Fragmento
Pascua, 1960. Un día cálido como de verano. Un día de sur. Un domingo lleno de individuos indolentes en el calor. Leo aquí y allá, en éste y en aquel idioma: anteayer Demócrito, ayer Juvenal, hoy Montaigne, hace unos días poemas de Tasso. No tengo ni rabia ni ansiedad. Hablo con personas que encuentro por accidente. Desde que el libro se publicó, reina el silencio total. Primero estaba sorprendido, acaso un poco intranquilo, ahora me habita el silencio y soy feliz. No voy a ninguna parte, no sé dónde comenzar. Aguardo el rayo y la voz poderosa. No me he liberado de todo lo que escribí hasta ahora. Ningún recuerdo me seduce, ninguna meta me llama. A veces lamento que mi alma no se haya vestido con el idioma inglés. Aquí he vivido veintidós años. Escuché a muchas personas que me hablaban en el idioma del país, pero nunca los escuché como si fueran escritores, sólo las entendí. Mi propia desesperación, mi asombro y mi delirio nunca se sirvieron de palabras inglesas. Lo que sentí, lo que pensé y dije, lo escribí en palabras alemanas. Cuando me preguntaron por qué era así, siempre tuve razones convincentes. El orgullo fue la más importante, el orgullo en el que creía. Hoy me seduce la idea de comenzar una vida en un nuevo idioma. Amo el lugar donde vivo más que cualquier otro. Me resulta tan familiar como si hubiese nacido aquí. A fuerza de ser un eterno extranjero, soy el más auténtico de sus habitantes. El divorcio entre esta patria y mi soliloquio es perfecto.
1960
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