las altas ortigas y del cálido sol de septiembre, el valle parecía cubierto por el mismo polvo. Las costas del canal estaban tan blancas como el conducto de una corriente funeraria en la que se lavan los cadáveres. La cubierta rota de una bomba que no había estallado sobresalía del agua, como una gran tortuga que se hubiese dormido mientras intentaba esconder la cabeza en el fango.

Sabiendo que la vibración de un Mustang que volara a baja altura podía activar el detonador, Jim se apresuró, apartando las ortigas con la revista. Arrojó al aire la lata de Spam y la recogió con una mano, pero a la segunda vez la perdió entre las plantas. Buscándola entre la hierba tupida, la encontró finalmente junto al borde del agua y decidió comer la carne troceada antes de que se le deslizara para siempre de las manos.

Sentado en la ribera del canal, limpió la suciedad de la tapa. Una gota de sangre le cayó de la nariz al agua, y fue instantáneamente atacada por miríadas de peces diminutos, no más grandes que cabezas de cerillas. Cuando una segunda gota tocó la superficie, hubo una furiosa lucha que parecía involucrar naciones enteras de pequeños peces. Giraban en el agua, ignorando la superficie iluminada por el sol, y se atacaban mutuamente con ferocidad. Jim carraspeó, se inclinó y dejó caer una bola de pus de las encías infectadas. Cayó entre los peces como una carga de profundidad, y desencadenó un frenesí de pánico. Un segundo después, sólo quedaba en el agua la bola de pus que se disolvía.

Jim perdió el interés por los peces, se extendió entre los juncos y estudió los anuncios de Life. Oía el sonido profundo del fuego de artillería. Los cañones de Siccawei y Hungjao parecían más sonoros mientras los ejércitos nacionalistas rivales cerraban las garras sobre Shanghai. Comería su Spam y luego haría un último esfuerzo para volver a Shanghai. Estaba seguro de que Basie y la pandilla de bandidos no pensaban regresar al Buick y sólo habían dejado a Jim allí para que distrajera a los soldados chinos que pudieran haberlos seguido hasta el río.

Entre la hierba, muy cerca, una cabeza asintió dos veces, aprobando esa estrategia. Jim se mantuvo inmóvil, con el último trozo de chocolate atrapado en la garganta, sorprendido por esa íntima aparición. Alguien estaba echado entre los juncos a muy pocos metros, con las rodillas casi rozando el agua. Como si tratara de reconfortar a Jim, la cabeza volvió a asentir. Jim extendió una mano y apartó las hierbas, examinando cuidadosamente el rostro de la figura. Las mejillas redondeadas y la nariz suave, enflaquecidas por las privaciones de una infancia en tiempos de guerra, eran las de un adolescente asiático, el hijo de un aldeano que había venido a pescar. El muchacho yacía de espaldas, rodeado por un muro de hierba y de juncos, como si compartiera una gran cama con Jim y escuchara en silencio sus pensamientos.

Jim se incorporó, con la revista enrollada alzada por encima de la cabeza. A través del zumbido de las moscas espiaba algún posible ruido de pasos. Pero el valle estaba vacío; las moscas devoraban el aire brillante. La figura se movió apenas, aplastando la hierba. Demasiado perezoso para detenerse, el muchacho se deslizaba desde la costa al agua.

Con toda la prudencia aprendida durante los largos años de la guerra, Jim se puso de rodillas, luego de pie, y avanzó entre los juncos. Calmándose, miró la figura dormida.

Ante él, con un traje de vuelo manchado de sangre y las insignias de un grupo especial de ataque, estaba el cuerpo del joven piloto japonés.











1984











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