domingo, abril 26, 2009

"El camino hambriento", de Ben Okri

Fragmento




Con nuestros compañeros del mundo de los espíritus -aquellos con quienes teníamos especial afinidad- éramos casi siempre felices, porque flotábamos en la corriente verdemar del amor. Jugábamos con los faunos, las hadas y los seres hermosos. Tiernas sibilas, duendes benignos y la serena presencia de nuestros antepasados nos acompañaban siempre, bañándonos en el resplandor de sus distintos arcos iris. Son muchas las razones para que los bebés lloren cuando nacen, y una de ellas es la repentina separación del mundo de los sueños incorpóreos, donde todo está lleno de hechizos y no existe el sufrimiento. Cuanto más felices éramos más próximo estaba nuestro nacimiento. Al acercarse una nueva encarnación nos comprometíamos mediante pactos a regresar al mundo de los espíritus tan pronto como se presentara una oportunidad. Hacíamos esas promesas en encendidos campos de flores y bajo el dulce claro de luna de aquel universo. Los mortales nos llamaban abiku, niños espíritus. No todo el mundo nos reconocía. Éramos los que no cesábamos de ir y venir, reacios a aceptar la vida. Teníamos la facultad de provocarnos la muerte y la obligación de cumplir nuestros pactos. Quienes los rompían sufrían alucinaciones y el acoso de sus compañeros. Sólo encontraban consuelo cuando regresaban al mundo de los nonatos, el lugar de las fuentes, donde sus seres queridos los esperaban en silencio. Aquellos de nosotros que prolongábamos nuestra estancia en el mundo, seducidos por el anuncio de memorables acontecimientos, atravesábamos la vida con ojos cargados de muerte y belleza, llevando en nuestro interior la música de una hermosa y trágica mitología. De nuestras bocas brotaban oscuras profecías. Imágenes del futuro invadían nuestras mentes. Éramos los extraños, siempre a medias en el mundo de los espíritus.
...
Todos descendimos al gran valle. Era un día en el que se celebraban fiestas desde tiempo inmemorial. Espíritus maravillosos danzaron al compás de la música de los dioses, y con sus cánticos dorados y sus encantamientos de lapislázuli protegieron nuestras almas durante el tránsito y nos prepararon para el primer contacto con la sangre y la tierra. Todos hicimos solos la travesía. Teníamos que sobrevivirla solos: superar las llamas y el mar, el contacto con las ilusiones. Había empezado el destierro. Tales son los mitos de los orígenes. Historias y estados de ánimo muy enraizados en quienes creen en tierras ricas y creen todavía en los misterios. Nací no sólo porque hubiera concebido la idea de quedarme, sino porque, finalmente, después de tantas idas y venidas, sentía ya, asfixiándome, la presión de los grandes ciclos temporales. Recé para que se me concediera la risa, pedí una vida sin hambre y recibí paradojas por respuesta. Sigue siendo para mí un enigma por qué nací sonriendo.











1991






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