Antes de saltar de la cama, Charlie Stowe esperó, hasta oír los ronquidos de su madre. Incluso entonces avanzó con cautela y se acercó de puntillas a la ventana. La fachada de la casa era irregular, así que era posible comprobar si había una luz encendida en la habitación de su madre. Ahora, no obstante, todas las ventanas estaban a oscuras. Un reflector cruzó el cielo, iluminando las nubes y explorando los profundos espacios oscuros entre ellas, intentando localizar aviones enemigos. El viento soplaba desde el mar. Charlie Stowe podía oír, más allá de los ronquidos de su madre, el batir de las olas. Una corriente de aire que se filtraba por entre las grietas del marco de la ventana hizo oscilar su camisa de dormir. Charlie Stowe tuvo miedo.
Pero pensar en el estanco que su padre regentaba, ubicado una docena de escalones de madera más abajo, hizo que se animara. Tenía doce años y los chicos de la escuela municipal se burlaban de él, porque nunca había fumado. Los paquetes estaban apilados abajo: Gold Flake y Player's, De Reszke, Abdulla y Woodbines. El pequeño establecimiento siempre estaba envuelto en una neblina de humo viciado, que haría que su crimen pasara desapercibido. Charlie Stowe no tenía ninguna duda de que robarle cigarrillos a su padre era un crimen, pero él no quería a su padre. Para él, su padre era alguien irreal, un espectro pálido, delgado e indefinido, que tan sólo se daba cuenta de su presencia a rachas y que incluso dejaba los castigos en manos de su madre. Por su madre, él sentía un amor manifiestamente apasionado. Su presencia bulliciosa y su compasión tumultuosa llenaban su mundo. Por su manera de hablar, él creía que era amiga de todo el mundo, desde la mujer del párroco hasta la «querida Reina», exceptuando a los «Hunos», los monstruos que acechaban en los zepelines detrás de las nubes. Por el contrario, lo que su padre apreciaba o aborrecía era tan indefinido como sus movimientos. Esa noche, había dicho que estaría en Norwich, pero nunca se sabía. Charlie Stowe se sintió inseguro al bajar los peldaños de madera. Cuando oyó un crujido, agarró con fuerza el cuello de su camisa de dormir.
Al llegar al final de las escaleras, se encontró de repente en el interior del pequeño establecimiento. Estaba demasiado oscuro como para ver por dónde andaba y no se atrevió a encender la luz. Durante medio minuto, se quedó sentado en el último escalón, desesperado y con la barbilla apoyada en las manos. Entonces, el movimiento regular del reflector dejó entrar un poco de luz por un ventanal y el chico tuvo tiempo de fijar en su memoria los cigarrillos apilados, el mostrador y el hueco que había debajo de éste. Los pasos de un policía en la calle hicieron que cogiera el primer paquete al alcance de su mano y que se metiera en el hueco. Una luz resplandeció en el suelo y alguien intentó abrir la puerta. Entonces, los pasos se alejaron y Charlie se acurrucó en la oscuridad.
Por fin, recuperó el coraje diciéndose, de una manera curiosamente adulta, que si le descubrían, ya no se podía hacer nada, y que, por lo menos, podría fumarse el cigarrillo. Se colocó uno en la boca. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no tenía cerillas. Durante unos instantes, no se atrevió a moverse. El reflector iluminó la tienda en tres ocasiones. Mientras, murmuraba improperios y expresiones de aliento: «Perdido por perdido, mejor llegar hasta el final», «Miedica, que eres un miedica»..., una serie de exhortaciones adultas e infantiles en extraña combinación.
Cuando fue a moverse, escuchó pasos en la calle. Era el sonido de varios hombres avanzando con rapidez. Charlie Stowe tenía la edad suficiente como para sorprenderse de que hubiera alguien en la calle. Los pasos se acercaron y se detuvieron. Una llave se introdujo en la cerradura de la puerta de la tienda y una voz dijo:
—Déjenle entrar.
A continuación, oyó a su padre:
—No hagan ruido, por favor, caballeros. No quiero despertar a mi familia.
Su voz indecisa tenía un tono que no le resultaba familiar a Charlie. Vio el destello de una linterna y, luego, se encendió una bombilla que daba una luz azulada. El chico contuvo la respiración. Temía que su padre pudiera oír cómo latía su corazón; se agarró el camisón con fuerza y rezó: «Oh, Dios, no permitas que me descubra». A través de una rendija del mostrador, podía ver a su padre, de pie, sosteniéndose el cuello levantado, flanqueado por dos hombres que llevaban bombín e impermeables ceñidos por un cinturón. No les conocía.
—Fúmense un cigarrillo —dijo su padre, con una voz seca como un bizcocho.
Uno de los hombres hizo un gesto de negación con la cabeza:
—No es posible; no, cuando estamos de servicio. Gracias, de todos modos —respondió sin hostilidad, pero sin condescendencia.
Charlie Stowe pensó que su padre debía de estar enfermo.
—¿Les importa si me pongo unos cuantos en el bolsillo? —preguntó el señor Stowe. Cuando el hombre hubo asentido, cogió unos cuantos paquetes de Gold Flake y de Players de una estantería y los acarició con las yemas de los dedos.
—Bueno —dijo—, ya no se puede hacer nada y, por lo menos, tendré cigarrillos.
Por un instante, Charlie Stowe temió ser descubierto, al ver que su padre recorría con la mirada todo el establecimiento detenidamente. Parecía como si fuera la primera vez que lo mirase.
—Es un buen negocio, aunque sea pequeño —dijo. Luego, añadió—: para alguien que le guste. Supongo que mi mujer lo venderá. Si no lo hace, los vecinos harán que se hunda. Bueno, ustedes ya quieren marcharse. Un segundo, cogeré el abrigo.
—Uno de nosotros le acompañará, si no le importa —dijo con calma uno de los desconocidos.
—No se preocupen. Está aquí mismo, en este colgador. Ya está, estoy listo.
—¿No quiere hablar con su mujer?— preguntó el otro hombre, con cierta incomodidad.
—No. Nunca hagas hoy lo que puedas dejar para mañana —su voz frágil sonó decidida—. Yo nunca lo hago. Más adelante, podrá verme, ¿verdad?
—Sí, sí —respondió uno de los desconocidos, mostrándose de pronto muy cordial y con ganas de infundirle ánimos—. No se preocupe demasiado. Mientras hay vida...
Insospechadamente, su padre trató de reírse.
Cuando se cerró la puerta, Charlie Stowe volvió a subir las escaleras de puntillas y se metió en la cama. No entendía por qué su padre había salido de casa, otra vez, tan avanzada la noche, ni tampoco quiénes eran esos desconocidos. La sorpresa y el temor le mantuvieron despierto un rato. Tenía la sensación de que una fotografía familiar se había salido del marco, cobrando vida, para reprocharle su falta. Recordó cómo su padre se había aguantado con firmeza el cuello y se había infundido ánimos diciéndose proverbios; por primera vez, pensó que, mientras su madre era bulliciosa y amable, su padre se parecía mucho a él y hacía cosas en la oscuridad que le gustaban. Le habría encantado bajar, acercarse a su padre y decirle que le quería, pero oyó a través de la ventana cómo se alejaba con pasos apresurados. Estaba solo en casa, con su madre, y se quedó dormido.
Pero pensar en el estanco que su padre regentaba, ubicado una docena de escalones de madera más abajo, hizo que se animara. Tenía doce años y los chicos de la escuela municipal se burlaban de él, porque nunca había fumado. Los paquetes estaban apilados abajo: Gold Flake y Player's, De Reszke, Abdulla y Woodbines. El pequeño establecimiento siempre estaba envuelto en una neblina de humo viciado, que haría que su crimen pasara desapercibido. Charlie Stowe no tenía ninguna duda de que robarle cigarrillos a su padre era un crimen, pero él no quería a su padre. Para él, su padre era alguien irreal, un espectro pálido, delgado e indefinido, que tan sólo se daba cuenta de su presencia a rachas y que incluso dejaba los castigos en manos de su madre. Por su madre, él sentía un amor manifiestamente apasionado. Su presencia bulliciosa y su compasión tumultuosa llenaban su mundo. Por su manera de hablar, él creía que era amiga de todo el mundo, desde la mujer del párroco hasta la «querida Reina», exceptuando a los «Hunos», los monstruos que acechaban en los zepelines detrás de las nubes. Por el contrario, lo que su padre apreciaba o aborrecía era tan indefinido como sus movimientos. Esa noche, había dicho que estaría en Norwich, pero nunca se sabía. Charlie Stowe se sintió inseguro al bajar los peldaños de madera. Cuando oyó un crujido, agarró con fuerza el cuello de su camisa de dormir.
Al llegar al final de las escaleras, se encontró de repente en el interior del pequeño establecimiento. Estaba demasiado oscuro como para ver por dónde andaba y no se atrevió a encender la luz. Durante medio minuto, se quedó sentado en el último escalón, desesperado y con la barbilla apoyada en las manos. Entonces, el movimiento regular del reflector dejó entrar un poco de luz por un ventanal y el chico tuvo tiempo de fijar en su memoria los cigarrillos apilados, el mostrador y el hueco que había debajo de éste. Los pasos de un policía en la calle hicieron que cogiera el primer paquete al alcance de su mano y que se metiera en el hueco. Una luz resplandeció en el suelo y alguien intentó abrir la puerta. Entonces, los pasos se alejaron y Charlie se acurrucó en la oscuridad.
Por fin, recuperó el coraje diciéndose, de una manera curiosamente adulta, que si le descubrían, ya no se podía hacer nada, y que, por lo menos, podría fumarse el cigarrillo. Se colocó uno en la boca. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no tenía cerillas. Durante unos instantes, no se atrevió a moverse. El reflector iluminó la tienda en tres ocasiones. Mientras, murmuraba improperios y expresiones de aliento: «Perdido por perdido, mejor llegar hasta el final», «Miedica, que eres un miedica»..., una serie de exhortaciones adultas e infantiles en extraña combinación.
Cuando fue a moverse, escuchó pasos en la calle. Era el sonido de varios hombres avanzando con rapidez. Charlie Stowe tenía la edad suficiente como para sorprenderse de que hubiera alguien en la calle. Los pasos se acercaron y se detuvieron. Una llave se introdujo en la cerradura de la puerta de la tienda y una voz dijo:
—Déjenle entrar.
A continuación, oyó a su padre:
—No hagan ruido, por favor, caballeros. No quiero despertar a mi familia.
Su voz indecisa tenía un tono que no le resultaba familiar a Charlie. Vio el destello de una linterna y, luego, se encendió una bombilla que daba una luz azulada. El chico contuvo la respiración. Temía que su padre pudiera oír cómo latía su corazón; se agarró el camisón con fuerza y rezó: «Oh, Dios, no permitas que me descubra». A través de una rendija del mostrador, podía ver a su padre, de pie, sosteniéndose el cuello levantado, flanqueado por dos hombres que llevaban bombín e impermeables ceñidos por un cinturón. No les conocía.
—Fúmense un cigarrillo —dijo su padre, con una voz seca como un bizcocho.
Uno de los hombres hizo un gesto de negación con la cabeza:
—No es posible; no, cuando estamos de servicio. Gracias, de todos modos —respondió sin hostilidad, pero sin condescendencia.
Charlie Stowe pensó que su padre debía de estar enfermo.
—¿Les importa si me pongo unos cuantos en el bolsillo? —preguntó el señor Stowe. Cuando el hombre hubo asentido, cogió unos cuantos paquetes de Gold Flake y de Players de una estantería y los acarició con las yemas de los dedos.
—Bueno —dijo—, ya no se puede hacer nada y, por lo menos, tendré cigarrillos.
Por un instante, Charlie Stowe temió ser descubierto, al ver que su padre recorría con la mirada todo el establecimiento detenidamente. Parecía como si fuera la primera vez que lo mirase.
—Es un buen negocio, aunque sea pequeño —dijo. Luego, añadió—: para alguien que le guste. Supongo que mi mujer lo venderá. Si no lo hace, los vecinos harán que se hunda. Bueno, ustedes ya quieren marcharse. Un segundo, cogeré el abrigo.
—Uno de nosotros le acompañará, si no le importa —dijo con calma uno de los desconocidos.
—No se preocupen. Está aquí mismo, en este colgador. Ya está, estoy listo.
—¿No quiere hablar con su mujer?— preguntó el otro hombre, con cierta incomodidad.
—No. Nunca hagas hoy lo que puedas dejar para mañana —su voz frágil sonó decidida—. Yo nunca lo hago. Más adelante, podrá verme, ¿verdad?
—Sí, sí —respondió uno de los desconocidos, mostrándose de pronto muy cordial y con ganas de infundirle ánimos—. No se preocupe demasiado. Mientras hay vida...
Insospechadamente, su padre trató de reírse.
Cuando se cerró la puerta, Charlie Stowe volvió a subir las escaleras de puntillas y se metió en la cama. No entendía por qué su padre había salido de casa, otra vez, tan avanzada la noche, ni tampoco quiénes eran esos desconocidos. La sorpresa y el temor le mantuvieron despierto un rato. Tenía la sensación de que una fotografía familiar se había salido del marco, cobrando vida, para reprocharle su falta. Recordó cómo su padre se había aguantado con firmeza el cuello y se había infundido ánimos diciéndose proverbios; por primera vez, pensó que, mientras su madre era bulliciosa y amable, su padre se parecía mucho a él y hacía cosas en la oscuridad que le gustaban. Le habría encantado bajar, acercarse a su padre y decirle que le quería, pero oyó a través de la ventana cómo se alejaba con pasos apresurados. Estaba solo en casa, con su madre, y se quedó dormido.
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