viernes, febrero 20, 2009

“Ícaro”, de Jaroslaw Iwaszkiewicz






Hay un cuadro de Brueghel llamado Ícaro. En él se ve a un campesino que ara la tierra en un alto acantilado sobre el mar; un pastor impasible apacienta su rebaño, y un pescador tiende las redes en la costa. A lo lejos, puede vislumbrarse una tranquila ciudad. En el mar navega, con las velas desplegadas, un barco en cuyo puente unos comerciantes discuten sus negocios. En fin, estamos ante los afanes y preocupaciones cotidianos, frente a una vida de simples menesteres y problemas humanos sencillos. ¿Dónde está Ícaro? ¿Dónde está aquél que trató de alcanzar el sol? Sólo, si observamos minuciosamente el cuadro, podremos descubrir en un rincón del mar un par de piernas que se sumergen en el agua, y arriba, revoloteando en el aire, unas cuantas plumas que el brusco descenso desprendió de las alas ingeniosamente fabricadas. La caída ha ocurrido hace un instante apenas. Se trata del temerario que, según la leyenda griega, construyó unas alas para volar y se elevó a tal altura que llegó cerca del sol. Sus rayos fundieron la cera con que se había pegado el joven las plumas, y el desdichado se precipitó en el abismo. La tragedia ha ocurrido; helo allí que se hunde y se ahoga en el mar. Pero los hombres nada han advertido. Ni el campesino que ara la tierra, ni el comerciante que navega, ni el pasajero que contempla el cielo, ninguno se ha dado cuenta de la muerte de Ícaro. Sólo el poeta o el pintor la han visto y la han transmitido a la posteridad.

Ese cuadro me viene a la memoria cada vez que recuerdo un episodio que me tocó vivir. Era en junio de 1942 ó 1943. Un bellísimo crepúsculo de verano descendía sobre Varsovia, un resplandor rosado creaba sombras que embellecían las casas destruidas, y en el hormigueo impetuoso de la multitud que subía a los tranvías para llegar a casa antes del toque de queda, el conjunto de los vestidos civiles ocultaba los uniformes, raros a esa hora. En aquel momento las calles de Varsovia, animadas y bellas en el esplendor de junio, podían dar la impresión de que la ciudad estuviese libre de los invasores. Sólo por un instante...

Esperaba el tranvía en la parada de la esquina de la calle Trebacka con la Krakowskie Przedmiescie. Las rojas carrocerías tranviarias, campanilleaban sonoramente y se alineaban, una tras otra, a lo largo de Krakowskie Przedmiescie. La gente se aglomeraba para subir, saltaba a los estribos, se colgaba de las puertas, se apiñaba tanto dentro como fuera de los vehículos. De cuando en cuando, pasaba a toda prisa un "cero" rojo, reservado a los alemanes, y por ende casi vacío. Debí esperar bastante tiempo un tranvía en el que se pudiese entrar con menos dificultad. Pero, cuando al fin llegó uno, no tenía ya deseos de subir; de improviso le había tomado gusto a aquella multitud que me rodeaba indiferente del todo a mi presencia. Frente a mí, sobre su pedestal, se erguía la estatua de Mickiewicz; en torno al monumento humildes plantas floridas emanaban un grato perfume; los automóviles trazaban con un chirrido la curva frente a la iglesia de las Carmelitas; los muchachos pregonaban a gritos sus periódicos; frente a un resplandeciente escaparate hormigueaban los vendedores de cigarrillos y de pasteles; se cerraban con ruido las puertas metálicas y las rejas de las tiendas; en el jardincillo, los bancos estaban repletos de viejos y jóvenes; gorjeaban los gorriones, fijos ellos también en las ramas de los frágiles arbolillos... Todo esto se sumergía lentamente en el azul crepúsculo de la tarde estival. En ese instante sentía pulsar el corazón de Varsovia, e instintivamente me mezclé entre la multitud para permanecer un poco más de tiempo junto a ella y entre ella y disfrutar de aquel atardecer varsoviano.

En un determinado momento observé a un muchacho que venía por la calle Bernardcka. Apareció detrás de un tranvía en marcha, y se detuvo en el pequeño camellón, de espaldas al ir y venir de la multitud, con la cara vuelta hacia la acera y sin apartar los ojos de un libro con el que había surgido en aquel crepúsculo cada vez más gris. Podía tener quince años, dieciséis a lo sumo. De tanto en tanto, mientras leía, sacudía la rubia cabellera, y, con la mano, apartaba después los cabellos que le caían sobre la frente. Del bolsillo, sobre su cadera, asomaba un segundo libro. El primero lo llevaba abierto frente a los ojos y evidentemente era incapaz de desprenderse de él. Con toda probabilidad, lo había conseguido hacía poco de un compañero o de una biblioteca clandestina, y sin esperar a la llegada a casa, se mostraba impaciente por conocer el contenido, aún en la calle. Me desagradaba no saber qué libro era; de lejos parecía un manual, pero me decía que ningún manual puede despertar tan vivo interés en un joven. ¿Serían versos? ¿Tal vez un libro de economía? No lo sé.

El muchacho permaneció un poco en el camellón, inmerso en la lectura. No hacía caso de los empellones, ni de la multitud que se apiñaba alrededor de los vehículos. Detrás de él se asomó más de una cara enrojecida, pero él seguía sin apartar la mirada del libro. Y después, siempre con el libro bajo los ojos, tal vez molesto por los empujones y el estrépito, o tal vez asaltado de improviso por una necesidad inconsciente de llegar a su casa, lo vi descender a la calzada, frente a un automóvil que apareció en aquel instante.

Se oyó el chirrido violento de los frenos y el silbido de los neumáticos sobre el asfalto. Con la intención de evitar el choque, el conductor viró bruscamente y detuvo en seco el vehículo en la esquina de la calle Trebacka. Advertí, lleno de espanto, que era un coche de la Gestapo. El muchacho del libro trató de esquivar el automóvil, pero inmediatamente se abrió la portezuela posterior y dos individuos, con el casco adornado por una calavera, saltaron a la calle. Se hallaban exactamente frente al muchacho. Uno de ellos gritó algo con voz gutural y el otro, trazando con el brazo un gesto circular, invitó con mofa al muchacho a subir.

Aún ahora puedo ver a aquel joven, detenido frente a la portezuela, confuso, totalmente avergonzado... Veo cómo se disculpaba, cómo movía la cabeza en un ingenuo gesto de negación, semejante a un niño que promete: "No lo volveré a hacer"... Parecía estar diciendo: "No he hecho nada... sólo esto...", e indicaba el libro que había producido su descuido. Como si hubiese sido posible explicar alguna cosa. Se negaba a subir al auto, como en un último impulso de la vida que estaba perdiendo.

El gendarme le pidió los documentos, le arrebató de las manos la carta de identidad que había extraído de un bolsillo, y con un gesto violento, lo empujó hacia el interior. El otro lo ayudó. Subió el muchacho y tras él los hombres de la Gestapo; la portezuela se cerró y el vehículo partió bruscamente, dirigiéndose a toda velocidad hacia la avenida Szucha...

Lo perdí de vista. Desolado por lo ocurrido, miré en torno mío, buscando comprensión en alguien. El muchacho del libro había desaparecido para siempre. Con el más grande estupor, comprobé que nadie se había dado cuenta del suceso. De manera tan fulminante se había desarrollado lo que he descrito. Todos los peatones que formaban aquella multitud se hallaban tan ocupados en sus propios afanes, que el rapto del muchacho les había pasado inadvertido. Unas señoras que había a mi lado discutían si era conveniente tomar tal o cual tranvía, dos tipos encendían sus cigarrillos tras el poste de la parada, una vieja con una cesta en la mano junto a la pared, repetía sin tregua su "Limones, limones magníficos, limones...", como un conjuro budista, y otros jóvenes corrían por la calle tras el tranvía que se iba, arriesgándose a terminar bajo un automóvil... Mickiewicz estaba allí, tranquilo, y las flores exhalaban un suave perfume; un leve vientecillo agitaba las tiernas ramas en derredor del monumento. La desaparición de aquel joven no había significado nada para nadie. Sólo yo había visto ahogarse a Ícaro. Permanecí allí aún mucho tiempo, aguardando que la multitud se disgregase. Pensaba que tal vez Michas, así lo llamé en la imaginación, volvería. Me imaginaba su casa, sus padres que esperaban su regreso, a la madre mientras preparaba la cena, y no podía resignarme a que ellos no pudiesen saber de qué manera había desaparecido su hijo. Conociendo las costumbres de nuestros ocupantes, preveía que no habría podido liberarse de sus tentáculos. ¡Y todo había ocurrido de un modo tan estúpido! La insensata crueldad de aquel secuestro me sobresalta y me turba todavía.

Aquellos que han muerto en las batallas, que sabían por qué morían, encontraron tal vez consolación en la idea de que su muerte tenía sentido. Pero quienes como mi Ícaro han sido sumergidos en el mar del olvido por una razón tan cruel como insensata...

Llegó la noche. La ciudad se adormecía en un sueño febril, malsano... Me aparté por fin de la parada, pasé junto al monumento de Mickiewicz, y me dirigí a pie hacia mi casa... Mientras continuaba persiguiéndome la imagen de Michas, que movía la cabeza como si dijera: "No, no, la culpa es del libro... En adelante, tendré más cuidado...".




en Antología del cuento polaco, 1967










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