En una palabra, se trataba de una factoría experimental, de un intento de penetración lejos de la costa, a diez jornadas por lo menos, aislada en medio de los indígenas, de su selva, que me presentaban como una inmensa reserva pululante de animales y enfermedades.
Louis-Ferdinand Céline
Louis-Ferdinand Céline
Un sujeto en una isla -o en un borde costero, margen o límite-, decide acometer la arriesgada empresa de enviar un objeto -llamado también mensaje, encargo o entelequia-, por un motivo indefinido, a un destino indefinido. Vamos a imaginar, sólo con tal de extremar el recurso abstracto, que es primera vez que el sujeto en cuestión lleva a cabo esta tarea. Para tal efecto, y como primer paso en la cadena de instrucciones dadas por sí mismo –que, por cierto, sigue por instinto, a veces, a sabiendas, otras veces-, debe, como primera acción, materializar el objeto de envío: un mensaje en una botella, un bosquejo, un esqueleto, una pintura, un animal disecado, un frasco lleno de clavos, etc.
Cada uno de estos objetos, en el sentido etimológico básico, necesita de una articulación original y posterior crianza; desde el acto de inoculación, gestación, nacimiento, los primeros cuidados, aplicación de correctivos, educación intensa y ornamento equilibrado –o no, según corresponda-, entre otros muchos niveles de cuidado o precaución. Recordemos, a manera de paréntesis proto-cognitivo, que los motivos del sujeto nunca son clarificados –los objetivos tampoco, habría que agregar-, aunque la fertilización, nacimiento y formación del objeto es, al parecer, un proceso de índole natural, tal como la reproducción o la supervivencia. El motivo del envío, aún transcurridos largos períodos de crecimiento y desarrollo, sigue estando en la más oscura nebulosa, por meses, años o la vida entera.
Así las cosas, nuestro sujeto, que ha soportado lluvias, destrucción de la siembra, pérdidas totales, quemas, heladas, tristezas, nostalgias, borracheras, alucinaciones, soledad -y la tensión propia de una causa que a veces él mismo califica de inútil, pero que lo involucra, finalmente, de alma y cuerpo- y teniendo el objeto ya crecido, robusto, maduro y sano, decide enviarlo a navegar. Acaso porque necesita espacio para respirar –se ha llegado a sentir invadido y acosado-, acaso porque está cansado de la atención dispuesta en torno a sólo un objeto, acaso por generosidad -de que el objeto conozca el mundo y se relacione con él-, acaso solamente porque le llegó su hora de partir. La cuestión es que para este viaje –se diría “huida”, pero significaría adjudicarle al objeto una conciencia tal que transformaría este ejercicio en representación trágica-, el sujeto, llamémoslo ahora, por primera vez, escritor, decide construir una balsa para embarcar, o embalsar más exactamente, a su objeto -llamémoslo ahora, aleatoriamente, libro- para que éste pueda comenzar a navegar con rumbo incierto y hasta peligroso; digamos, a modo de ejemplo tácito, que la balsa se encuentra con una tormenta y se da vuelta, perdiéndose para siempre el objeto-libro y además la balsa. Aunque esto, por el momento, no pasa de ser una posibilidad.
El viaje aún no ha comenzado, por lo que volvamos, pues, a este específico lugar en que dejamos al sujeto hace unos instantes. Decíamos que el sujeto -o sujeto-escritor, o escritor a secas- con el objeto apertrechado bajo una seguridad razonable, digamos reposando en alguna esquina o filo, se interna en el bosque, elige algunos árboles que corta, recoge, limpia, ordena y reúne. Y, a partir de entonces, trabaja día y noche en un oficio que desconoce, hasta que un buen día termina su trabajo -o él cree que lo termina- y por fin puede decir “esta balsa está lista”. Entonces instala el objeto-libro –insistamos, ahora, en que podría haber sido cualquier otro objeto- en el centro de la balsa, lo afirma a través de complicados sistemas de cuerdas y poleas, y se dispone a esperar el mejor momento para el zarpe con medida tranquilidad.
Instalado en su precaria choza, espera que pasen los días de tormenta, el mar enfurecido, las altas olas, hasta que por fin llega el día adecuado. Es un día de sol, el océano está tranquilo y el calor tibio seca los arbustos lentamente. El escritor, sin mayor rito, suelta las amarras, verifica la firmeza del amarre y adherencia de su preciado objeto y se interna hasta que comienza a perder pie en el fondo con tal de darle el mayor empuje posible. Podría ser que este acto el escritor lo tome como una despedida; tal vez sienta algún tipo de emoción, digamos tristeza o vacío. Puede que, incluso, nade unos cuantos metros hasta rebasar el lugar en donde rompen las olas. Entonces se dará la media vuelta y se devolverá al lado de la costa que cree suyo –o al menos que le corresponde- y se ocupará de otras cosas, o de ninguna.
En este punto abandonamos al sujeto-escritor y observamos, por un momento, el tímido trayecto de la balsa. Es complicado decir lo que sucede entonces, ya sea por la mínima o nula visibilidad, por la bruma o la distancia. Las posibilidades son varias y variadas, y ninguna satisface el criterio de mínima certeza. Como ya decíamos, está la posibilidad de la pérdida, haciendo trunco el ejercicio -quizás sí, quizás no- por la desaparición del principal elemento involucrado. Está la posibilidad de la flotación eterna, sin que la balsa encuentre jamás un cuerpo animado que recoja el objeto que ella contiene -con la intención que sea-. También existe la posibilidad de que la balsa recale en algún lugar y que las inclemencias del tiempo destruyan toda evidencia antes de ser encontrada.
Acá el sujeto-escritor, aunque él no esté consciente del momento que vive su objeto, cree, sospecha o espera, que el proceso haya culminado. A veces el sujeto recibe alguna señal de regreso, comprobando de este modo la llegada a puerto de su objeto, e incluso, en ocasiones, enterándose del uso específico de su objeto: una fogata, un espacio estrecho y polvoriento entre enormes estanterías e invisitado por la eternidad, una rápida lectura de baño, un repaso minucioso... Así, el objeto-libro se completa y el sujeto-escritor cobra sentido en su propia opción de apreciar esa forma de existencia (cultural, de arte, o laboral incluso) que ha elegido como suya por el tiempo del que hablamos...
Cada uno de estos objetos, en el sentido etimológico básico, necesita de una articulación original y posterior crianza; desde el acto de inoculación, gestación, nacimiento, los primeros cuidados, aplicación de correctivos, educación intensa y ornamento equilibrado –o no, según corresponda-, entre otros muchos niveles de cuidado o precaución. Recordemos, a manera de paréntesis proto-cognitivo, que los motivos del sujeto nunca son clarificados –los objetivos tampoco, habría que agregar-, aunque la fertilización, nacimiento y formación del objeto es, al parecer, un proceso de índole natural, tal como la reproducción o la supervivencia. El motivo del envío, aún transcurridos largos períodos de crecimiento y desarrollo, sigue estando en la más oscura nebulosa, por meses, años o la vida entera.
Así las cosas, nuestro sujeto, que ha soportado lluvias, destrucción de la siembra, pérdidas totales, quemas, heladas, tristezas, nostalgias, borracheras, alucinaciones, soledad -y la tensión propia de una causa que a veces él mismo califica de inútil, pero que lo involucra, finalmente, de alma y cuerpo- y teniendo el objeto ya crecido, robusto, maduro y sano, decide enviarlo a navegar. Acaso porque necesita espacio para respirar –se ha llegado a sentir invadido y acosado-, acaso porque está cansado de la atención dispuesta en torno a sólo un objeto, acaso por generosidad -de que el objeto conozca el mundo y se relacione con él-, acaso solamente porque le llegó su hora de partir. La cuestión es que para este viaje –se diría “huida”, pero significaría adjudicarle al objeto una conciencia tal que transformaría este ejercicio en representación trágica-, el sujeto, llamémoslo ahora, por primera vez, escritor, decide construir una balsa para embarcar, o embalsar más exactamente, a su objeto -llamémoslo ahora, aleatoriamente, libro- para que éste pueda comenzar a navegar con rumbo incierto y hasta peligroso; digamos, a modo de ejemplo tácito, que la balsa se encuentra con una tormenta y se da vuelta, perdiéndose para siempre el objeto-libro y además la balsa. Aunque esto, por el momento, no pasa de ser una posibilidad.
El viaje aún no ha comenzado, por lo que volvamos, pues, a este específico lugar en que dejamos al sujeto hace unos instantes. Decíamos que el sujeto -o sujeto-escritor, o escritor a secas- con el objeto apertrechado bajo una seguridad razonable, digamos reposando en alguna esquina o filo, se interna en el bosque, elige algunos árboles que corta, recoge, limpia, ordena y reúne. Y, a partir de entonces, trabaja día y noche en un oficio que desconoce, hasta que un buen día termina su trabajo -o él cree que lo termina- y por fin puede decir “esta balsa está lista”. Entonces instala el objeto-libro –insistamos, ahora, en que podría haber sido cualquier otro objeto- en el centro de la balsa, lo afirma a través de complicados sistemas de cuerdas y poleas, y se dispone a esperar el mejor momento para el zarpe con medida tranquilidad.
Instalado en su precaria choza, espera que pasen los días de tormenta, el mar enfurecido, las altas olas, hasta que por fin llega el día adecuado. Es un día de sol, el océano está tranquilo y el calor tibio seca los arbustos lentamente. El escritor, sin mayor rito, suelta las amarras, verifica la firmeza del amarre y adherencia de su preciado objeto y se interna hasta que comienza a perder pie en el fondo con tal de darle el mayor empuje posible. Podría ser que este acto el escritor lo tome como una despedida; tal vez sienta algún tipo de emoción, digamos tristeza o vacío. Puede que, incluso, nade unos cuantos metros hasta rebasar el lugar en donde rompen las olas. Entonces se dará la media vuelta y se devolverá al lado de la costa que cree suyo –o al menos que le corresponde- y se ocupará de otras cosas, o de ninguna.
En este punto abandonamos al sujeto-escritor y observamos, por un momento, el tímido trayecto de la balsa. Es complicado decir lo que sucede entonces, ya sea por la mínima o nula visibilidad, por la bruma o la distancia. Las posibilidades son varias y variadas, y ninguna satisface el criterio de mínima certeza. Como ya decíamos, está la posibilidad de la pérdida, haciendo trunco el ejercicio -quizás sí, quizás no- por la desaparición del principal elemento involucrado. Está la posibilidad de la flotación eterna, sin que la balsa encuentre jamás un cuerpo animado que recoja el objeto que ella contiene -con la intención que sea-. También existe la posibilidad de que la balsa recale en algún lugar y que las inclemencias del tiempo destruyan toda evidencia antes de ser encontrada.
Acá el sujeto-escritor, aunque él no esté consciente del momento que vive su objeto, cree, sospecha o espera, que el proceso haya culminado. A veces el sujeto recibe alguna señal de regreso, comprobando de este modo la llegada a puerto de su objeto, e incluso, en ocasiones, enterándose del uso específico de su objeto: una fogata, un espacio estrecho y polvoriento entre enormes estanterías e invisitado por la eternidad, una rápida lectura de baño, un repaso minucioso... Así, el objeto-libro se completa y el sujeto-escritor cobra sentido en su propia opción de apreciar esa forma de existencia (cultural, de arte, o laboral incluso) que ha elegido como suya por el tiempo del que hablamos...
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Nada más me queda por decir. Al sujeto-escritor no lo conozco, al menos no personalmente. Esta parábola, relato o tradición, me la ha referido un curandero mexicano; en sueños, claro está. No hago más que transmitir su mensaje, verso o invención, que a su vez le fue entregado hace exactamente doce años, según dejó claro, de un policía chino de cincuenta y siete años, oriundo de Heilongjian, que también lo había soñado, en su caso de un anciano portugués, afín desde su más tierna infancia a las ciencias esotéricas. Ahí, o tal vez tres generaciones anteriores, no más que eso, se pierde el rastro del relato-sueño que ahora les transcribo, sin más objetivo que el de permitir -facilitar sería un exceso- el permanente movimiento de esta rueda.
Así, entiendo -y con esto expreso parte de mi conclusión y confusión-, el sujeto y su objeto, correrán aún más lento, siempre en dirección contraria, tal vez hasta alcanzar, alguna vez, el objetivo más supremo y noble de todos cuantos se conocen, la inacción total o la desaparición eterna, si es que algo así pueda realmente suceder.
1 comentario:
Y se podría exceder el límite del destino para llegar a una circunvalación del mito en que el sueño del libro-balsa-inteligencia artificial es soñada por el -entonces- escritor quien al calor de unas copas de vino de arroz y una sopa de ostras le comenta -bajo una choza de hojas de palma, durante una tormenta, a un niño chino naúfrago- la historia, o la invención de la historia, del tiempo en que esas ramas de palma le ayudaron o le permitieron construir una balsa y amarrar algunos rayones a su lado expuesto que flotaba. Y el niño que había aprehendido a tirar el i ching le predice el juicio y se descubre soñado por otro grupo de niños otrora abandonados por un capitán de barco inglés en una isla de cerdos y moscas quienes a su vez...
EXCELENTE MANERA DE NO RE - LATAR... MÁSNADA
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