viernes, octubre 10, 2008

«Poesía a golpes», de Juan Cameron

A propósito de su amistad con Juan Luis Martínez




Ya no recuerdo a Juan Luis Martínez, más bien hay ciertas imágenes en la memoria que se van armando para decir algo de él. El sentido general después de ese ejercicio es de todas maneras positivo. Era un tipo afable, generoso y muy informado en poesía; y al mismo tiempo arrastraba una suerte de mito guerrero, de boxeador callejero a la manera de los caballeros antiguos; es decir, por cuestiones de honor.

Cuando iniciamos nuestra amistad, hacia fines de los sesenta, en Viña del Mar habían pasado ya bastantes años de sus historias de enfrentamientos con la policía y los malandrines del Puerto -y que no deben haber sido muchas, supongo- pero algo quedaba de esa forma asertiva de enfrentar las conversaciones que desde el cruce verbal podían conducir hacia algún tipo de pugilato.

Por entonces más bien yo escuchaba; tenía mucho por aprender y ni siquiera me atrevía a opinar en las reuniones en el Cyrano o el Samoiedo. Juan Luis era ya conocido en el mundo literario local aunque jamás se había presentado como escritor. Ignoro hoy si algún trabajo suyo circula con anterioridad a esa fecha.

Tímidamente, en las mesas del Café Cinema y en la casa familiar, una enorme y desvaída construcción frente a Playa Amarilla, aparecen sus primeras hojas. Se trataba de collages con un espíritu más cercano a Prévert o a Michaux, y bastante de Ludwig Zeller, que a los connotados surrealistas a quienes se le vincula en la actualidad. Pero allí también podía estar, muy atrás, algún trabajo de Germán Arestizábal, dibujos de los hermanos Rivera Scott, Marco Antonio Hughes o Chantal Rementería.

Poco a poco les va incorporando signos y elementos de la gráfica en uso. Por otro lado, ahora resulta comprensible, Juan Luis debe haber practicado una suerte de escritura secreta desde mucho antes. Los textos recogidos por Martín Micharvegas en su antología de 1972, Nueva Poesía joven en Chile, dan cuenta de este ejercicio, aunque muchos se incluyen posteriormente como partes esenciales de La Nueva Novela.

Rara vez hablamos de esta escritura; en general, con él y Raúl Zurita, quien era casado con su hermana Myriam, conversábamos sobre literatura. Yo tenía mis cuestiones y mis ideas, aunque elementales y bastante ingenuas, muy claras sobre la forma y el contenido del verso. Consideraba, en mi fuero interno, que cuanto Juan Luis y Raúl hacían lindaba en el experimento puro y en la búsqueda de nuevas tendencias emergidas de libros y de teorías ya probadas. Puedo haber estado equivocado por entonces, pero eso no lo tengo muy claro ahora. Sólo en una oportunidad, ya por 1973, me expresó con sinceridad su deseo de alguna vez poder versificar a mi manera; aunque en el fondo él debe haber considerado que lo mío era pura eufonía y nada más. Y además, su «Desaparición de una familia», que mostró un día en la mesa del Café, fue desde un comienzo un texto mayor.

Más bien envidiaba en él su capacidad para enfrentar las situaciones y llegar a los golpes si era necesario. Yo carecía de tales habilidades. La figura de un padre violento y omnipresente (más bien gritón), el físico esmirriado de aquellos años y mis pocos conocimientos de artes marciales y de box –practicados con entusiasmo y fracaso en mi adolescencia– no eran garantías para un buen enfrentamiento. En esa trayectoria había ganado una sola pelea y perdido demasiadas como para dedicarme al oficio. Por lo más, me repugna cualquier tipo de altercado y hasta hoy prefiero evitarlos.

En cierta oportunidad –veníamos de su casa al centro por el Camino a Con-Cón– comenzó a discutir de manera airada con el conductor del bus. Me alcé del asiento y con voz seca y definitiva le pedí que cortara la discusión, que yo no estaba de acuerdo en absoluto con esa forma de relación.

A comienzos del '73 la situación social empeoró. Se respiraba violencia y el aire parecía vibrar. Estábamos un mediodía de verano en el Café Cinema y afuera de la galería escuchamos los típicos cánticos de los derechistas. Eran verdaderas amenazas, groserías del tipo «Yakarta ya viene». Juan Luis dejó la mesa y yo lo seguí. En el trayecto me pasó su hato de libros que, sumados a los míos, dejaron mis brazos imposibilitados. En la puerta de la Galería nos topamos con un grupo de Patria y Libertad, todos niñitos bien, mejor alimentados y enormes, a quienes Martínez enfrentó de inmediato a gritos. El primero de ellos se le fue encima. Juan Luis esquivó los puñetazos echándose hacia atrás y enviando a la vez los suyos. En un momento, empujado por el contrincante, se fue contra la reja de un establecimiento comercial. Desde esa posición logró conectarle una bofetada que el sujeto respondió con un par de patadones, tipo kárate, que dieron en sus antebrazos sin alcanzar su objetivo. Por desgracia, una de sus botas terminó en mi pie derecho protegido por una sandalia tipo frailera. La cercanía de la policía y los gritos disolvieron el conato. Cojo y humillado regresé a casa junto al inmune poeta.

La humillación no terminó allí. Por la tarde supe de los comentarios sobre mi cobardía, manifestados por Eliana, su mujer, quien me hizo objeto de sus mofas por no atinar a defender a su marido. Preferí callar; la situación me parecía demasiado absurda.

Pero no faltó en esta historia mi particular conato. A mí regreso de Argentina –fue tal vez el año '80 o algo así– solíamos asaltar las inauguraciones en los bancos comerciales de Valparaíso. Todos éramos pobres, casados, cesantes y buenos muchachos. El apoyo oficial a los artistas plásticos a través del sistema Arte Empresa nos producía celos. Jamás se apoyó a la literatura y, en venganza, los poetas nos tomábamos el whisky y todo cuanto se cruzara en el camino. Caíamos en manada a cuanta exposición hubiera.

Una tarde, deseosos de continuar con la tomatera, nos dirigimos un grupo desde el Banco de turno al restaurante Cinzano. Éramos alrededor de siete amigos y nos acompañaban seis muchachas. En silencio yo calculaba quién sería el estúpido que se quedaría sin pareja. Nos sentamos en una mesa larga y luego de intentar ubicarme me percaté‚ que ya no tenía lugar. Borracho como estaba me dirigí a otra mesa a mirar una partida de naipes. Tres sujetos se afanaban en un juego cuya gramática ignoraba, pensando tal vez en descubrir su mecánica. Uno de los individuos me preguntó primero si el plebiscito que se aproximaba iba a votar por el Sí o por el No. Se trataba del primer chiste convocado por la dictadura, aquel en que Pinochet obtuvo como el 96 por ciento de las preferencias. Le contesté que, por supuesto, votaría por el No. Y cada vez que la pregunta se repetía, uno u otro comensal daba un fraternal golpe en mis espaldas. Al rato, sin percatarme, tenía la chaqueta llena de pegatinas del Sí.

De pronto veo a Juan Luis saltar sobre una mesa y, de inmediato, conectarle un golpe al individuo que estaba frente a mí. Éste se fue de espaldas y allí quedó desmayado.

Su actitud me pareció prepotente. No tenía derecho a agredir a uno de mis amigos. Me di vuelta, le grité y le envié un derechazo a la cara. Juan Luis levantó la cabeza y el golpe le dio de lleno en el pecho, dando con su cuerpo sobre las mesas donde estaba nuestro grupo.

–Ésta no te la aguanto, viejito– dijo y avanzó hacia mí con los puños levantados. Me puse en guardia y lo desafié.

–¿Y qué te has creído, tal por cual? ¿Qué acaso me voy a achicar por diez centímetros? – La frase, que me pareció muy apropiadas para la ocasión, no era del todo original. La había escuchado a un amigo de mi familia. Pero, al menos, supuse entonces, me dejaba en muy buen pie ante las circunstancias.

Martínez tiró tres golpes seguidos que paré con elegancia. No eran cualquier golpe. Al parecer pegaba directamente con sus huesos y una velocidad muy eficaz. En un momento, y quebrado por el dolor, bajé un poco la guardia esperando algún descuido para alcanzarlo con un gancho. No alcancé siquiera a terminar la idea. La siguiente imagen que recuerdo es la de una figura pálida, como afiche de vietnamita recién bombardeado, al cual le corren dos hilos de sangre bajo la nariz. Era mi rostro en el espejo del baño. Un moretón en la frente emergía como un tercer ojo.

Nuestros contertulios me habían conducido hasta allí, sacado la chaqueta y reanimado. Pero en lugar de consolarme, como yo esperaba, me humillaban con pullas y demostraciones de profundo desprecio. -Desgraciado, cobarde, mal amigo– me decían.

Ya recuperado, fuera del local y en busca de un taxi, pedí cuentas a León Santoro por tan injustificada reacción. León continuaba furioso conmigo y al rato me explicó la situación. El tipo agredido por Juan Luis había extraído una navaja y se aprestaba a clavármela. Al verlo levantarse, Martínez saltó en mi defensa y lo derribó.

–Y así le pagaste, qué tipo más desleal–, me recriminó una vez más.

Al día siguiente llamé a mi amigo para disculparme y lo invité a almorzar. Prometimos jamás pelear entre nosotros. –Nunca más, viejito– aseguró Juan Luis.

En fin, cobarde o no cobarde, la historia prueba que no nací para los golpes. Juan Luis en cambio, sí tenía méritos suficientes para alimentar su mito. Y al menos puedo asegurar que en aquella oportunidad me agredió en mi legítima defensa propia. Los caminos de la poesía son muy extraños.






en La Vida Breve, revista de la Sociedad de Escritores de Valparaíso.















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