Mientras esperaba el bus en el paradero de la Greyhound, en Buffalo, no se dio cuenta de su presencia. Pero en cuanto ascendió al coche y se sentó, en el primer asiento de la sección de fumar, le llamó la atención la belleza de esa mujer. Era una negra alta, altísima, como de un metro ochenta, que terminaba en un escandalizado pelo afro, sobre un rostro entre agresivo y dulce, no demasiado anguloso y de un cutis terso y brillante en el que se destacaban los labios carnosos, rosados de un rosado natural, sin pintura. Pero lo grande de esa mujer, en todo sentido, era su cuerpo, sencillamente magnífico. Era un ejemplar de unos pechos tan amplios, tan generosos, como nunca había visto. Y, sin embargo, no necesitaban sostén, y acaso se hubieran reído de él, si lo había para su medida; se expandían dentro de un brevísimo vestido blanco, de escote profundo como un precipicio tentador en el que cualquier tipo querría suicidarse. Cuando se hubo quitado el abrigo, él pudo ver también que su cintura era estrecha y apenas sobresalía una pequeña, sensual pancita, como la de una mujer que ha sido madre unos meses antes y su figura está reacomodándose, mientras seguramente le explota adentro una renovada sexualidad. Se quedó mirándola fijamente, sin poder respirar, atónito, admirado de la gracia gatuna de esa mujer espléndida, que acomodó el abrigo en el portaequipajes, ocasión que él aprovechó para recorrer la línea perfecta de sus piernas, enfundadas en unas medias negras que parecían emerger de entre la ligerísima tela blanca del vestido de satén. Rápidamente se le secó la boca, y no abrió el libro que tenía en la mano. Meneó la cabeza, sonriente, y se dijo que jamás había visto una mujer igual, que además de la belleza irradiaba una firme dignidad, una elegancia natural en el porte, en el modo de sentarse en el asiento de junto, y una calidad espontánea, de esas que no se aprenden ni se imitan. Y aun su manera de encender ese cigarrillo larguísimo, finito, de papel negro, cuyo humo aspiró sin ruido para luego soltarlo despacito, sensualmente, todo le hizo sentir, de súbito, que su sangre hervía, y supo que ese no sería un viaje tranquilo. Claro que el problema, reconoció enseguida, era su inglés más que pobre. Mentalmente, se hizo chistes un tanto procaces, como decirse que con semejante hembra ni falta que hacía hablar unas palabras. Se prometió todo lo que le haría si tuviera oportunidad. Sabía perfectamente que no era la clase de tipo que pasaba inadvertido para las mujeres de buen ojo. Y esa negra tenía aspecto de saber mirar a los hombres. Pero de todos modos no pudo evitar sentirse un tanto frustrado: miró hacia afuera del coche mientras se ponía en marcha, y a su vez encendió un cigarrillo como planeando alguna forma de abordaje o, acaso, disponiéndose a una ligera resignación. Cuando llegó a la estación, apenas un par de minutos antes de que partiera el expreso para Nueva York, y vio a ese tipo que ascendía al bus, advirtió una súbita inquietud, y casi involuntariamente se detuvo unos segundos para arreglarse el pelo y se abrió el abrigo que había cerrado al bajar del taxi. Sabía qué impresión podía causar con el solo hecho de abrirse el tapado de piel de camello. E instantáneamente caminó hacia el coche, detrás de ese hombre. Era un fulano que no podía dejar de ser mirado. Mediría unos seis pies y algunas pulgadas y su cuerpo era del tipo sólido (no gordo ni mucho menos, pero sí sólido), grandote sin apariencia de pesado. Vestía con cuidada elegancia y esos jeans desteñidos, que le calzaban a las maravillas, dibujaban piernas gruesas, que imaginó muy velludas. Se notaba la fuerza de esas piernas y le encantó ese trasero alto, duro y todo lo otro; demonios, era un bulto magnífico. Se quedó mirándolo fijamente, desde atrás, mientras él se instalaba en el primer asiento de la sección de fumar. Obvio, se sentaría junto a él. El bus no iba del todo lleno; había otros lugares vacíos pero ella tenía todo el derecho de elegir su sitio. Y tampoco le importaba demasiado lo que pensara el tipo. Esas preocupaciones son de ellos, se dijo, sonriendo para sí, mientras al quitarse el abrigo hundía su abdomen y su respiración alzaba sus pechos, como globos aerostáticos de indagación meteorológica. Sabía las catástrofes que podían provocar. Aprovechó, fugazmente, el pasmo del hombre para ver su mirada. Él no le quitaba los ojos de encima. Pues bien, que se diera el gusto; hizo todo muy despacio: puso el abrigo en el portaequipajes, giró lentamente como para ofrecerle nuevos ángulos de observación y se sentó cruzando la pierna. El vestido se le trepó varias pulgadas sobre las rodillas. El tipo era hermoso, de veras. Tenía una nariz pequeña, griega, y una mirada entre verde y gris, que denotaba algo de miedo, pero a la vez de descaro; ese tipo no decía que no a una buena oferta, y ella era una oferta sensacional. Sonrió para sí, pensando en la cara que pondría el tipo si supiera que ella, bajo el vestido, estaba desnuda; y largó el humo, suave, sensualmente. Se sentía excitada, aunque a la vez le pareció que algo fallaba. El tipo tenía un libro en la mano; ella vio de reojo que se trataba de una obra de Thomas de Quincey. Pero estaba en español, y eso podía ser un problema. No sabía una sola palabra de español, más que «gracias» y «por favor». Se le ocurrió que sería divertido escuchar todo lo que el tipo podría decir en ese idioma extraño. Bueno, con semejante macho al lado, quién querría ponerse a charlar. Por un momento cerró los ojos y se dijo que, si la dejaran, le enseñaría mucho más que a hablar inglés. Luego se quedó fumando, mientras el bus arrancaba, y sintió un ligero temor, una cierta resignación impaciente. La noche se hizo en pocos minutos, cuando Buffalo quedó atrás y él observó el pueblo desde la ventanilla. Qué paisaje tan distinto de los de su infancia. Qué pulcritud, qué limpieza, pero a la vez qué falta de misterio. Miró a su vecina de reojo. La negra, ¿cómo se llamaría? ¿Lenda, como suelen decir los gringos a las que se Llaman Linda? ¿Algo tan vulgar como Mary? ¿Algo fascinante como Billy May, como aquel personaje de Tobacco Road, deCaldwell? ¿O Nancy, ese nombre tan corriente en los Estados Unidos? Qué curioso ese asunto de los nombres. Una designación es algo tan caprichoso. ¿Por qué una mesa, a la que ya sabemos representar mentalmente, se llama mesa y no caballo, o libro, o buganvilla, o matsikechulico? Pero qué importancia tiene una designación, después de todo, si lo que vale la pena es la materialización. Esta mujer es hermosa, es negra, una negra bellísima, y no sé su nombre. Qué importa; sé que es negra, que es bella y que es mujer. Quizá se llamaría Bella. 0 simplemente Ella; ese nombre también debía gustarles a los gringos negros. Ella Fitzgerald. 0 quizá fuera un pronombre español; también eso les gustaba a los gringos: hay mujeres que se llaman Mía, y hay muchas Jo, y qué estupidez, se dijo, esta divagación absurda para no reconocer que no me atrevo a hablarle. Porque bien podía suceder que ella fuera dominicana, o jamaiquina (no, carajo, en Jamaica se habla inglés). Podía ser cubana, aunque no, estaba muy joven para ser gusana.
¿Brasileña? Humm, difícil, y el portugués también le sonaba a sánscrito. Era gringa, evidentemente, se notaba en su manera de sentarse, en esa especie de arrogancia de su porte, en ese aire imperialista —aunque fuera negra— que parecía estar diciendo hey, aquí estoy yo. Y cómo no, si se notaba su turbación, la de él, que ahora miraba de reojo, aunque no quisiera, el meneo formidable de esos pechos que parecían budines de gelatina. Pero no gelatinas blanditas, aguadas, sino duras, capaces de hamacarse todo lo necesario pero conservando su firmeza esencial, su consistencia cárnea totalmente apetecible. Ella reclinó su asiento y extendió las piernas, dejando que el vestido, una minifalda, se trepara aún más sobre sus muslos. Era una invitación, carajo, qué descaro, qué hembra, debe saber que la estoy mirando, cómo no va a saberlo, si lo hace a propósito, hija de puta, me calienta impunemente. Y no podía dejar de mirar, siempre de reojo, las piernas enfundadas y la mini que parecía querer seguir subiéndose y dios mío cómo será esa vaginita, toda mojada; me tienta, me tienta, y ahora se me para; ay carajo, es incómodo viajar así, tengo que hacer algo. Pero en realidad no dejaba de pensar que lo que tenía que hacer era metérsela, negra linda vas a ver lo que te doy. Y ella, como respondiendo a sus pensamientos, con los ojos cerrados inclinó la cabeza hacia él y pareció que sonreía de pura placidez, como disponiéndose a dormitar recordando la última vez que le habían hecho el amor, acaso una hora antes, o como una niña que se duerme sabiendo que al día siguiente su tío más querido la llevará al zoológico. Y miró su boca semiabierta, de labios perfectamente delineados, de una carnosidad que invitaba a beber en ellos, húmedos como una pera jugosa pero del color de una cereza pálida. Y la miró con descaro, jurándose que si ella abría los ojos no desviaría la mirada; le sonreiría y diría algo en su chapucero inglés a ver qué pasaba. La observó respirar por la boca, que se empeñaba en resecársele, y metió su vista en el valle de esos pechos soberbios, increíblemente grandes y firmes, y se imaginó acariciándolos. No cabrían en sus manos, sobraría tersura por los cuatro costados. Y los pezones, ay, se notaban bajo el satén y parecían champiñones puestos al revés, así de carnosos, así de morenos. Y cuando ella pestañeó sin abrir los ojos todavía, pero anunciando que los abriría, él desvió los suyos rápida, vergonzantemente, hasta clavarlos en el respaldo del asiento de adelante, sintiéndose ruborizado, cobarde como el Henry de Crane antes de Chancellorsville. El tipo miraba hacia afuera, interesado en ver cómo se oscurecía Buffalo. Sin dudas era extranjero, ningún americano se quedaría viendo con tal curiosidad la campiña. ¿De dónde sería? No parecía hispano; seguramente era europeo. Quizás español, por el libro que tenía. Mexicano no podía ser; ni dominicano ni puertorriqueño. Era demasiado lindo el tipo. Aunque los españoles tampoco eran gran cosa. No conocía muchos, pero... Una vez había visto en el Carnegie Hall a un cantante petiso, de nombre ridículo y medio amanerado. Cantaba bien, pero nada del otro mundo. ¿Raphael? Sí, y Candy lo adoraba, pero ella jamás entendió por qué Candy adoraba ciertas cosas. La entrada le había costado doce dólares; nunca se lo perdonaría. Miró al hombre de soslayo. ¿Qué edad tendría? No menos de 30 pero no llegaba a los 40. La mejor edad, sonrió, cerrando los ojos y enderezando las piernas, felina, sensualmente. Juntó los omoplatos hacia atrás, como desperezándose, conocedora del efecto que ello provocaría en el fulano, porque sus pechos se ensanchaban y el satén hasta parecía más brilloso en esa penumbra, al estirarse por la presión de las ubres. Mantuvo una semisonrisa mientras pensaba que esa era una edad simpática en los hombres, pero a la vez aborrecible. Muchos descubren formas de impotencia, se desesperan, empiezan a descubrir que ya no son los potrillos de una década antes, sospechan que pasados los 40 ya no servirán más que para hacer pipí, les resurgen en tropel los más insólitos temores infantiles. Curiosos, los tipos. Tuvo ganas de reírse. Si el tipo supiera lo que ella pensaba...
Se sentía excitada, pero con miedo. Siempre, las mujeres pensamos que nosotras somos las únicas que tenemos miedo, se dijo. Los hombres son la seguridad, el sexo fuerte; nosotras somos lo incierto, el sexo débil. ¿Será verdad? Respóndeme papacito, háblame, y ay, qué tipo más sabroso. ¿Me dirá algo? ¿Le voy a responder? Tiene linda boca. Y entreabrió los ojos, justo cuando empezaba a imaginar la pinga del fulano. Era alto, grande, fuerte. Bien podía ser un mequetrefe. Pero no lo parecía. Había algo en él que la atemorizaba. ¿Cómo sería —se preguntaba con insistencia— puesto a trabajar en una cama? ¿Y su pinga? Muchas veces los hombres son completamente decepcionantes: cuando no se disculpan porque la tienen chica, hacen advertencias por si acaso no se les para; o bien la tienen como de madera pero no la saben usar. 0 si no, son faltos de imaginación, tanto como la mayoría de las mujeres. Eso, se dijo, eso es lo grave: la falta de imaginación. Se pasó la lengua por la boca. ¿Por qué lo provocaba? ¿Por qué se excitaba al coquetearlo, si también ella sentía miedo? Si cada vez que un hombre la abordaba sentía esa cosa hermosa, gratificante, de comprobar su poder, pero a la vez temía, no sabía bien qué, pero temía como una niñita perdida de sus papás. ¡Ah, si el tipo la mirara en ese preciso instante, en que con los ojos cerrados se pasaba la lengua por los labios, ja, se volvería loco! Seguramente, él estaba pensando en cómo iniciar la charla. ¿Qué le diría? Ellos siempre creen que son originales, pero siempre dicen lo mismo. Todos, lo mismo. Y una siguiéndoles la corriente sólo si el chico nos interesa, pero también diciendo lo mismo. Los hombres —amplió la sonrisa, escondió la lengua— son como animalitos: Torpes, previsibles, encantadores. Pero también terríficos y peligrosos cuando adquieren fuerza o cuando se ponen tontos. Que es lo que casi siempre les ocurre. Entonces pensó en mirarlo a los ojos. No le diría nada, no necesitaba hablar. Sencillamente le regalaría una mirada, una media sonrisa y bajaría los ojos. Eso sería suficiente para que él supiera que podía empezar su jueguito. Y vaya que se lo seguiría. Pero decidió pestañear primero, por si él la miraba en ese instante; sería como un aviso, y a la vez una incitación. Si mantenía su mirada al ser mirado y luego le hablaba, cielos, ese tipo valía la pena. Entonces abrió los ojos y buscó la mirada del hombre, pero él contemplaba, en extraña concentración, el respaldo del asiento delantero. No pudo evitar sentirse un tanto frustrada. Durante un rato se reprochó crudamente su miedo, su cobardía. Decidió que no haría nada tan estúpido como encender la lucecita de lectura y abrir el libro. De Quincey le parecía, de repente, el autor menos interesante de toda la historia de la literatura universal. Prendió otro cigarrillo y, de nuevo fugazmente, observó de reojo a su compañera. ¿Estaba ella esperando que él iniciara una conversación? ¿Y qué carajo podría decirle si apenas hablaba inglés como para no morirse de hambre en los restaurantes? ¿Por qué mierda no había estudiado ese idioma, o acaso no sabía que en el mundo desarrollado el que no habla inglés está jodido porque así son las cosas en esta época? Pero debía reconocer que la barrera no sólo era el idioma, sino su miedo. Era un gallina infame, un aborrecible sujeto que se atrevía con las mujeres que intuía más débiles, pero con ésta que estaba junto, y que parecía un acorazado de la segunda guerra, toda artillada y más grandota que Raquel AELC, no se atrevía. Era un pusilánime. Hasta se sintió vulgar, despreciable, porque apenas la espiaba de reojo, como un voyeurista adolescente que miraba calzones en los tendederos y se masturbaba imaginándose los contenidos. Cerró los ojos con fuerza, y terminó el cigarrillo fastidiado consigo mismo, nervioso y ya casi convencido de que la batalla estaba perdida. Pero, ¿por qué? Si él tenía el sexo hecho un monumento al acero de doble aleación, y sabía muy bien cómo manejar a semejante muchacha, y la colocaría así, y le besaría aquí, y la acariciaría allá, y otro poquito así, y ay, a medida que se imaginaba todo, y la veía desnuda, encandilado por el brillo incomparable (seguro, debía ser así) de su sexo profundo, negro, vertical y jugoso como durazno de estación, a medida que fantaseaba se turbaba más pero también se dolía porque empezaba a pensar, a darse cuenta de que esos pechos magníficos, esa piel oscura y brillosa y como bañada en aceite de coco, esas piernas monumentales como obeliscos paralelos, no serían para él. Le empezó a doler la cabeza. Cerró los ojos y se dijo que lo mejor era dormirse. Llegarían a Nueva York al amanecer.
Durante un rato, esperó que el hombre le hablara, pero al cabo se dio cuenta de que no lo haría. ¿Era que no le gustaba? No, no podía ser. La forma como la había mirado. Demonios, era obvio que él la espiaba; pero se lo notaba turbado. ¿Por qué no le decía algo, por qué no le ofrecía fuego cuando ella, ahora, encendía también otro cigarrillo? ¿Sería gay, acaso? Caramba, no lo parecía. De ninguna manera, ella había visto la codicia en sus ojos, varias veces. Si hasta le costaba tragar saliva cuando por cualquier movimiento a ella parecían elevársele los pechos. Estaba caliente. A pesar del frío de la noche, de esos campos nevados que atravesaban, estaba excitada. Tenía muchas, muchísimas ganas de que semejante padrillo la montara. Porque debía ser un padrillo, caray, cómo se le abultaba la mercadería debajo del pantalón; le recordaba a esos sementales de las granjas de Oklahoma, que pacían tranquilos, indiferentes, con esas mangueras negras que les colgaban como flecos. Mejor cambiaba de tema. Aunque no podía. Quizás el tipo estaba cobrando coraje, adquiriendo fuerza.
¿Qué le pasaba? ¿Acaso ella lo había amilanado? ¿Acaso resultaba tan impresionante que el otro se retraía? A veces sucede eso con nosotras las mujeres, se dijo, asustamos a los hombres. 0 si no, ¿podía ser que fuera un asqueroso racista, un cerdo wasp que se vomitaba ante una negra a pesar de que sé muy bien que estas tetas y toda mi carrocería lo tienen con el pene endurecido? ¿Sería un cerdo, inmundo marica racista? No, leía en español; debía ser un latino, un hispano y esos son racistas con sus indios. Casi no tienen negros, dice Candy, y al contrario, parece que se vuelven locos pensando en que algún día puedan hacerlo con una negra. Ja, Candy dice cada cosa. Pero, como fuere, el fulano sigue en lo suyo. Incluso, me doy cuenta de que me espía y luego cierra los ojos, como ahora. No entiendo, es un idiota; no sabe lo que se pierde. Pero ella tampoco, se dijo, también se lo estaba perdiendo al semental, dios, y entonces, ¿por qué no le digo algo, yo, y empiezo la charla? No, mejor no, a ver si es, no más, un asqueroso marica racista. Que hable él o calle para siempre. Mierda, si fuera un negro ya estaríamos saltando uno arriba del otro. Y se rió, nerviosa, excitada, pero a la vez con la decepción de pensar que la noche era todavía larga, y no era lindo dormir en el bus al lado de semejante espécimen, sin hacer nada. Y llegarían a Nueva York a las seis y media de la mañana. Qué desperdicio. No podía saber la hora, pero el traqueteo del camión era acompasado y supuso que ya debían estar en el estado de Nueva York. No hacía falta mirar el reloj: con la calefacción del autobús al máximo, ahora que estaba abrazado a esa hembra se sentía sensacional. La casualidad era sabia: se habían encontrado en el último asiento del carro, que providencialmente estaba vacío, junto al pequeño baño, y ahí coincidieron y cambiaron unas sonrisas. Él, en una curva, medio se cayó sobre ella, quien no se resistió, y así se quedaron, abrazados, y empezaron a hacerlo, y ahora ella le lamía la oreja derecha y decía daddy, daddy, y él tocaba sus pechos, dios mío, decía, nunca he tocado algo igual, y era asombroso porque ella estaba semidesnuda, con las tetas fuera del vestido, y la mini levantada completamente, y con las piernas abiertas, sobre él, a horcajadas. A ella algo le decía que era la una de la mañana. La una, número uno, número fálico, como eso que sentía metido adentro. Oh, dios, cómo le gustaba. Lo tenía descamisado al padrillo; y su pecho era tan peludo como lo había imaginado, y recorría con los dedos esa maraña y le acariciaba con violencia las tetillas, y él respondía, se excitaba y decía cosas en español, «por favor, por favor», y se hundían en el otro con desesperación y alcanzaban un orgasmo atómico, universal; ese hispano era un macho soñado, maravilloso, tierno y bruto como les gustan los hombres a las mujeres, y dios mío, se decía, qué miembro, qué pene, qué palo, qué lingote de acero, y le daba y le daba, y ella pedía y él daba, y él pedía y ella daba, claro que le daba, le daría todo lo que quisiera esa noche inolvidable. Los dos despertaron cuando el Greyhound entró en el Lincoln Tunnel, y el ritmo acompasado se mutó por un sonido como hueco, cuando cambió la presión en el momento en que el bus fue cubierto por el río Hudson y las luces del túnel dieron la sensación ineludible de que estaban en un tiempo que era imposible de precisar, que podía ser ayer o nunca, o mañana o siempre, y la mañana o la tarde o la noche. Despertaron casi a la vez y se dieron cuenta, sorprendidos y amodorrados, de que tenían las manos entrelazadas: la derecha de él con la izquierda de ella. Se miraron las manos que formaban una extraña figura asimétrica pero hermosa, como una bola amorfa de chocolate blanco y chocolate, y de inmediato desanudaron, a causa del azoro, esa figura que él pensó irónicamente hermosa y fugaz, y ella pensó fugazmente hermosa e irónica. Y aunque no se miraron a los ojos, ni les importó ver la hora, los dos supieron que sonreían. A él se le habían pasado la turbación y el miedo a un supuesto enojo por su atrevimiento; y a ella se le habían pasado la excitación y la decepción de la noche porque él no hacía nada. Y cuando llegaron a la estación de la calle 42, en silencio, sin mirarse, cada uno decía para sí mismo, sin que el otro lo supiera, que había sido un sueño hermoso, mamacita, y que what a dream, guy. Hasta que abandonaron los asientos y bajaron del camión, y sin saludarse, los dos con leve desilusión y a la vez intrigados por un sueño que adivinaron común y compartido, se fueron cada uno por su lado a la gélida mañana neoyorquina, que los recibió con una nieve lenta, morosa, asexuada.
¿Brasileña? Humm, difícil, y el portugués también le sonaba a sánscrito. Era gringa, evidentemente, se notaba en su manera de sentarse, en esa especie de arrogancia de su porte, en ese aire imperialista —aunque fuera negra— que parecía estar diciendo hey, aquí estoy yo. Y cómo no, si se notaba su turbación, la de él, que ahora miraba de reojo, aunque no quisiera, el meneo formidable de esos pechos que parecían budines de gelatina. Pero no gelatinas blanditas, aguadas, sino duras, capaces de hamacarse todo lo necesario pero conservando su firmeza esencial, su consistencia cárnea totalmente apetecible. Ella reclinó su asiento y extendió las piernas, dejando que el vestido, una minifalda, se trepara aún más sobre sus muslos. Era una invitación, carajo, qué descaro, qué hembra, debe saber que la estoy mirando, cómo no va a saberlo, si lo hace a propósito, hija de puta, me calienta impunemente. Y no podía dejar de mirar, siempre de reojo, las piernas enfundadas y la mini que parecía querer seguir subiéndose y dios mío cómo será esa vaginita, toda mojada; me tienta, me tienta, y ahora se me para; ay carajo, es incómodo viajar así, tengo que hacer algo. Pero en realidad no dejaba de pensar que lo que tenía que hacer era metérsela, negra linda vas a ver lo que te doy. Y ella, como respondiendo a sus pensamientos, con los ojos cerrados inclinó la cabeza hacia él y pareció que sonreía de pura placidez, como disponiéndose a dormitar recordando la última vez que le habían hecho el amor, acaso una hora antes, o como una niña que se duerme sabiendo que al día siguiente su tío más querido la llevará al zoológico. Y miró su boca semiabierta, de labios perfectamente delineados, de una carnosidad que invitaba a beber en ellos, húmedos como una pera jugosa pero del color de una cereza pálida. Y la miró con descaro, jurándose que si ella abría los ojos no desviaría la mirada; le sonreiría y diría algo en su chapucero inglés a ver qué pasaba. La observó respirar por la boca, que se empeñaba en resecársele, y metió su vista en el valle de esos pechos soberbios, increíblemente grandes y firmes, y se imaginó acariciándolos. No cabrían en sus manos, sobraría tersura por los cuatro costados. Y los pezones, ay, se notaban bajo el satén y parecían champiñones puestos al revés, así de carnosos, así de morenos. Y cuando ella pestañeó sin abrir los ojos todavía, pero anunciando que los abriría, él desvió los suyos rápida, vergonzantemente, hasta clavarlos en el respaldo del asiento de adelante, sintiéndose ruborizado, cobarde como el Henry de Crane antes de Chancellorsville. El tipo miraba hacia afuera, interesado en ver cómo se oscurecía Buffalo. Sin dudas era extranjero, ningún americano se quedaría viendo con tal curiosidad la campiña. ¿De dónde sería? No parecía hispano; seguramente era europeo. Quizás español, por el libro que tenía. Mexicano no podía ser; ni dominicano ni puertorriqueño. Era demasiado lindo el tipo. Aunque los españoles tampoco eran gran cosa. No conocía muchos, pero... Una vez había visto en el Carnegie Hall a un cantante petiso, de nombre ridículo y medio amanerado. Cantaba bien, pero nada del otro mundo. ¿Raphael? Sí, y Candy lo adoraba, pero ella jamás entendió por qué Candy adoraba ciertas cosas. La entrada le había costado doce dólares; nunca se lo perdonaría. Miró al hombre de soslayo. ¿Qué edad tendría? No menos de 30 pero no llegaba a los 40. La mejor edad, sonrió, cerrando los ojos y enderezando las piernas, felina, sensualmente. Juntó los omoplatos hacia atrás, como desperezándose, conocedora del efecto que ello provocaría en el fulano, porque sus pechos se ensanchaban y el satén hasta parecía más brilloso en esa penumbra, al estirarse por la presión de las ubres. Mantuvo una semisonrisa mientras pensaba que esa era una edad simpática en los hombres, pero a la vez aborrecible. Muchos descubren formas de impotencia, se desesperan, empiezan a descubrir que ya no son los potrillos de una década antes, sospechan que pasados los 40 ya no servirán más que para hacer pipí, les resurgen en tropel los más insólitos temores infantiles. Curiosos, los tipos. Tuvo ganas de reírse. Si el tipo supiera lo que ella pensaba...
Se sentía excitada, pero con miedo. Siempre, las mujeres pensamos que nosotras somos las únicas que tenemos miedo, se dijo. Los hombres son la seguridad, el sexo fuerte; nosotras somos lo incierto, el sexo débil. ¿Será verdad? Respóndeme papacito, háblame, y ay, qué tipo más sabroso. ¿Me dirá algo? ¿Le voy a responder? Tiene linda boca. Y entreabrió los ojos, justo cuando empezaba a imaginar la pinga del fulano. Era alto, grande, fuerte. Bien podía ser un mequetrefe. Pero no lo parecía. Había algo en él que la atemorizaba. ¿Cómo sería —se preguntaba con insistencia— puesto a trabajar en una cama? ¿Y su pinga? Muchas veces los hombres son completamente decepcionantes: cuando no se disculpan porque la tienen chica, hacen advertencias por si acaso no se les para; o bien la tienen como de madera pero no la saben usar. 0 si no, son faltos de imaginación, tanto como la mayoría de las mujeres. Eso, se dijo, eso es lo grave: la falta de imaginación. Se pasó la lengua por la boca. ¿Por qué lo provocaba? ¿Por qué se excitaba al coquetearlo, si también ella sentía miedo? Si cada vez que un hombre la abordaba sentía esa cosa hermosa, gratificante, de comprobar su poder, pero a la vez temía, no sabía bien qué, pero temía como una niñita perdida de sus papás. ¡Ah, si el tipo la mirara en ese preciso instante, en que con los ojos cerrados se pasaba la lengua por los labios, ja, se volvería loco! Seguramente, él estaba pensando en cómo iniciar la charla. ¿Qué le diría? Ellos siempre creen que son originales, pero siempre dicen lo mismo. Todos, lo mismo. Y una siguiéndoles la corriente sólo si el chico nos interesa, pero también diciendo lo mismo. Los hombres —amplió la sonrisa, escondió la lengua— son como animalitos: Torpes, previsibles, encantadores. Pero también terríficos y peligrosos cuando adquieren fuerza o cuando se ponen tontos. Que es lo que casi siempre les ocurre. Entonces pensó en mirarlo a los ojos. No le diría nada, no necesitaba hablar. Sencillamente le regalaría una mirada, una media sonrisa y bajaría los ojos. Eso sería suficiente para que él supiera que podía empezar su jueguito. Y vaya que se lo seguiría. Pero decidió pestañear primero, por si él la miraba en ese instante; sería como un aviso, y a la vez una incitación. Si mantenía su mirada al ser mirado y luego le hablaba, cielos, ese tipo valía la pena. Entonces abrió los ojos y buscó la mirada del hombre, pero él contemplaba, en extraña concentración, el respaldo del asiento delantero. No pudo evitar sentirse un tanto frustrada. Durante un rato se reprochó crudamente su miedo, su cobardía. Decidió que no haría nada tan estúpido como encender la lucecita de lectura y abrir el libro. De Quincey le parecía, de repente, el autor menos interesante de toda la historia de la literatura universal. Prendió otro cigarrillo y, de nuevo fugazmente, observó de reojo a su compañera. ¿Estaba ella esperando que él iniciara una conversación? ¿Y qué carajo podría decirle si apenas hablaba inglés como para no morirse de hambre en los restaurantes? ¿Por qué mierda no había estudiado ese idioma, o acaso no sabía que en el mundo desarrollado el que no habla inglés está jodido porque así son las cosas en esta época? Pero debía reconocer que la barrera no sólo era el idioma, sino su miedo. Era un gallina infame, un aborrecible sujeto que se atrevía con las mujeres que intuía más débiles, pero con ésta que estaba junto, y que parecía un acorazado de la segunda guerra, toda artillada y más grandota que Raquel AELC, no se atrevía. Era un pusilánime. Hasta se sintió vulgar, despreciable, porque apenas la espiaba de reojo, como un voyeurista adolescente que miraba calzones en los tendederos y se masturbaba imaginándose los contenidos. Cerró los ojos con fuerza, y terminó el cigarrillo fastidiado consigo mismo, nervioso y ya casi convencido de que la batalla estaba perdida. Pero, ¿por qué? Si él tenía el sexo hecho un monumento al acero de doble aleación, y sabía muy bien cómo manejar a semejante muchacha, y la colocaría así, y le besaría aquí, y la acariciaría allá, y otro poquito así, y ay, a medida que se imaginaba todo, y la veía desnuda, encandilado por el brillo incomparable (seguro, debía ser así) de su sexo profundo, negro, vertical y jugoso como durazno de estación, a medida que fantaseaba se turbaba más pero también se dolía porque empezaba a pensar, a darse cuenta de que esos pechos magníficos, esa piel oscura y brillosa y como bañada en aceite de coco, esas piernas monumentales como obeliscos paralelos, no serían para él. Le empezó a doler la cabeza. Cerró los ojos y se dijo que lo mejor era dormirse. Llegarían a Nueva York al amanecer.
Durante un rato, esperó que el hombre le hablara, pero al cabo se dio cuenta de que no lo haría. ¿Era que no le gustaba? No, no podía ser. La forma como la había mirado. Demonios, era obvio que él la espiaba; pero se lo notaba turbado. ¿Por qué no le decía algo, por qué no le ofrecía fuego cuando ella, ahora, encendía también otro cigarrillo? ¿Sería gay, acaso? Caramba, no lo parecía. De ninguna manera, ella había visto la codicia en sus ojos, varias veces. Si hasta le costaba tragar saliva cuando por cualquier movimiento a ella parecían elevársele los pechos. Estaba caliente. A pesar del frío de la noche, de esos campos nevados que atravesaban, estaba excitada. Tenía muchas, muchísimas ganas de que semejante padrillo la montara. Porque debía ser un padrillo, caray, cómo se le abultaba la mercadería debajo del pantalón; le recordaba a esos sementales de las granjas de Oklahoma, que pacían tranquilos, indiferentes, con esas mangueras negras que les colgaban como flecos. Mejor cambiaba de tema. Aunque no podía. Quizás el tipo estaba cobrando coraje, adquiriendo fuerza.
¿Qué le pasaba? ¿Acaso ella lo había amilanado? ¿Acaso resultaba tan impresionante que el otro se retraía? A veces sucede eso con nosotras las mujeres, se dijo, asustamos a los hombres. 0 si no, ¿podía ser que fuera un asqueroso racista, un cerdo wasp que se vomitaba ante una negra a pesar de que sé muy bien que estas tetas y toda mi carrocería lo tienen con el pene endurecido? ¿Sería un cerdo, inmundo marica racista? No, leía en español; debía ser un latino, un hispano y esos son racistas con sus indios. Casi no tienen negros, dice Candy, y al contrario, parece que se vuelven locos pensando en que algún día puedan hacerlo con una negra. Ja, Candy dice cada cosa. Pero, como fuere, el fulano sigue en lo suyo. Incluso, me doy cuenta de que me espía y luego cierra los ojos, como ahora. No entiendo, es un idiota; no sabe lo que se pierde. Pero ella tampoco, se dijo, también se lo estaba perdiendo al semental, dios, y entonces, ¿por qué no le digo algo, yo, y empiezo la charla? No, mejor no, a ver si es, no más, un asqueroso marica racista. Que hable él o calle para siempre. Mierda, si fuera un negro ya estaríamos saltando uno arriba del otro. Y se rió, nerviosa, excitada, pero a la vez con la decepción de pensar que la noche era todavía larga, y no era lindo dormir en el bus al lado de semejante espécimen, sin hacer nada. Y llegarían a Nueva York a las seis y media de la mañana. Qué desperdicio. No podía saber la hora, pero el traqueteo del camión era acompasado y supuso que ya debían estar en el estado de Nueva York. No hacía falta mirar el reloj: con la calefacción del autobús al máximo, ahora que estaba abrazado a esa hembra se sentía sensacional. La casualidad era sabia: se habían encontrado en el último asiento del carro, que providencialmente estaba vacío, junto al pequeño baño, y ahí coincidieron y cambiaron unas sonrisas. Él, en una curva, medio se cayó sobre ella, quien no se resistió, y así se quedaron, abrazados, y empezaron a hacerlo, y ahora ella le lamía la oreja derecha y decía daddy, daddy, y él tocaba sus pechos, dios mío, decía, nunca he tocado algo igual, y era asombroso porque ella estaba semidesnuda, con las tetas fuera del vestido, y la mini levantada completamente, y con las piernas abiertas, sobre él, a horcajadas. A ella algo le decía que era la una de la mañana. La una, número uno, número fálico, como eso que sentía metido adentro. Oh, dios, cómo le gustaba. Lo tenía descamisado al padrillo; y su pecho era tan peludo como lo había imaginado, y recorría con los dedos esa maraña y le acariciaba con violencia las tetillas, y él respondía, se excitaba y decía cosas en español, «por favor, por favor», y se hundían en el otro con desesperación y alcanzaban un orgasmo atómico, universal; ese hispano era un macho soñado, maravilloso, tierno y bruto como les gustan los hombres a las mujeres, y dios mío, se decía, qué miembro, qué pene, qué palo, qué lingote de acero, y le daba y le daba, y ella pedía y él daba, y él pedía y ella daba, claro que le daba, le daría todo lo que quisiera esa noche inolvidable. Los dos despertaron cuando el Greyhound entró en el Lincoln Tunnel, y el ritmo acompasado se mutó por un sonido como hueco, cuando cambió la presión en el momento en que el bus fue cubierto por el río Hudson y las luces del túnel dieron la sensación ineludible de que estaban en un tiempo que era imposible de precisar, que podía ser ayer o nunca, o mañana o siempre, y la mañana o la tarde o la noche. Despertaron casi a la vez y se dieron cuenta, sorprendidos y amodorrados, de que tenían las manos entrelazadas: la derecha de él con la izquierda de ella. Se miraron las manos que formaban una extraña figura asimétrica pero hermosa, como una bola amorfa de chocolate blanco y chocolate, y de inmediato desanudaron, a causa del azoro, esa figura que él pensó irónicamente hermosa y fugaz, y ella pensó fugazmente hermosa e irónica. Y aunque no se miraron a los ojos, ni les importó ver la hora, los dos supieron que sonreían. A él se le habían pasado la turbación y el miedo a un supuesto enojo por su atrevimiento; y a ella se le habían pasado la excitación y la decepción de la noche porque él no hacía nada. Y cuando llegaron a la estación de la calle 42, en silencio, sin mirarse, cada uno decía para sí mismo, sin que el otro lo supiera, que había sido un sueño hermoso, mamacita, y que what a dream, guy. Hasta que abandonaron los asientos y bajaron del camión, y sin saludarse, los dos con leve desilusión y a la vez intrigados por un sueño que adivinaron común y compartido, se fueron cada uno por su lado a la gélida mañana neoyorquina, que los recibió con una nieve lenta, morosa, asexuada.
en Puro Erotismo, 1999
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